Ella la bajó hasta la mitad y él reaccionó con torpeza al ver el rostro que había detrás del cristal tintado.
– Lo siento, señorita, pero hoy sólo pueden acceder a la ciudad autobuses turísticos -dijo en inglés con un fuerte acento y ahora también en tono de disculpa, como si deseara poder ofrecer mejores noticias a aquella mujer de sorprendente belleza.
– Es un viaje privado -repuso Alice al tiempo que hacía destellar una seductora sonrisa. Sacó la mano por la ventana, hacia la luz. Me quedé helada, hasta que vi que se había puesto un guante de color tostado que le llegaba a la altura del codo. Le tomó la mano, todavía alzada después de haber golpeado la ventanilla y la metió dentro del coche. Depositó algo en la palma y le cerró los dedos alrededor.
El guardia se quedó aturdido cuando retiró la mano y miró fijamente el grueso rollo de dinero que había allí. El billete exterior era de mil dólares.
– ¿Esto es una broma? -farfulló.
La sonrisa de Alice era cegadora.
– Sólo si piensa que es divertido.
Él la miró, con los ojos abiertos como platos. Yo miré nerviosamente al reloj del salpicadero. Si Edward se ceñía a su plan, sólo nos quedaban cinco minutos.
– Vamos un poquito tarde y con prisa -le insinuó, aún sonriente.
El guardia pestañeó dos veces y después se guardó el dinero en la chaqueta. Dio un paso atrás de la ventanilla y nos despidió. Nadie entre la multitud que pasaba por allí pareció darse cuenta del discreto intercambio. Alice condujo hacia la ciudad y ambas respiramos aliviadas.
La calle se había vuelto muy estrecha; estaba pavimentada con piedras del mismo desvaído color canela que los edificios que la oscurecían con su sombra. Espaciadas entre sí unos cuantos metros, las banderas rojas decoraban las paredes y flameaban al viento, que silbaba al barrer la angosta calleja.
Estaba atestada de gente y el tráfico de a pie entorpecía nuestro ritmo.
– Un poco más adelante -me animó Alice.
Yo aferraba el tirador de la puerta, lista para lanzarme a la calle tan pronto como ella me lo dijera.
Alice conducía acelerando y frenando. El gentío nos amenazaba con el puño y nos espetaba epítetos desagradables que, por fortuna, yo no entendía. Giró en un pequeño desvío que no se trazó para coches, sin duda, y la gente, asustada, tuvo que refugiarse en las entradas de las puertas cuando pasamos muy cerca de las paredes. Al final, entramos en otra calle de edificios más altos que se apoyaban unos sobre otros por encima de nuestras cabezas, de modo que ningún rayo de sol alcanzaba el pavimento y las banderas rojas que se retorcían a cada lado casi se tocaban. Aquí había más gente que en ninguna otra parte. Alice frenó y yo abrí la puerta antes de que nos hubiéramos detenido del todo.
Ella me señaló un punto donde la calle se abría hacia un resplandeciente terreno abierto.
– Allí. Estamos en el extremo sur de la plaza. Atraviésala corriendo y ve a la derecha de la torre del reloj. Yo encontraré algún camino dando la vuelta…
Inspiró aire súbitamente y cuando volvió a hablar, le salió la voz en un siseo.
– ¡Están por todas partes!
Me quedé petrificada en mi asiento, pero ella me empujó fuera del coche.
– Olvídalos. Tenemos dos minutos. ¡Corre, Bella, corre! -gritó.
Alice salió del coche mientras hablaba, pero no me detuve a verla desvanecerse entre las sombras. Ni siquiera cerré la puerta al salir. Aparté de mi camino de un empujón a una mujer gruesa, agaché la cabeza y corrí con todas mis fuerzas sin prestar atención a nada, salvo a las piedras irregulares que pisaba.
La brillante luz del sol, que daba de lleno en la entrada de la plaza, me deslumbre al salir de la oscura calleja. El viento soplaba con fuerza y me alborotaba los cabellos, que se me metían en los ojos y me cegaban todavía más. Por tanto, no fue de extrañar que no viera el muro de carne hasta que me estrellé contra él.
No había ningún camino, ni siquiera un hueco entre los cuerpos fuertemente apretujados del gentío. Los empujé con furia y me debatí contra las manos que me rechazaban. Escuché exclamaciones de irritación e incluso de dolor a medida que porfiaba para abrirme paso, pero ninguna en un idioma que yo entendiera. Los rostros se transformaron en un borrón difuso de ira y sorpresa, rodeado por el omnipresente rojo. Una mujer rubia me puso mala cara y la bufanda roja que llevaba anudada al cuello me pareció una herida horrible. Un niño, encaramado a los hombros de un hombre para ver por encima de la multitud, me sonrió con los labios estirados en torno a unos colmillos de vampiro hechos de plástico.
La muchedumbre me empujaba por todas partes y acabó por arrastrarme en sentido opuesto. Me alegré de que el reloj fuera tan visible, porque de lo contrario no habría podido tomar la dirección apropiada. Sin embargo, las manecillas del reloj se unieron en lo alto de la esfera para alzarse hacia el sol despiadado y aunque luché ferozmente contra la multitud, supe que era demasiado tarde. Apenas estaba a mitad de camino. No lo iba a conseguir. Era estúpida, torpe y humana, y todos íbamos a morir por culpa de eso.
Mantuve la esperanza de que Alice hubiera conseguido salir adelante. También esperé que ella pudiera verme desde algún rincón a oscuras y que se diera cuenta de mi fracaso a tiempo de dar media vuelta y regresar junto a Jasper.
Agucé el oído por encima de las exclamaciones enfadadas en un intento de oír el sonido del descubrimiento: el jadeo, quizás el grito, en el instante en que Edward se expusiera a la vista de alguien.
En ese momento vi delante de mí un resquicio en el gentío alrededor del cual había un espacio vacío. Empujé con dureza hasta alcanzarlo. Hasta que no me golpeé las espinillas contra los ladrillos no fui consciente de la existencia de una amplia fuente rectangular en el centro de la plaza.
Estuve a punto de llorar de alivio cuando pasé la pierna por encima del borde y corrí por el agua -que me llegaba hasta la rodilla- salpicando todo a mi paso mientras me abría camino velozmente. El viento soplaba glacial incluso bajo el sol, y la humedad hacía que el frío fuera realmente doloroso, pero la enorme fuente me permitió cruzar el centro de la plaza en pocos segundos. No me detuve al alcanzar el otro lado, sino que usé como trampolín el borde de escasa altura y me lancé de cabeza contra la multitud.
Ahora se apartaban con más rapidez a fin de evitar el agua helada que chorreaba de mis ropas empapadas al correr. Eché otra ojeada al reloj.
Una campanada grave y atronadora resonó por toda la plaza e hizo vibrar las piedras del suelo. Los niños chillaron al tiempo que se tapaban los oídos y yo comencé a pegar alaridos mientras seguía corriendo.
– ¡Edward! -grité, aun a sabiendas de que era inútil. El gentío era demasiado ruidoso y apenas me quedaba aliento debido al esfuerzo, pero no podía dejar de gritar.
El reloj sonó de nuevo. Rebasé a un niño -en brazos de su madre- cuyos cabellos eran casi blancos a la luz de un sol deslumbrante. Un círculo de hombres altos, todos con chaquetas rojas, me gritaron advertencias cuando pasé entre ellos como un bólido. El reloj volvió a tocar.
Dejé atrás a ese grupo y llegué a una abertura en medio de la muchedumbre, un espacio entre los turistas que se arremolinaban debajo de la torre y caminaban sin rumbo fijo. Busqué con la vista el pasaje oscuro y estrecho que debía estar a la derecha del amplio edificio cuadrado. No veía el suelo de la calle, ya que había demasiada gente entre medias. El reloj sonó de nuevo.
Apenas podía ver. El viento me azotó el rostro y me quemó los ojos cuando dejó de haber gente que hiciera de pantalla. Cuando el reloj tocó otra vez, no sabía si lloraba por culpa del viento o si derramaba lágrimas debido a mi fracaso.
Los turistas más cercanos a la boca del callejón eran los cuatro integrantes de una familia. Las dos chicas lucían vestidos escarlatas y lazos a juego con los que se recogían hacia atrás el pelo negro. El padre, un tipo bajo, no parecía distinguir el brillo en medio de las sombras, justo encima de su hombro. Me apresuré en esa dirección mientras intentaba ver algo a pesar del escozor de las lágrimas. El reloj sonó una vez más y la niña más pequeña se apretó las manos contra las orejas.