La hija mayor, que apenas le llegaba a su madre a la cintura, se abrazó a su pierna y observó fijamente las sombras que reinaban detrás de ellos. Cuando miré, ella tocaba el codo de la madre y señalaba hacia la oscuridad. El reloj resonó, pero yo ahora estaba cerca…
… lo bastante cerca para escuchar la voz aguda de la niña. El padre me miró sorprendido cuando me precipité sobre ellos, pronunciando a voz en grito el nombre Edward una y otra vez, sin cesar.
La niña mayor rió entre dientes y le dijo algo a su madre al tiempo que volvía a señalar las sombras con gestos de impaciencia.
Giré bruscamente alrededor del padre, que tomó en brazos a la niña para apartarla de mi camino, y salté hacia la sombría brecha que había detrás de ellos. Entretanto, el reloj volvió a tocar en lo alto.
– ¡Edward, no! -grité, pero mi voz se perdió en el rugido de la campanada.
Entonces le vi, y también vi que él no se había percatado de mi presencia.
Esta vez era él, no una alucinación. Me di cuenta de que mis falsas ilusiones eran más imperfectas de lo que yo creía; nunca le hicieron justicia.
Edward permanecía de pie, inmóvil como una estatua, a pocos pasos de la boca del callejón. Tenía los ojos cerrados, con las ojeras muy marcadas, de un púrpura oscuro, y los brazos relajados a ambos lados del cuerpo con las palmas vueltas hacia arriba. Su expresión estaba llena de paz, como si estuviera soñando cosas agradables. La piel marfileña de su pecho estaba al descubierto y había un pequeño revoltijo de tela blanca a sus pies. El reflejo claro del pavimento de la plaza hacía brillar tenuemente su piel.
Nunca había visto nada más bello, incluso mientras corría, jadeando y gritando, pude apreciarlo. Y los últimos siete meses desaparecieron. Incluso sus palabras en el bosque perdieron significado. Tampoco importaba si no me quería. No importaba cuánto tiempo pudiera llegar a vivir; jamás podría querer a otro.
El reloj sonó y él dio una gran zancada hacia la luz.
– ¡No! -grité-. ¡Edward, mírame!
Sonrió de forma imperceptible sin escucharme y alzó el pie para dar el paso que lo expondría directamente a los rayos del sol.
Choqué contra él con tanto ímpetu que la fuerza del impacto me habría tirado al suelo si sus brazos no me hubieran agarrado. El golpetazo me dejó sin aliento y con la cabeza vencida hacia atrás.
Sus ojos oscuros se abrieron lentamente mientras el reloj tocaba de nuevo.
Me miró con tranquila sorpresa.
– Asombroso -dijo con la voz maravillada y un poco divertida-. Carlisle tenía razón.
– Edward -intenté respirar, pero la voz no me salía-. Has de volver a las sombras. ¡Tienes que moverte!
Él pareció desconcertado. Me acarició la mejilla suavemente con la mano. No parecía darse cuenta de que yo intentaba hacerle retroceder. Para el progreso que estaba haciendo, hubiera dado igual que hubiese empujado las paredes del callejón. El reloj sonó sin que él reaccionara.
Era muy extraño, porque yo sabía que los dos estábamos en peligro mortal. Sin embargo, en ese momento, me sentí bien. Por completo. Podía notar otra vez el palpitar desbocado de mi corazón contra las costillas y la sangre latía caliente y rápida por mis venas. Los pulmones se me llenaron del dulce perfume que derramaba su cuerpo. Era como si nunca hubiera existido un agujero en mi pecho. Todo estaba perfecto, no curado, sino como si desde el principio no hubiera habido una herida.
– No puedo creerme lo rápidos que han sido. No he sentido absolutamente nada, son realmente buenos -musitó él mientras volvía a cerrar los ojos y presionaba los labios contra mi pelo. Su voz era de terciopelo y miel-. «Muerte, que has sorbido la miel de sus labios, no tienes poder sobre su belleza» -murmuró y reconocí el verso que declamaba Romeo en la tumba. El reloj hizo retumbar su última campanada-. Hueles exactamente igual que siempre -continuó él-. Así que quizás esto sea el infierno. Y no me importa. Me parece bien.
– No estoy muerta -le interrumpí-. ¡Y tampoco tú! Por favor, Edward, tenemos que movernos. ¡No pueden estar muy lejos!
Luché contra sus brazos y él frunció el ceño, confuso.
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó educadamente.
– ¡No estamos muertos, al menos no todavía! Pero tenemos que salir de aquí antes de que los Vulturis…
La comprensión chispeó en su rostro mientras yo hablaba, y de pronto, antes de que pudiera terminar la frase, me arrastró hacia las sombras. Me hizo girar con tal facilidad que me encontré con la espalda pegada a la pared de ladrillo y con la suya frente a mí, de modo que él quedó de cara al callejón. Extendió los brazos con la finalidad de protegerme.
Miré desde debajo de su brazo para ver dos formas oscuras desprenderse de la penumbra.
– Saludos, caballeros -la voz de Edward sonó aparentemente calmada y amable, pero sólo en la superficie-. No creo que vaya a requerir hoy sus servicios. Apreciaría muchísimo, sin embargo, que enviaran mi más sentido agradecimiento a sus señores.
– ¿Podríamos mantener esta conversación en un lugar más apropiado? -susurró una voz suave de forma amenazadora.
– Dudo de que eso sea necesario -repuso Edward, ahora con mayor dureza-. Conozco tus instrucciones, Felix. No he quebrantado ninguna regla.
– Felix simplemente pretende señalar la proximidad del sol -comentó otra voz en tono conciliador. Ambos estaban ocultos dentro de unas enormes capas del color gris del humo, que llegaban hasta el suelo y ondulaban al viento-. Busquemos una protección mejor.
– Indica el camino y yo te sigo -dijo Edward con sequedad-. Bella, ¿por qué no vuelves a la plaza y disfrutas del festival?
– No, trae a la chica -ordenó la primera sombra, introduciendo un matiz lascivo en su susurro.
– Me parece que no -la pretensión de civilización había desaparecido, la voz de Edward era ahora tajante y helada. Cambió su equilibrio de forma casi inadvertida, pero pude comprobar que se preparaba para luchar.
– No -articulé los labios sin hacer ningún sonido.
– Shh -susurró él, sólo para mí.
– Felix -le advirtió la segunda sombra, más razonable-, aquí no -se volvió a Edward-. A Aro le gustaría volver a hablar contigo, eso es todo, si, al fin y al cabo, has decidido no forzar la mano.
– Así es -asintió Edward-, pero la chica se va.
– Me temo que eso no es posible -repuso la sombra educada, con aspecto de lamentarlo-. Tenemos reglas que obedecer.
– Entonces, me temo que no voy a poder aceptar la invitación de Aro, Demetri.
– Esto está pero que muy bien -ronroneó Felix. Mis ojos se iban adaptando a la penumbra más densa y pude ver que Felix era muy grande, alto y de espaldas fornidas. Su tamaño me recordó a Emmett.
– Disgustarás a Aro -suspiró Demetri.
– Estoy seguro de que sobrevivirá a la decepción -replicó Edward.
Felix y Demetri se acercaron hacia la boca del callejón y se abrieron hacia los lados a fin de poder atacar a Edward desde dos frentes. Su intención era obligarle a introducirse aún más en el callejón y evitar una escena. Ningún reflejo luminoso podía abrirse paso hasta su piel; estaban a salvo dentro de sus capas.
Edward no se movió un centímetro. Estaba condenándose para protegerme.
De pronto, Edward giró la cabeza a un lado, hacia la oscuridad de la curva del callejón. Demetri y Felix hicieron lo mismo en respuesta a algún sonido o movimiento demasiado sutil para mis sentidos.
– Mejor si nos comportamos correctamente, ¿no? -sugirió una voz musical-. Hay señoras presentes.
Alice se deslizó con ligereza al lado de Edward, manteniendo una postura despreocupada. No mostraba signos de tensión. Parecía tan diminuta, tan frágil. Sus bracitos colgaban a sus costados como los de una niña.