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Pero tanto Demetri como Felix se envararon, y sus capas revolotearon ligeramente al ritmo de una ráfaga de viento que recorría el callejón. El rostro de Felix se avinagró. Aparentemente no les gustaban los números pares.

– No estamos solos -les recordó ella.

Demetri miró sobre su hombro. A unos pocos metros de allí, en la misma plaza, nos observaba la familia de las niñas vestidas de rojo. La madre hablaba en tono apremiante con su marido, con los ojos fijos en nosotros cinco. Desvió la mirada hacia otro lado cuando se encontró con la de Demetri. El hombre avanzó unos cuantos pasos más hacia la plaza y dio un golpecito en el hombro de uno de los hombres con chaquetas rojas.

Demetri sacudió la cabeza.

– Por favor, Edward, sé razonable -le conminó.

– Muy bien -accedió Edward-. Ahora nos marcharemos tranquilamente, pero sin que nadie se haga el listo.

Demetri suspiró con frustración.

– Al menos, discutamos esto en un sitio más privado.

Seis hombres vestidos de rojo se unieron a la familia que seguía mirándonos con rostros llenos de aprensión. Yo era muy consciente de la postura defensiva que mantenía Edward delante de mí, y estaba segura de que era esto lo que causaba su alarma. Quería gritarles para que echaran a correr.

Los dientes de Edward se cerraron de forma audible.

– No.

Felix sonrió.

– Ya es suficiente.

La voz era aguda, atiplada y procedía de nuestra espalda.

Miré desde debajo del otro brazo de Edward para contemplar la llegada de otra forma pequeña y oscura hasta nuestra posición. El contorno impreciso y vaporoso de su silueta me indicó que era otro de ellos, pero ¿quién?

Al principio, pensé que era un niño. El recién llegado era diminuto como Alice, con un cabello castaño claro lacio y corto. El cuerpo bajo la capa -que era más oscura, casi negra-, se adivinaba esbelto y andrógino. Sin embargo, el rostro era demasiado hermoso para ser el de un chico. Los ojos grandes y los labios carnosos habrían hecho parecer una gárgola a un ángel de Botticelli, incluso a pesar de las pupilas de un apagado color carmesí.

Me dejó perpleja cómo reaccionaron todos ante su aparición a pesar de su tamaño insignificante. Felix y Demetri se relajaron de inmediato y abandonaron sus posiciones ofensivas para fundirse de nuevo con las sombras de los muros circundantes.

Edward dejó caer los brazos y también relajó la postura, pero admitiendo su derrota.

– Jane -suspiró resignado al reconocerla.

Alice se cruzó de brazos y mantuvo una expresión impasible.

– Seguidme -habló Jane otra vez, con su voz monocorde e infantil. Nos dio la espalda y se movió silenciosamente hacia la oscuridad.

Felix nos hizo un gesto para que nosotros fuéramos primero, con una sonrisita de suficiencia.

Alice caminó enseguida detrás de la pequeña Jane. Edward me pasó el brazo por la cintura y me empujó para que fuera a su lado. El callejón se curvaba y estrechaba a medida que descendía. Levanté la mirada hacia Edward con un montón de frenéticas preguntas en mis ojos, pero él se limitó a sacudir la cabeza. No podía oír a los demás detrás de nosotros, pero estaba segura de que estaban ahí.

– Bien, Alice -dijo Edward en tono de conversación conforme andábamos-. Supongo que no debería sorprenderme verte aquí.

– Ha sido error mío -contestó Alice en el mismo tono-. Era mi responsabilidad haberlo hecho bien.

– ¿Qué ocurrió? -inquirió educadamente, como si apenas le interesara. Imaginé que esto iba destinado a los oídos atentos que nos seguían.

– Es una larga historia -los ojos de Alice se deslizaron sobre mí y se dirigieron hacia otro lado-. En pocas palabras, ella saltó de un acantilado, pero no pretendía suicidarse. Parece que últimamente a Bella le van los deportes de riesgo.

Enrojecí y miré al frente en busca de la sombra oscura, que apenas se podía ver ya. Imaginaba que ahora él estaría escuchando los pensamientos de Alice. Ahogamientos frustrados, vampiros al acecho, amigos licántropos…

– Mmm -dijo Edward con voz cortante. Su anterior tono despreocupado había desaparecido por completo.

Andábamos por un amplio recodo del callejón, que seguía cuesta abajo, por lo que no vi el final, terminado en chaflán, hasta que no llegamos a él y alcanzamos la pared de ladrillo lisa y sin ventanas. No se veía a la pequeña Jane por ninguna parte.

Alice no vaciló y continuó caminando hacia la pared a grandes zancadas. Entonces, con su gracia natural, se deslizó por un agujero abierto en la calle.

Parecía una alcantarilla, hundida en el lugar más bajo del pavimento. No la vi hasta que Alice desapareció por el hueco, aunque la rejilla estaba retirada a un lado, descubriéndolo hasta la mitad. El agujero era pequeño y muy oscuro.

Me planté.

– Todo va bien, Bella -me dijo Edward en voz baja-. Alice te recogerá.

Miré el orificio, dubitativa. Me imaginé que él habría entrado el primero si Felix y Demetri no hubieran estado esperando, pagados de sí mismos y silenciosos, detrás de nosotros.

Me agaché y deslicé las piernas por el estrecho espacio.

– ¿Alice? -susurré con voz temblorosa.

– Estoy aquí debajo, Bella -me aseguró. Su voz parecía provenir de muy abajo, demasiado abajo para que yo me sintiera bien.

Edward me tomó de las muñecas -sus manos me parecieron del tacto de la piedra en invierno- y me bajó hacia la oscuridad.

– ¿Preparada? -preguntó él.

– Suéltala -gritó Alice.

Impelida por el puro pánico, cerré firmemente los ojos para no ver la oscuridad y los labios para no gritar. Edward me dejó caer.

Fue rápido y silencioso. El aire se agitó a mi paso durante una fracción de segundo; después, se me escapó un jadeo y me acogieron los brazos de Alice, tan duros que estuve segura de que me saldrían cardenales. Me puso de pie.

El fondo de la alcantarilla estaba en penumbra, pero no a oscuras. La luz procedente del agujero de arriba suministraba un tenue resplandor que se reflejaba en la humedad de las piedras del suelo. La tenue claridad se desvaneció un segundo y Edward apareció a mi lado, con un resplandor suave. Me rodeó con el brazo, me sujetó con fuerza a su costado y comenzó a arrastrarme velozmente hacia delante. Envolví su cintura fría con los dos brazos y tropecé y trastabillé a lo largo del irregular camino de piedra. El sonido de la pesada rejilla cerrando la alcantarilla a nuestras espaldas se oyó con metálica rotundidad.

Pronto, la luz tenue de la calle se desvaneció en la penumbra. El sonido de mis pasos tambaleantes levantaba eco en el espacio negro; parecía amplio, aunque no estaba segura. No se oía otro sonido que el latido frenético de mi corazón y el de mis pies en las piedras mojadas, excepto una vez que se escuchó un suspiro de impaciencia desde algún lugar detrás de mí.

Edward me sujetó con fuerza. Alzó la mano libre para acariciarme la cara y deslizó su pulgar suave por el contorno de mis labios. Una y otra vez sentí su rostro sobre mi pelo. Me di cuenta de que quizás ésta sería la última vez que estaríamos juntos y me apreté aún más contra él.

Ahora parecía como si él me quisiera, y eso bastaba para compensar el horror de aquel túnel y de los vampiros que rondaban a nuestras espaldas. Seguramente no era nada más que la culpa, la misma culpa que le había hecho venir hasta aquí para morir, cuando pensó que me había suicidado por él, pero el motivo no me importó cuando sentí cómo sus labios presionaban silenciosamente mi frente. Al menos podría volver a estar con él antes de perder la vida. Eso era mucho mejor que una larga existencia. Hubiera deseado preguntarle qué iba a suceder ahora. Ardía en deseos de saber cómo íbamos a morir, como si saberlo con antelación mejorara la situación de alguna manera; pero, rodeados como estábamos, no podía hablar, ni siquiera en susurros. Los otros podrían escucharlo todo, como oían cada una de mis inspiraciones y de los latidos de mi corazón.