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»Era obvio que al agonizante Edward le quedaban unas pocas horas de vida, y junto a él yacía su madre, cuyo rostro no conocía la paz ni siquiera en la muerte, al menos no del todo…

Carlisle rememoró la escena completa; conservaba muy nítidos los recuerdos a pesar del siglo transcurrido. Yo lo veía con idéntica claridad a medida que él hablaba: la atmósfera desesperada del hospital, la omnipresencia de la muerte, la fiebre que consumía a Edward mientras se le escapaba la vida con cada tictac del reloj… Volví a estremecerme y me esforcé en desechar la imagen de mi mente.

– Las palabras de Elizabeth aún resonaban en mi cabeza. ¿Cómo podía adivinar lo que yo podía hacer? ¿Querría alguien realmente una cosa así para su hijo?

»Miré a Edward, que conservaba la hermosura a pesar de la gravedad de su enfermedad. Había algo puro y bondadoso en su rostro. Era la clase de rostro que me hubiera gustado que tuviera mi hijo…

«Después de todos aquellos años de indecisión, actué por puro impulso. Llevé primero el cuerpo de la madre a la morgue; luego, volví a recogerle a él. Nadie se dio cuenta de que aún respiraba. No había manos ni ojos suficientes para estar ni la mitad de pendientes de lo que necesitaban los pacientes. La morgue estaba vacía, de vivos, al menos. Le saqué por la puerta trasera y le llevé por los tejados hasta mi casa.

»No estaba seguro de qué debía hacer. Opté por imitar las mismas heridas que yo había recibido hacía ya tantos siglos en Londres. Después, me sentí mal por eso. Resultó más doloroso y prolongado de lo necesario.

»A pesar de todo, no me sentí culpable. Nunca me he arrepentido de haber salvado a Edward -volvió al presente. Sacudió la cabeza y me sonrió-. Supongo que ahora debo llevarte a casa.

– Yo lo haré -intervino Edward, que entró en el salón en penumbra y se acercó despacio hacia mí. Su rostro estaba en calma, impasible, pero había algo raro en sus ojos, algo que intentaba esconder con todo su empeño. Sentí un incómodo espasmo en el estómago.

– Carlisle me puede llevar -contesté. Me miré la blusa; la tela de algodón azul claro estaba moteada con manchas de sangre. El hombro derecho lo tenía cubierto con una capa espesa de una especie de glaseado rosa.

– Estoy bien -repuso con voz inexpresiva-. En cualquier caso, debes cambiarte de ropa si no quieres que a Charlie le dé un ataque al verte con esas pintas. Le diré a Alice que te preste algo.

Salió a grandes zancadas otra vez por la puerta de la cocina.

Miré a Carlisle con ansiedad.

– Está muy disgustado.

– Sí -coincidió Carlisle-. Esta noche ha ocurrido precisamente lo que más teme, que te veas en peligro debido a lo que somos.

– No es culpa suya.

– Tampoco tuya.

Desvié la mirada de sus ojos sabios y hermosos. No podía estar de acuerdo con eso.

Carlisle me ofreció la mano para ayudarme a levantar de la mesa. Le seguí hacia la habitación principal. Esme había regresado y se había puesto a limpiar con lejía la parte del suelo donde yo me había caído para eliminar el olor.

– Esme, déjame que lo haga -pude sentir que enrojecía otra vez.

– Ya casi he terminado -me sonrió-. ¿Qué tal estás?

– Estoy bien -le aseguré-. Carlisle cose mucho más deprisa que cualquier otro doctor de los que conozco.

Ambas reímos entre dientes.

Alice y Edward entraron por la puerta trasera. Alice se apresuró a acudir a mi lado, pero Edward se rezagó, con una expresión indescifrable.

– Venga, vamos -me dijo-. Te daré algo menos macabro para que te lo pongas.

Encontró una blusa de Esme de un color muy parecido a la mía. Estaba segura de que Charlie no se daría cuenta. El largo vendaje blanco del brazo no parecía ni la mitad de serio una vez que dejé de estar salpicada de sangre. Charlie ya nunca se sorprendía de verme vendada.

– Alice -susurré cuando ella se dirigió hacia la puerta.

– ¿Sí?

Ella mantuvo el tono de voz bajo también y me miró con curiosidad, con la cabeza inclinada hacia un lado.

– ¿Hasta qué punto ha sido malo?

No podía estar segura de que mis susurros fueran un esfuerzo baldío, ya que aunque estábamos en la parte de arriba de las escaleras, con la puerta cerrada, a lo mejor él podía oírlo igualmente.

Su rostro se tensó.

– Aún no estoy segura.

– ¿Cómo está Jasper?

Ella suspiró.

– No se siente muy orgulloso de sí mismo. Todo esto supone un gran reto para él, y odia sentirse débil.

– No es culpa suya. Dile que no estoy enfadada con él, en absoluto, ¿se lo dirás?

– Claro.

Edward me esperaba en la puerta principal. La abrió -sin despegar los labios- en cuanto llegué al pie de la escalera.

– ¡No te dejes olvidados los regalos! -gritó Alice mientras me acercaba a él con cautela. Ella recogió los dos paquetes, uno a medio abrir, y la cámara de debajo del piano, y los empujó todos contra mi brazo bueno-. Ya me darás las gracias luego, cuando los abras.

Esme y Carlisle se despidieron con un tranquilo «buenas noches». Advertí las miradas furtivas que dirigían a la expresión impasible de su hijo, igual que las mías.

Fue un alivio salir afuera. Me apresuré a dejar atrás los farolillos y las rosas, ahora recuerdos incómodos. Edward se adaptó a mi ritmo sin decir ni una palabra. Me abrió la puerta del copiloto y subí sin quejarme.

Había un gran lazo rojo en torno al nuevo aparato estéreo del salpicadero. Quité el lazo y lo arrojé al suelo. Edward se sentó al volante mientras lo escondía debajo de mi asiento.

No me miró ni a mí ni al estéreo. Ninguno de los dos lo encendimos, y el silencio se vio intensificado por el repentino estruendo del motor. Condujo con demasiada rapidez por el sinuoso camino.

El silencio me estaba volviendo loca.

– Di algo -supliqué al fin, cuando enfilaba hacia la carretera.

– ¿Qué quieres que diga? -preguntó con indiferencia.

Me acobardé ante su tono distante.

– Dime que me perdonas.

Esto hizo que su rostro se agitara con una chispa de vida, una chispa de ira.

– ¿Perdonarte? ¿Por qué?

– Nada de esto hubiera ocurrido si hubiera tenido más cuidado.

– Bella, te has cortado con un papel. No es como para merecer la pena de muerte.

– Sigue siendo culpa mía.

Mis palabras demolieron la barrera que contenía sus emociones.

– ¿Culpa tuya? ¿Qué hubiera sido lo peor que te hubiera podido pasar de haberte cortado en la casa de Mike Newton, con tus amigas humanas, Angela y Jessica? Si hubieras tropezado y te hubieras caído sobre una pila de platos de cristal sin que nadie te hubiera empujado, ¿qué es lo peor que te hubiera podido pasar? ¿Manchar de sangre los asientos del coche mientras te llevaban a urgencias? Mike Newton te hubiera tomado la mano mientras te cosían sin tener que combatir contra el ansia de matarte todo el tiempo que hubieras permanecido allí. No intentes culparte por nada de esto, Bella. Sólo conseguirás que todavía me sienta más disgustado.

– ¿Cómo es que ha entrado Mike Newton en esta conversación? -inquirí.

– Mike Newton ha aparecido en esta conversación porque, maldita sea, él te hubiera convenido mucho más que yo -gruñó.

– Preferiría morir antes que terminar con Mike Newton -protesté-. Preferiría morir antes que estar con otro que no fueras tú.

– No te pongas melodramática, por favor.

– Vale; entonces, no seas ridículo.

No me contestó. Miró a través del cristal delantero con una expresión furibunda.

Me estrujé las meninges en busca de alguna forma de salvar la noche, pero todavía no se me había ocurrido nada cuando aparcamos delante de mi casa.

Apagó el motor, sin apartar las manos que apretaban de forma crispada el volante.

– ¿Te quedarás esta noche? -le pregunté.

– Debería irme a casa.