El camino que pisábamos continuó descendiendo, introduciéndonos cada vez más en la profundidad de la tierra y esto me hizo sentir claustrofobia. Sólo la mano de Edward, que me acariciaba el rostro, impedía que me pusiera a gritar.
No sabía de dónde procedía la luz, pero lentamente el negro fue transformándose en gris oscuro. Nos encontrábamos en un túnel bajo, con arcos. Las piedras cenicientas supuraban largas hileras de humedad del color del ébano, como si estuvieran sangrando tinta.
Estaba temblando, y pensé que era de miedo. No me di cuenta de que tiritaba de frío hasta que empezaron a castañetearme los dientes. Tenía las ropas mojadas todavía y la temperatura debajo de la ciudad era tan glacial como la piel de Edward.
Él se dio cuenta de esto al mismo tiempo que yo y me soltó, sujetándome sólo de la mano.
– N-n-no -tartamudeé, rodeándole de nuevo con los brazos. No me importaba si me congelaba. ¿Quién sabía cuánto tiempo nos quedaba?
Su mano fría se deslizó repetidas veces por mi piel en un intento de calentarme con la fricción.
Nos apresuramos a través del túnel, o al menos a mí así me lo pareció. Mi lento avance irritaba a alguien, supuse que a Felix, y le oí suspirar una y otra vez.
Al final del túnel había otra reja cuyas barras de hierro estaban enmohecidas, pero eran tan gruesas como mi brazo. Había abierta una pequeña puerta de barras entrelazadas más finas. Edward agachó la cabeza para pasar y cruzó rápidamente a una habitación más grande e iluminada. La reja se cerró de golpe con estrépito, seguido del chasquido de un cerrojo. Tenía demasiado miedo para mirar a mis espaldas.
Al otro lado de la gran habitación había una puerta de madera pesada y de escasa altura. Era muy gruesa, pude comprobarlo porque también estaba abierta.
Atravesamos la puerta y miré a mi alrededor sorprendida, relajándome inmediatamente. A mi lado, Edward se tensó y apretó con fuerza la mandíbula.
El veredicto
Nos hallábamos en un corredor de apariencia normal e intensamente iluminado. Las paredes eran de color hueso y el suelo estaba cubierto por alfombras de un gris artificial. Unas luces fluorescentes rectangulares de aspecto corriente jalonaban con regularidad el techo. Agradecí mucho que allí hiciera más calor. Aquel pasillo resultaba muy acogedor después de la penumbra de las siniestras alcantarillas de piedra.
Edward no parecía estar de acuerdo con mi valoración. Lanzó una mirada fulminante y sombría hacia la menuda figura envuelta por un velo de oscuridad que permanecía al final del largo corredor, junto al ascensor.
Tiró de mí para hacerme avanzar y Alice caminó junto a mí, al otro lado. La puerta gruesa crujió al cerrarse de un portazo detrás de nosotros, y luego se oyó el ruido sordo de un cerrojo que se deslizaba de vuelta a su posición.
Jane nos esperaba en el ascensor con gesto de indiferencia e impedía con una mano que se cerrasen las puertas.
Los tres vampiros de la familia de los Vulturis se relajaron más cuando estuvimos dentro del ascensor. Echaron hacia atrás las capas y dejaron que las capuchas cayeran. Felix y Demetri eran de tez ligeramente olivácea, lo que, combinado con su palidez terrosa, les confería una extraña apariencia. Felix tenía el pelo muy corto, mientras que a Demetri le caía en cascada sobre los hombros. El iris de ambos era de un color carmesí intenso que se iba oscureciendo de forma progresiva hasta acercarse a la pupila. Debajo de sus envolturas llevaban ropas modernas, blancas y anodinas. Me acurruqué en una esquina y me mantuve encogida junto a Edward, que me siguió acariciando el brazo con la mano, pero en ningún momento apartó la mirada de Jane.
El viaje en ascensor fue breve. Salimos a una zona que tenía pinta de ser una recepción bastante pija. Las paredes estaban revestidas de madera y los suelos enmoquetados con gruesas alfombras de color verde oscuro. Cuadros enormes de la campiña de la Toscana intensamente iluminados reemplazaban a las ventanas inexistentes. Habían agrupado de forma muy conveniente sofás de cuero de color claro y mesas relucientes encima de las cuales había jarrones de cristal llenos de ramilletes de colores vívidos. El olor de las flores me recordó al de una casa de pompas fúnebres.
Había un mostrador alto de caoba pulida en el centro de la habitación. Miré atónita a la mujer que había detrás.
Era alta, de tez oscura y ojos verdes. Hubiera sido muy hermosa en cualquier otra compañía, pero no allí, ya que era tan humana de los pies a la cabeza como yo. No comprendía qué pintaba allí una mujer, rodeada de vampiros y a sus anchas.
Esbozó una amable sonrisa de bienvenida.
– Buenas tardes, Jane -dijo.
Su rostro no denotó sorpresa alguna cuando echó un vistazo a los acompañantes de Jane, ni a Edward, cuyo pecho desnudo centelleaba tenuemente con destellos blancos, ni siquiera a mí, con el pelo alborotado y de aspecto horrendo en comparación con los demás.
Jane asintió.
– Gianna.
Luego prosiguió hacia un conjunto de puertas de doble hoja situado en la parte posterior de la habitación, y la seguimos.
Felix le guiñó el ojo a Gianna al pasar junto al escritorio y ella soltó una risita tonta.
Nos aguardaba otro tipo de recepción muy diferente al otro lado de las puertas de madera. El joven pálido de traje gris perla podía haber pasado por el gemelo de Jane. Tenía el pelo más oscuro y los labios no eran tan carnosos, pero resultaba igual de encantador. Se acercó a nuestro encuentro, sonrió y le tendió la mano a ella.
– Jane…
– Alec -repuso ella mientras abrazaba al joven. Intercambiaron sendos besos en las mejillas y luego nos miraron a nosotros.
– Te enviaron en busca de uno y vuelves con dos… y medio -rectificó al reparar en mí-. Buen trabajo.
Ella rompió a reír. El sonido era chispeante de puro gozo, similar al arrullo de un bebé.
– Bienvenido de nuevo, Edward -le saludó Alec-. Pareces de mucho mejor humor.
– Ligeramente -admitió Edward con voz monocorde.
Contemplé de refilón el rostro severo de Edward y me pregunté si antes podía haber estado de peor humor. Alec rió entre dientes mientras yo me pegaba a su lado.
– ¿Y ésta es la causante de todo el problema? -preguntó con incredulidad.
Edward se limitó a sonreír con expresión desdeñosa. Después, se le heló la sonrisa en los labios.
– ¡Me la pido primero! -intervino Felix con suma tranquilidad desde detrás.
Edward se revolvió mientras en lo más profundo de su pecho resonaba un gruñido tenue. Felix sonrió. Su mano estaba levantada, con la palma hacia arriba. Curvó sus dedos dos veces, invitando a Edward a iniciar una pelea.
Alice rozó el brazo de Edward.
– Paciencia -le advirtió.
Intercambiaron una larga mirada y yo deseé poder oír lo que ella le estaba diciendo. Supuse que era todo lo que podían hacer sin atacar a Felix, ya que luego respiró hondo y se volvió hacia Alec, que, como si no hubiera pasado nada, dijo:
– Aro se alegrará de volver a verte.
– No le hagamos esperar -sugirió Jane.
Edward asintió una vez.
Alec y Jane se tomaron de la mano y abrieron el camino por otro corredor amplio y ornamentado… ¿Se acabarían alguna vez?
Ignoraron las puertas del fondo -totalmente revestidas de oro- y se detuvieron a mitad del pasillo para desplazar uno de los paneles y poner al descubierto una sencilla puerta de madera que no estaba cerrada con llave. Alec la mantuvo abierta para que la cruzara Jane.
Quise protestar cuando Edward me «ayudó» a pasar al otro lado de la puerta. Se trataba de un lugar con la misma piedra antigua de la plaza, el callejón y las alcantarillas. Todo estaba frío y oscuro otra vez.