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La antecámara de piedra no era grande. Enseguida desembocaba en una estancia enorme, tenebrosa -aunque más iluminada- y totalmente redonda, como la torreta de un gran castillo, que es lo que debía de ser con toda probabilidad. A dos niveles del suelo, las rendijas de un ventanal proyectaban en el piso de piedra haces de luminosidad diurna que dibujaban rectángulos de líneas finas. No había luz artificial. El único mobiliario de la habitación consistía en varios sitiales de madera maciza similares a tronos; estaban colocados de forma dispar, adaptándose a la curvatura de los muros de piedra. Había otro sumidero en el mismo centro del círculo, dentro de una zona ligeramente más baja. Me pregunté si lo usaban como salida, igual que el agujero de la calle.

La habitación no se encontraba vacía. Había un puñado de personas enfrascadas en lo que parecía una conversación informal. Hablaban en voz baja y con calma, originando un murmullo que parecía un zumbido flotando en el aire. Un par de mujeres pálidas vestidas con ropa de verano se detuvieron en una de las zonas iluminadas mientras las estaba observando, y su piel, como si fuera un prisma, arrojó un chisporroteo multicolor sobre las paredes de color siena.

Todos aquellos rostros agraciados se volvieron hacia nuestro grupo en cuanto entramos en la habitación. La mayoría de los inmortales vestía pantalones y camisas que no llamaban la atención, prendas que no hubieran desentonado ahí fuera, en las calles, pero el hombre que habló primero lucía una larga túnica oscura como boca de lobo que llegaba hasta el suelo. Por un momento, llegué a creer que su melena de color negro azabache era la capucha de su capa.

– ¡Jane, querida, has vuelto! -gritó con evidente alegría. Su voz era apenas un tenue suspiro.

Avanzó con tal ligereza de movimientos y tanta gracilidad que me quedé embobada, con la boca abierta. No se podía comparar ni siquiera con Alice, cuyos movimientos parecían los de una bailarina.

Mi asombro fue aún mayor cuando flotó cerca de mí y le pude ver la cara. No se parecía a los rostros anormalmente atractivos que le rodeaban -el grupo entero se congregó a su alrededor cuando se aproximó; unos iban detrás, otros le precedían con la atención característica de los escoltas-. Tampoco fui capaz de determinar si su rostro era o no hermoso. Supuse que las facciones eran perfectas, pero se parecía tan poco a los vampiros que se alinearon detrás de él como ellos se asemejaban a mí. La piel era de un blanco traslúcido, similar al papel cebolla, y parecía muy delicada, lo cual contrastaba con la larga melena negra que le enmarcaba el rostro. Sentí el extraño y horripilante impulso de tocarle la mejilla para averiguar si su piel era más suave que la de Edward o la de Alice, o si su tacto se parecía al del polvo o al de la tiza. Tenía los ojos rojos, como los de quienes le rodeaban, pero turbios y empañados. Me pregunté si eso afectaría a su visión.

Se deslizó junto a Jane y le tomó el rostro entre las manos apergaminadas. La besó suavemente en sus labios carnosos y luego levitó un paso hacia atrás.

– Sí, maestro -Jane sonrió. Sus facciones parecieron las de una joven angelical-. Le he traído de regreso y con vida, como deseabas.

– Ay, Jane. ¡Cuánto me conforta tenerte a mi lado! -él sonrió también.

A continuación nos miró a nosotros y la sonrisa centelleó hasta convertirse en un gesto de euforia.

– ¡Y también has traído a Alice y Bella! -se regocijó y unió sus manos finas al dar una palmada-. ¡Qué agradable sorpresa! ¡Maravilloso!

Le miré fijamente, muy sorprendida de que pronunciara nuestros nombres de manera informal, como si fuéramos viejos conocidos que se habían dejado caer por allí en una visita sorpresa.

Se volvió a nuestro descomunal escolta.

– Felix, sé bueno y avisa a mis hermanos de quiénes están aquí. Estoy seguro de que no se lo van a querer perder.

– Sí, maestro -asintió Felix, que desapareció por el camino por el que había venido.

– ¿Lo ves, Edward? -el extraño vampiro se volvió y le sonrió como si fuera un abuelo venerable que estuviera soltando una reprimenda a su nieto-. ¿Qué te dije yo? ¿No te alegras de que te hayamos denegado tu petición de ayer?

– Sí, Aro, lo celebro -admitió mientras apretaba con más fuerza el brazo con el que rodeaba mi cintura.

– Me encantan los finales felices. Son tan escasos -Aro suspiró-. Eso sí, quiero que me contéis toda la historia. ¿Cómo ha sucedido esto, Alice? -volvió hacia ella los ojos empañados y llenos de curiosidad-. Tu hermano parecía creer que eras infalible, pero al parecer cometiste un error.

– No, no, no soy infalible ni por asomo -mostró una sonrisa deslumbrante. Parecía estar en su salsa, excepto por el hecho de que apretaba con fuerza los puños-. Como habéis podido comprobar hoy, a menudo causo más problemas de los que soluciono.

– Eres demasiado modesta -la reprendió Aro-. He contemplado alguna de tus hazañas más sorprendentes y he de admitir que no había visto a nadie con un don como el tuyo. ¡Maravilloso!

Alice lanzó una breve mirada a Edward que no pasó desapercibida para Aro.

– Lo siento. No nos han presentado como es debido, ¿verdad? Es sólo que siento como si ya te conociera y tiendo a precipitarme. Tu hermano nos presentó ayer de una forma… peculiar. Ya ves, comparto un poco del talento de Edward, sólo que de forma más limitada que la suya. Aro habló con tono envidioso mientras agitaba la cabeza.

– Pero exponencialmente es mucho más poderoso -agregó Edward con tono seco. Miró a Alice mientras le explicaba de forma sucinta-: Aro necesita del contacto físico para «oír» tus pensamientos, pero llega mucho más lejos que yo. Como sabes, sólo soy capaz de conocer lo que pasa por la cabeza de alguien en un momento dado, pero Aro «oye» cualquier pensamiento que esa persona haya podido tener.

Alice enarcó sus delicadas cejas y Edward agachó la cabeza.

Aro también se percató de ese gesto.

– Pero ser capaz de oír a lo lejos… -Aro suspiró al tiempo que hacía un gesto hacia ellos dos, haciendo referencia al intercambio de pensamientos que acababa de producirse-. ¡Eso sí que sería práctico!

Aro miró más allá de las figuras de Edward y Alice. Todos los demás se volvieron en la misma dirección, incluso Jane, Alec y Demetri, que permanecían en silencio detrás de nosotros tres.

Fui la más lenta en volverme. Felix había regresado y detrás de él, envueltos en túnicas negras, flotaban otros dos hombres. Sus rostros tenían también esa piel parecida al papel cebolla.

El trío representado por el cuadro de Carlisle estaba completo, y sus integrantes no habían cambiado durante los trescientos años posteriores a la pintura del lienzo.

– ¡Marco, Cayo, mirad! -canturreó Aro-. Después de todo, Bella sigue viva y Alice se encuentra con ella. ¿No es maravilloso?

A juzgar por el aspecto de sus rostros, ninguno de los dos interpelados hubiera elegido como primera opción el adjetivo «maravilloso». El hombre de pelo negro parecía terriblemente aburrido, como si hubiera presenciado demasiadas veces el entusiasmo de Aro a lo largo de tantos milenios. Debajo de una melena tan blanca como la nieve, el otro puso cara de pocos amigos.

El desinterés de ambos no refrenó el júbilo de Aro, que casi cantaba con voz liviana:

– Conozcamos la historia.

El antiguo vampiro de pelo blanco flotó y fue a la deriva hasta sentarse en uno de los tronos de madera. El otro se detuvo junto a Aro y le tendió la mano. Al principio, creía que lo hacía para que Aro se la tomara, pero se limitó a tocar la palma de la mano durante unos instantes y luego dejó caer la suya a un costado. Aro enarcó una de sus cejas, de color marrón oscuro. Me pregunté si su piel apergaminada no se arrugaría a causa del esfuerzo.

Edward resopló sin hacer ruido y Alice le miró con curiosidad.

– Gracias, Marco -dijo Aro-. Esto es muy interesante.