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Aro parecía convencido. ¿Acaso no comprendía lo subjetivas que eran las visiones de Alice, que lo que veía sobre mi transformación hoy podía cambiar mañana? Un millón de ínfimas decisiones, las de Alice y otros muchos -también las de Edward- podían cambiar su camino y, con eso, el futuro.

¿Importaba que ella estuviera realmente dispuesta? ¿Supondría alguna diferencia que yo me convirtiera en vampiro si la idea resultaba tan repulsiva a Edward que consideraba la muerte como una alternativa mejor que tenerme a su lado para siempre, como una molestia inmortal? Aterrada como estaba, sentí que me hundía en el abatimiento, que me ahogaba en él…

– En tal caso, ¿somos libres de irnos ahora? -preguntó Edward sin alterar la voz.

– Sí, sí -contestó Aro en tono agradable-, pero, por favor, visitadnos de nuevo. ¡Ha sido absolutamente apasionante!

– Nosotros también os visitaremos para cerciorarnos de que la habéis transformado en uno de los nuestros -prometió Cayo, que de pronto tenía los ojos entrecerrados como la mirada soñolienta de un lagarto con pesados párpados-. Si yo estuviera en vuestro lugar, no lo demoraría demasiado. No ofrecemos segundas oportunidades.

La mandíbula de Edward se tensó, pero asintió una sola vez.

Cayo esbozó una sonrisita de suficiencia y se deslizó hacia donde Marco permanecía sentado, inmóvil e indiferente.

Felix gimió.

– Ah, Felix, paciencia -Aro sonrió divertido-. Heidi estará aquí de un momento a otro.

– Mmm -la voz de Edward tenía un tono incisivo-. En tal caso, quizá convendría que nos marcháramos cuanto antes.

– Sí -coincidió Aro-. Es una buena idea. Los accidentes ocurren. Por favor, si no os importa, esperad abajo hasta que se haga de noche.

– Por supuesto -aceptó Edward mientras yo me acongojaba ante la perspectiva de esperar al final del día antes de poder escapar.

– Y toma -agregó Aro, dirigiéndose a Felix con un dedo. Éste avanzó de inmediato. Aro desabrochó la capa gris que llevaba el enorme vampiro, se la quitó de los hombros y se la lanzó a Edward-. Llévate ésta. Llamas un poco la atención.

Edward se puso la carga capa, pero no se subió la capucha.

Aro suspiró. -Te sienta bien.

Edward rió entre dientes, pero después de lanzar una mirada hacia atrás, calló repentinamente.

– Gracias, Aro. Esperaremos abajo.

– Adiós, mis jóvenes amigos -contestó Aro, a quien le centellearon los ojos cuando miró en la misma dirección.

– Vámonos -nos instó Edward con apremio.

Demetri nos indicó mediante gestos que le siguiéramos, y nos fuimos por donde habíamos venido, que, a juzgar por las apariencias, debía de ser la única salida.

Edward me arrastró a su lado enseguida. Alice se situó al otro costado con gesto severo.

– Tendríamos que haber salido antes -murmuró.

Alcé los ojos para mirarla, pero sólo parecía disgustada. Fue entonces cuando distinguí el murmullo de voces -voces ásperas y enérgicas- procedentes de la antecámara.

– Vaya, esto es inusual -dijo un hombre con voz resonante.

– Y tan medieval -respondió efusivamente una voz femenina desagradable y estridente.

Un gentío estaba cruzando la portezuela hasta atestar la pequeña estancia de piedra. Demetri nos indicó mediante señas que dejáramos paso. Pegamos la espalda contra el muro helado para permitirles cruzar.

La pareja que encabezaba el grupo, americanos a juzgar por el acento, miraban a su alrededor y evaluaban cuanto veían. Otros estudiaban el marco como simples turistas. Unos pocos tomaron fotografías. Los demás parecían desconcertados, como si la historia que les hubiera conducido hasta aquella habitación hubiera dejado de tener sentido. Me fijé en una mujer menuda de tez oscura. Llevaba un rosario alrededor del cuello y sujetaba con fuerza la cruz que llevaba en la mano. Caminaba más despacio que los demás. De vez en cuando tocaba a alguien y le preguntaba algo en un idioma desconocido. Nadie parecía comprenderla y el pánico de su voz aumentaba sin cesar.

Edward me atrajo y puso mi rostro contra su pecho, pero ya era tarde. Lo había comprendido.

Me arrastró a toda prisa en dirección a la puerta en cuanto hubo el más mínimo resquicio. Yo noté la expresión horrorizada de mis facciones y cómo los ojos se me iban llenando de lágrimas.

La ampulosa entrada estaba en silencio a excepción de una mujer guapísima de figura escultural. Nos miró con curiosidad, sobre todo a mí.

– Bienvenida a casa, Heidi -la saludó Demetri a nuestras espaldas.

Ella sonrió con aire ausente. Me recordó a Rosalie, aunque no se parecieran en nada, porque también poseía una belleza excepcional e inolvidable. No era capaz de quitarle los ojos de encima.

Heidi vestía para realzar su belleza. La más pequeña de las minifaldas dejaba al descubierto unas piernas sorprendentemente esbeltas, cuya piel blanca quedaba oscurecida por las medias. Llevaba un top de mangas largas y cuello alto, pero extremadamente ceñido al cuerpo, de vinilo rojo. Su melena de color caoba era lustrosa y tenía en los ojos una tonalidad violeta muy extraña, el color que podría resultar al poner unas lentes de contacto azules sobre una pupila de color rojo.

– Demetri -respondió con voz sedosa mientras sus ojos iban de mi rostro a la capa gris de Edward.

– Buena pesca -la felicitó el aludido, y de pronto comprendí la finalidad del llamativo atuendo que lucía. No sólo era la pescadora, sino también el cebo.

– Gracias -exhibió una sonrisa apabullante-. ¿No vienes?

– En un minuto. Guárdame algunos.

Heidi asintió y se agachó para atravesar la puerta después de dirigirme una última mirada de curiosidad.

Edward marcó un paso que me obligaba a ir corriendo para no rezagarme, pero a pesar de todo no pudimos cruzar la ornamentada puerta que había al final del corredor antes de que comenzaran los gritos.

La huida

Demetri nos condujo hasta la lujosa y alegre área de recepción. Gianna, la mujer, seguía en su puesto detrás del mostrador de caoba pulida. Unos altavoces ocultos llenaban la habitación con las notas nítidas de una pieza inocente.

– No os vayáis hasta que oscurezca -nos previno Demetri.

Edward asintió con la cabeza y él se marchó precipitadamente poco después.

Gianna observó la capa prestada de Edward con gesto astuto y especulativo. El cambio no pareció sorprenderle nada.

– ¿Os encontráis bien las dos? -preguntó Edward entre dientes lo bastante bajo para que no pudiera captarlo la recepcionista. Su voz sonaba ruda, si es que el terciopelo puede serlo, a causa de la ansiedad. Supuse que seguía tenso por la situación.

– Será mejor que la sientes antes de que se desplome -aconsejó Alice-. Va a caerse a pedazos.

Fue en ese momento cuando me di cuenta de que temblaba de la cabeza a los pies, temblaba tanto que todo mi cuerpo vibraba hasta que al fin me castañetearon los dientes, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor y se me nubló la vista. Durante un momento de delirio, me pregunté si era así como Jacob se sentía justo antes de transformarse en hombre lobo.

Escuché un sonido discordante, como si estuvieran aserrando algo, un contrapunto extraño a la música de fondo que, por contraste, parecía risueña. El temblor me distraía lo justo para impedirme determinar la procedencia.

– Silencio, Bella, calma -me pidió Edward conforme me guiaba hacia el sofá más alejado de la curiosa humana del mostrador.

– Creo que se está poniendo histérica. Quizá deberías darle una bofetada -sugirió Alice.

Edward le lanzó una mirada desesperada.

Entonces lo comprendí. Oh. El ruido era yo. El sonido similar al corte de una sierra eran los sollozos que salían de mi pecho. Eso era lo que me hacía temblar.