Eran buenas noticias.
– Ahora, sois libres para marcharos -anunció con un tono tan cálido que cualquiera hubiera pensado que éramos amigos de toda la vida-. Lo único que os pedimos es que no permanezcáis en la ciudad.
Edward no hizo amago de protestar; su voz era fría como el hielo.
– Eso no es problema.
Alec sonrió, asintió y desapareció de nuevo.
– Al doblar la esquina, sigan el pasillo a la derecha hasta llegar a los primeros ascensores -nos indicó Gianna mientras Edward me ayudaba a ponerme en pie-. El vestíbulo y las salidas a la calle están dos pisos más abajo. Adiós, entonces -añadió con amabilidad. Me pregunté si su competencia bastaría para salvarla.
Alice le lanzó una mirada sombría.
Me sentí aliviada al pensar que había otra salida al exterior; no estaba segura de poder soportar otro paseo por el subterráneo.
Salimos por un lujoso vestíbulo decorado con gran gusto. Fui la única que volvió la vista atrás para contemplar el castillo medieval que albergaba la elaborada tapadera. Sentí un gran alivio al no divisar la torrecilla desde allí.
Los festejos continuaban con todo su esplendor. Las farolas empezaban a encenderse mientras recorríamos a toda prisa las estrechas callejuelas adoquinadas. En lo alto, el cielo era de un gris mate que se iba desvaneciendo, pero la oscuridad era mayor en las calles dada la cercanía de los edificios entre sí.
También la fiesta se volvía más oscura. La capa larga que arrastraba Edward no llamaba ahora la atención del modo que lo habría hecho en una tarde normal en Volterra. Había otros que también llevaban capas de satén negro, y los colmillos de plástico que yo había visto llevar a los niños en la plaza parecían haberse vuelto muy populares entre los adultos.
– Ridículo -masculló Edward en una ocasión.
No me di cuenta del momento en que Alice desapareció de mi lado. Miré alrededor para hacerle una pregunta, pero ya se había ido.
– ¿Dónde está Alice? -susurré llena de pánico.
– Ha ido a recuperar vuestros bolsos de donde los escondió esta mañana.
Se me había olvidado que podría usar mi cepillo de dientes. Esto mejoró mi ánimo de forma considerable.
– Está robando otro coche, ¿no? -adiviné.
Me dedicó una gran sonrisa.
– No hasta que salgamos de Volterra.
Parecía que quedaba un camino muy largo hasta la entrada. Edward se dio cuenta de que me hallaba al límite de mis fuerzas; me pasó el brazo por la cintura y soportó la mayor parte de mi peso mientras andábamos.
Me estremecí cuando me guió a través de un arco de piedra oscura. Encima de nosotros había un enorme rastrillo antiguo. Parecía la puerta de una jaula a punto de caer delante de nosotros y dejarnos atrapados.
Me llevó hasta un coche oscuro que esperaba en un charco de sombras a la derecha de la puerta, con el motor en marcha. Para mi sorpresa, se deslizó en el asiento trasero conmigo y no insistió en conducir él.
Alice habló en son de disculpa.
– Lo siento -hizo un gesto vago hacia el salpicadero-. No había mucho donde escoger.
– Está muy bien, Alice -sonrió ampliamente-. No todo van a ser Turbos 911.
Ella suspiró.
– Voy a tener que comprarme uno de ésos legalmente. Era fabuloso.
– Te regalaré uno para Navidades -le prometió Edward.
Alice se dio la vuelta para dedicarle una sonrisa resplandeciente, lo que me preocupó, ya que había empezado a acelerar por la ladera oscura y llena de curvas.
– Amarillo -le dijo ella.
Edward me mantuvo abrazada con fuerza. Me sentía calentita y cómoda dentro de la capa gris. Más que cómoda.
– Ahora puedes dormirte, Bella -murmuró-, ya ha terminado todo.
Sabía que se estaba refiriendo al peligro, a la pesadilla en la vieja ciudad, pero yo tuve que tragar saliva con fuerza antes de poderle contestar.
– No quiero dormir. No estoy cansada.
Sólo la segunda parte era mentira. No estaba dispuesta a cerrar los ojos. El coche apenas estaba iluminado por los instrumentos de control del salpicadero, pero bastaba para que le viera el rostro.
Presionó los labios contra el hueco que había debajo de mi oreja.
– Inténtalo -me animó.
Yo sacudí la cabeza.
Suspiró.
– Sigues igual de cabezota.
Lo era. Luché para evitar que se cerraran mis pesados párpados y gané.
La carretera oscura fue el peor tramo; luego, las luces brillantes del aeropuerto de Florencia me ayudaron a seguir despierta, y también el hecho de poder cepillarme los dientes y ponerme ropa limpia; Alice le compró ropa nueva a Edward y dejó la capa oscura en un montón de basura en un callejón. El vuelo a Roma era tan corto que no hubo oportunidad de que me venciera la fatiga. Me hice a la idea de que el de Roma a Atlanta sería harina de otro costal de todas todas, por eso le pregunté a la azafata de vuelo si podía traerme una Coca-Cola.
– Bella… -me reconvino Edward, sabedor de mi poca tolerancia a la cafeína.
Alice viajaba en el asiento de atrás. Podía oírle murmurar algo a Jasper por el móvil.
– No quiero dormir -le recordé. Le di una excusa que resultaba creíble porque era cierta-. Veré cosas que no quiero ver si cierro ahora los ojos. Tendré pesadillas.
No discutió conmigo después de eso.
Podría haber sido un magnífico momento para charlar y obtener las respuestas que necesitaba. Las necesitaba, pero, en realidad, prefería no escucharlas. Me desesperaba simplemente el pensar lo que podría oír. Teníamos cierto tiempo por delante y él no podía escapar de mí en un avión, bueno, al menos, no con facilidad. Nadie podía escucharnos excepto Alice; era tarde y la mayoría de los pasajeros estaba apagando las luces y pidiendo almohadas en voz baja. Charlar podría haberme ayudado a luchar contra el agotamiento.
Pero, de forma perversa, me mordí la lengua para evitar el flujo de preguntas que me inundaban. Probablemente, me fallaba el razonamiento debido al cansancio extremo, pero esperaba comprar algunas horas más de su compañía y ganar otra noche más, al estilo de Sherezade, si posponía la discusión.
Así que conseguí mantenerme despierta a base de beber Coca-Cola y resistir incluso la necesidad de parpadear. Edward parecía estar perfectamente feliz teniéndome en sus brazos, con sus dedos recorriéndome el rostro una y otra vez. Yo también le toqué la cara. No podía parar, aunque temía que luego, cuando volviera a estar sola, eso me haría sufrir más. Continuó besándome el pelo, la frente, las muñecas… pero nunca los labios y eso estuvo bien. Después de todo, ¿de cuántas maneras se puede destrozar un corazón y esperar de él que continúe latiendo? En los últimos días había sobrevivido a un montón de cosas que deberían haber acabado conmigo, pero eso no me hacía sentirme más fuerte. Al contrario, me notaba tremendamente frágil, como si una sola palabra pudiera hacerme pedazos.
Edward no habló. Quizás albergaba la esperanza de que me durmiera. O quizá no tenía nada que decir.
Salí triunfante en la lucha contra mis párpados pesados. Estaba despierta cuando llegamos al aeropuerto de Atlanta e incluso vimos el sol comenzando a alzarse sobre la cubierta nubosa de Seattle antes de que Edward cerrara el estor de la ventanilla. Me sentí orgullosa de mí misma. No me había perdido ni un solo minuto.
Alice y Edward no se sorprendieron por la recepción que nos esperaba en el aeropuerto Sea-Tac, pero a mí me pilló con la guardia baja. Jasper fue el primero que divisé, aunque él no pareció verme a mí en absoluto. Sólo tenía ojos para Alice. Se acercó rápidamente a ella, aunque no se abrazaron como otras parejas que se habían encontrado allí. Se limitaron a mirarse a los ojos el uno al otro, y a pesar de todo, de algún modo, el momento fue tan íntimo que me hizo sentir la necesidad de mirar hacia otro lado.