Carlisle y Esme esperaban en una esquina tranquila lejos de la línea de los detectores de metales, a la sombra de un gran pilar. Esme se me acercó, abrazándome con fuerza y cierta dificultad, porque Edward aún mantenía sus brazos en torno a mí.
– ¡Cuánto te lo agradezco…! -me susurró al oído.
Después, se arrojó en brazos de Edward y parecía como si estuviera llorando a pesar de que no era posible.
– Nunca me hagas pasar por esto otra vez -casi le gruñó.
Edward le dedicó una enorme sonrisa, arrepentido.
– Lo siento, mamá.
– Gracias, Bella -me dijo Carlisle-. Estamos en deuda contigo.
– Para nada -murmuré. La noche en vela empezaba a pasarme factura. Sentía la cabeza desconectada del cuerpo.
– Está más muerta que viva -reprendió Esme a Edward-. Llévala a casa.
No sabía si era a casa adonde quería irme ahora; llegados a este punto, me tambaleé, medio ciega a través del aeropuerto, mientras Edward me sujetaba de un brazo y Esme por el otro.
No estaba segura de si Alice y Jasper nos seguían o no, y me sentía demasiado exhausta para mirar.
Creo que, aunque continuara andando, en realidad estaba dormida cuando llegamos al coche. La sorpresa de ver a Emmett y Rosalie apoyados contra el gran Sedán negro, bajo las luces tenues del aparcamiento, me recordó algo. Edward se envaró.
– No lo hagas -susurró Esme-. Ella lo ha pasado fatal.
– Qué menos -dijo Edward, sin hacer intento alguno de bajar la voz.
– No ha sido culpa suya -intervine yo, con la voz pastosa por el agotamiento.
– Déjala que se disculpe -suplicó Esme-. Nosotros iremos con Jasper y Alice.
Edward fulminó con la mirada a aquella vampira rubia, absurdamente hermosa, que nos esperaba.
– Por favor, Edward -le dije. No me apetecía viajar con Rosalie más que a él, pero yo había causado suficiente discordia ya en su familia.
Él suspiró y me empujó hacia el coche.
Emmett y Rosalie se deslizaron en los asientos delanteros sin decir una palabra, mientras Edward me acomodaba otra vez en la parte trasera. Sabía que no iba a conseguir mantener abiertos los párpados mucho más tiempo, así que dejé caer la cabeza contra su pecho, derrotada, y permití que se cerraran. Sentí que el coche revivía con un ronroneo.
– Edward -comenzó Rosalie.
– Ya sé -el tono brusco de Edward no era nada generoso.
– ¿Bella? -me preguntó con suavidad.
Mis párpados revolotearon abiertos de golpe. Era la primera vez que ella se dirigía a mí directamente.
– ¿Sí, Rosalie?-le pregunté, vacilante.
– Lo siento muchísimo, Bella. Me he sentido fatal con todo esto y te agradezco un montón que hayas tenido el valor de ir y salvar a mi hermano después de todo lo que hice. Por favor, dime que me perdonas.
Las palabras eran torpes, y sonaban forzadas por la vergüenza, pero parecían sinceras.
– Por supuesto, Rosalie -mascullé, aferrándome a cualquier oportunidad que la hiciera odiarme un poco menos-. No ha sido culpa tuya en absoluto. Fui yo la que saltó del maldito acantilado. Claro que te perdono.
El discurso me salió de una sensiblería bastante empalagosa.
– No vale hasta que recupere la conciencia, Rose -se burló Edward.
– Estoy consciente -repliqué; sólo que sonó como un suspiro incomprensible.
– Déjala dormir -insistió Edward, pero ahora su voz se volvió un poco más cálida.
Todo quedó en silencio, a excepción del suave ronroneo del motor. Debí de quedarme dormida, porque me pareció que sólo habían pasado unos segundos cuando la puerta se abrió y Edward me sacó del coche. No podía abrir los ojos. Al principio, pensé que todavía estábamos en el aeropuerto.
Y entonces escuché a Charlie.
– ¡Bella! -gritó a lo lejos.
– Charlie -murmuré, intentando sacudirme el sopor.
– Silencio -susurró Edward-. Todo va bien; estás en casa y a salvo. Duérmete ya.
– No me puedo creer que tengas la cara dura de aparecer por aquí -bramó Charlie, dirigiéndose a Edward. Su voz sonaba ahora más cercana.
– Déjalo, papá -gruñí, pero él no me escuchó.
– ¿Qué le ha pasado? -inquirió Charlie.
– Sólo está extenuada, Charlie -le tranquilizó Edward con serenidad-. Por favor, déjala descansar.
– ¡No me digas lo que tengo que hacer! -gritó Charlie-. ¡Dámela! ¡Y quítale las manos de encima!
Edward intentó trasladarme a los brazos de Charlie, pero yo me aferré a él usando mis tenaces dedos. Sentí cómo mi padre tiraba de mi brazo.
– Déjalo ya, papá -conseguí decir en voz más alta. Me las apañé para mantener los párpados abiertos y mirar a Charlie con los ojos legañosos-. Enfádate conmigo.
Estábamos en la puerta principal de mi casa, que permanecía abierta. La capa de nubes era demasiado espesa para determinar la hora.
– Puedes apostar a que sí -prometió Charlie-. Entra.
– Vale. Bájame -suspiré.
Edward me puso de pie. Sabía que estaba derecha, pero no sentía las piernas. Caminé con dificultad, hasta que la acera giró de pronto hacia mi rostro. Los brazos de Edward me atraparon antes de que me diera un buen trompazo contra el asfalto.
– Déjame sólo que la lleve a su cuarto -pidió Edward-. Después me marcharé.
– No -grité, llena de pánico. Todavía no había conseguido mis respuestas. Debía quedarse al menos hasta ese momento, ¿no?
– No estaré lejos -me prometió Edward, susurrándome tan bajo al oído que no había ni una posibilidad de que Charlie pudiera haberlo oído.
No escuché la respuesta de Charlie, pero Edward entró en la casa. Mis ojos sólo aguantaron abiertos hasta las escaleras. La última cosa que sentí fueron las manos frías de Edward mientras me soltaba los dedos, aferrados a su camisa.
La verdad
Me dio la sensación de haber dormido mucho tiempo. A pesar de eso, tenía el cuerpo agarrotado, como si no hubiera cambiado de postura ni una sola vez en todo ese tiempo. Me costaba pensar y estaba aturdida; dentro de mi cabeza revoloteaban aún perezosamente extraños sueños de colores -sueños y pesadillas-. Eran tan vividos… Unos horribles y otros divinos, todos entremezclados en un revoltijo estrafalario. Sentía a la vez una gran impaciencia y miedo, dos componentes fundamentales de ese tipo de sueño frustrante en el que no puedes mover los pies con suficiente rapidez… Y todo estaba lleno de monstruos y fieras de ojos rojos cuyos modales refinados les hacían aún más horrendos. El sueño permanecía nítido en mi mente, tanto, que incluso podía recordar sus nombres, pero lo más fuerte, lo que percibía con mayor precisión no era el horror. Era el ángel lo que veía con claridad.
Me resultó duro dejarle ir y despertarme. Este sueño no tendría que arrojarlo a ese sótano lleno de pesadillas que me negaba a revivir. Luché con eso mientras mi mente recuperaba el estado de alerta y se concentraba en la realidad. No recordaba en qué día de la semana nos encontrábamos, pero estaba segura de que me esperaban Jacob, el colegio, el trabajo o algo. Inspiré profundamente, preguntándome cómo podría enfrentarme a otro día más.
Algo frío tocó mi frente con el más suave de los roces.
Cerré los ojos con más fuerza todavía. Al parecer, pese a que lo sentía como algo anormalmente real, seguía soñando. Estaba tan cerca de despertarme… sólo un segundo más y todo habría desaparecido.
Pero en ese momento me di cuenta de que lo que palpaba parecía real, demasiado real para que fuera bueno para mí. Los imaginarios brazos pétreos que me envolvían resultaban demasiado consistentes. Me iba a arrepentir luego si dejaba que esto llegara aún más lejos. Suspiré resignada y abrí los párpados bruscamente para disipar la ilusión.