– ¡Oh! -jadeé y me froté los ojos con las manos.
Bien, sin duda había ido demasiado lejos; había sido un error permitir que mi imaginación se me fuera tanto de las manos. Vale, quizá «permitir» no era la palabra correcta. En realidad, era yo quien la había forzado demasiado, con tanto ir en pos de mis alucinaciones y ahora, en consecuencia, mi mente se había colapsado.
Me llevó menos de un segundo caer en la cuenta de que ya que ahora estaba loca de forma irremediable, al menos, podía aprovechar y disfrutar de las falsas ilusiones mientras éstas fueran agradables.
Abrí los ojos otra vez y Edward aún estaba allí, con su rostro perfecto a sólo unos cuantos centímetros del mío.
– ¿Te he asustado? -preguntó con ansiedad en voz baja.
Era una maravilla cómo funcionaban estas falsas ilusiones. El rostro, la voz, el olor, todo era mucho mejor que cuando estuve a punto de ahogarme. El hermoso producto de mi imaginación observaba mis cambiantes expresiones con alarma. Sus pupilas eran negras como el carbón y debajo tenía sombras púrpuras. Esto me sorprendió; por lo general, los Edwards de mis alucinaciones estaban mejor alimentados.
Parpadeé dos veces mientras hacía memoria con desesperación para determinar qué era lo último que podía recordar de cuya realidad estuviera segura. Alice formaba parte de mi sueño y me pregunté si, después de todo, había vuelto a Forks de verdad, o si eso sólo había sido el preámbulo de la fantasía. Luego, caí en la cuenta de que ella había regresado el día que estuve a punto de ahogarme…
– ¡Oh, mierda! -grazné con voz pastosa a causa del sueño.
– ¿Qué pasa, Bella?
Le fruncí el ceño, con tristeza. Su rostro mostraba todavía más ansiedad que antes.
– Estoy muerta, ¿no es cierto? -gemí-. Me ahogué de verdad. ¡Mierda, mierda, mierda! El disgusto va a matar a Charlie.
Edward también puso mala cara.
– No estás muerta.
– Entonces, ¿por qué no me despierto? -le reté, alzando las cejas.
– Estás despierta, Bella.
Sacudí la cabeza.
– Seguro, seguro. Eso es lo que tú quieres que yo piense, y entonces, cuando despierte, todo será peor; si me despierto, cosa que no va a ocurrir, porque estoy muerta. Esto es horrible. Pobre Charlie. Y Renée y Jake… -se me apagó la voz, horrorizada por lo que había hecho.
– Ya veo que me has confundido con una pesadilla -su sonrisa fugaz fue triste-. Lo que no me puedo imaginar es qué es lo que debes de haber hecho para terminar en el infierno. ¿Te has dedicado a cometer asesinatos en mi ausencia?
Le hice una mueca.
– Pues claro que no. Tú no podrías estar conmigo si yo estuviera en el infierno.
Él suspiró.
Se me empezaba a despejar la cabeza. Alejé la vista de su rostro a regañadientes y contemplé la ventana abierta a la oscuridad, y después otra vez a él. Conforme iba recordando detalles, un hormigueo empezó a subirme por la piel hasta llegar a los pómulos, donde noté un ligero y desconocido rubor, mientras lentamente me iba dando cuenta de que Edward estaba realmente conmigo, que se hallaba allí de verdad y que yo estaba perdiendo el tiempo haciendo el idiota.
– Entonces, ¿todo eso ha ocurrido de verdad?
Me resultaba imposible creer que mi sueño se había transmutado en una realidad. No podía retener esa idea en mi mente.
– Eso depende -la sonrisa de Edward todavía era dura-. Si te refieres a que casi nos masacran en Italia, entonces, sí.
– ¡Qué extraño! -musité-. He viajado a Italia de verdad. ¿A que no sabías que por el este nunca había pasado más allá de Alburquerque?
Puso los ojos en blanco.
– Quizá deberías dormirte otra vez. No dices más que tonterías.
– Ya no me siento cansada -todo se aclaraba por momentos-. ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
– Es la una de la madrugada. Así que, unas catorce horas.
Me estiré mientras él hablaba. Estaba muy agarrotada.
– ¿Y Charlie? -pregunté.
Edward torció el gesto.
– Duerme. Deberías saber que en este preciso momento me estoy saltando las reglas, aunque no técnicamente, claro, ya que él me dijo que no volviera a traspasar su puerta, y he entrado por la ventana… Pero bueno, al menos la intención era buena.
– ¿Charlie te ha echado de casa? -inquirí, mientras la incredulidad se me iba convirtiendo en furia.
Sus ojos estaban tristes.
– ¿Acaso esperabas otra cosa?
Se me puso una expresión enloquecida en la mirada. Iba a tener unas cuantas palabritas con mi padre; quizás era un buen momento para recordarle que ya era mayor de edad. En realidad, eso no importaba mucho, pero era una cuestión de principios. La prohibición dejaría de tener sentido dentro de poco. Volví mis pensamientos hacia vías menos dolorosas.
– ¿Cuál es la historia? -le pregunté con auténtica curiosidad, pero sin dejar de intentar desesperadamente mantener la conversación en terrenos superficiales. Así, permanecería bajo control, y no podría asustarle con la desesperada ansiedad que me atormentaba ferozmente por dentro.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Qué le voy a decir a Charlie? ¿Qué explicación le voy a dar por haber desaparecido…? Ahora que lo pienso, ¿cuánto tiempo he estado fuera? -intenté hacer un cálculo mental en horas.
– Sólo tres días -entrecerró los ojos, pero esta vez sonrió con mayor naturalidad-. En realidad, albergaba la esperanza de que se te ocurriera alguna buena explicación. Yo no tengo ninguna.
Refunfuñé.
– De fábula.
– Bueno, quizás Alice sea capaz de inventar algo -me ofreció a modo de consuelo.
Y me sentí consolada, desde luego. ¿A quién le importaba con qué tendría que vérmelas más tarde? Cada segundo que él estaba aquí, tan cerca, con su rostro perfecto resplandeciendo a la luz tenue de los números del reloj despertador, era precioso y no debía desperdiciarse.
– Y bueno… -comencé mientras pensaba la pregunta menos importante con la que empezar, aunque no por eso dejara de ser de vital interés. Ya me había traído a casa de una pieza y podría decidir marcharse en cualquier momento. Debía conseguir que no dejara de hablar. Además, este paréntesis, que era como estar en el cielo, no estaría totalmente completo sin el sonido de su voz-, ¿en qué has andado hasta hace tres días?
Su rostro se tornó cauteloso al momento.
– En nada que me entusiasmara excesivamente.
– Claro que no -mascullé.
– ¿Por qué pones esa cara?
– Bueno… -fruncí los labios, pensativa-, si, después de todo, sólo fueras un sueño, ésa sería exactamente la clase de respuesta que darías. Mi imaginación no da para mucho, está muy claro.
Suspiró.
– Si te lo cuento, ¿te creerás al fin que no estás viviendo una pesadilla?
– ¡Una pesadilla! -repetí con resentimiento. Él esperaba mi respuesta-. Quizá -dije después de pensarlo un momento-, si me lo cuentas.
– Estuve… cazando.
– ¿Eso es todo lo que eres capaz de hacer? -le critiqué-. Eso no prueba de ninguna manera que esté despierta.
Vaciló y después habló lentamente, eligiendo las palabras con cuidado.
– No estuve de caza para alimentarme. En realidad, ponía a prueba mi habilidad… en el rastreo. Y no soy nada bueno.
– ¿Y qué fue lo que estuviste rastreando? -le pregunté, intrigada.
– Nada de importancia -sus ojos no parecían estar en consonancia con su expresión; parecía enfadado e incómodo.
– No te entiendo.
Dudó; su rostro se debatía, brillando bajo la extraña luz verde del reloj.
– Yo… -inspiró hondo-. Te debo una disculpa. No, sin duda, te debo mucho más, muchísimo más que eso, pero has de saber que yo no tenía ni idea… -sus palabras empezaron a fluir con mucha rapidez, del modo que yo recordaba que hablaba cuando se ponía nervioso, y tuve que concentrarme para captarlas todas-. No me di cuenta del desastre que dejaba a mis espaldas. Pensé que te dejaba a salvo. Totalmente a salvo. No tenía ni idea de que volvería Victoria… -sus labios se contrajeron al pronunciar ese nombre-. Debo admitir que presté más atención a los pensamientos de James que a los de ella cuando la vi aquella vez y, por consiguiente, fui incapaz de prever esa clase de reacción por su parte y de descubrir que ella tenía un lazo tan fuerte con él. Creo que me he dado cuenta ahora de que Victoria confiaba tanto en él que jamás pensó que pudiera sucumbir, ni se le pasó por la imaginación. Quizá fue ese exceso de confianza el que nubló sus sentimientos por él y lo que me impidió darme cuenta de la profundidad del lazo que los unía.