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Durmió muy mal, por lo que no le costó mucho levantarse algo después de las dos de la mañana y bajar la escalera alumbrándose con una vela. No se atrevía a encender la luz de gas porque habría sido tan intensa como el sol y, de haber oído algún ruido en las inmediaciones, le habría resultado muy difícil llegar a tiempo para apagarla. Se deslizó hasta el rellano a través de la escalera de las sirvientas y después bajó por la escalera principal hasta el vestíbulo y el estudio de sir Basil. Con mano vacilante y arrodillada en el suelo, bajó la vela para explorar la alfombra turca roja y azul y ver de encontrar alguna irregularidad en el dibujo que pudiera evidenciar la presencia de una mancha de sangre.

Tardó unos diez minutos que se le antojaron horas, antes de oír que el reloj del vestíbulo daba las horas, lo que le produjo tal sobresalto que por poco le hace caer la vela de la mano. De hecho, no pudo evitar que cayera cera caliente en la alfombra ni que se quedara prendida en la lana y la tuvo que desprender con una uña.

Entonces se dio cuenta de que la irregularidad no obedecía solamente a la confección de la propia alfombra sino a un defecto, era una asimetría que no quedaba corregida en parte alguna y, al acercarse un poco más, pudo apreciar lo extensa que era. Casi había desaparecido, pero se distinguía bastante. Estaba detrás del gran escritorio de roble, donde uno se colocaría naturalmente para abrir cualquiera de los cajones laterales de la mesa, de los que sólo tres estaban provistos de cerradura.

Se puso lentamente en pie. Su mirada se posó directamente en el segundo cajón, donde apreció unas pequeñas muescas alrededor de la cerradura, como si alguien lo hubiera abierto forzándola con una tosca herramienta y ni la cerradura nueva con que la había sustituido ni la madera maltratada pudieran disimular completamente el apaño.

No había manera de poder abrirla, no tenía la habilidad necesaria ni un instrumento adecuado. Además, no quería despertar la alarma en la única persona que podría detectarlo en el caso de que se produjeran nuevas marcas en el mueble. Pero adivinaba fácilmente lo que podía haber descubierto Octavia: una carta, o más de una, escrita por el propio lord Cardigan y tal vez incluso el coronel del regimiento, que habría confirmado sin lugar a dudas lo que ella ya sabía a través del Ministerio de Defensa.

Hester se quedó inmóvil, con la mirada fija en el platito de arena, cuidadosamente dispuesto sobre la mesa para secar la tinta de las cartas; observó también las barritas de lacre rojo y las cerillas para sellar los sobres, la escribanía de sardónica tallada y el jaspe rojo para la tinta, las plumas de ave, el fino y exquisito abrecartas, imitación de la legendaria espada del rey Arturo, hincado en su piedra mágica… Era un hermoso objeto de unos treinta centímetros de longitud y tenía la empuñadura grabada. La piedra que le servía de soporte era una ágata amarilla de una sola pieza, la más grande que Hester había visto en su vida.

Se quedó de pie, imaginándose a Octavia exactamente en aquel mismo sitio, la vio cavilando, desesperada, sola: acababa de sufrir el golpe definitivo. A buen seguro que su mirada también se había posado en aquel hermoso objeto.

Lentamente Hester avanzó la mano y lo tocó. De haber sido ella Octavia, no habría ido a la cocina a buscar el cuchillo de la señora Boden. No, ella se habría servido de aquel hermoso objeto. Lo sacó lentamente de su soporte, lo sopesó, rozó con el dedo su punta afilada. Se deslizaron varios segundos a través del silencio de la casa, la nieve caía al otro lado de la ventana desnuda. Fue entonces cuando la descubrió: era una fina raya oscura incrustada entre la hoja y la empuñadura. Acercó el objeto a unos pocos centímetros de la vela encendida. Era de color marrón, no la raya gris oscuro que produce el metal deslucido o la suciedad incrustada, sino el residuo pardo rojizo intenso que deja la sangre seca.

No era de extrañar, pues, que la señora Boden no hubiera echado en falta el cuchillo hasta que comunicó su desaparición a Monk: probablemente había estado todo el tiempo en su estante de la cocina. Aquella mujer se había hecho un lío con lo que ella asumía como hechos, cuando no eran más que imaginación.

Sin embargo, en el cuchillo que habían encontrado había manchas de sangre. ¿De quién era, entonces, la sangre si el instrumento que había provocado la muerte de Octavia era aquel estilizado abrecartas?

No, la sangre no era de nadie. Era un cuchillo de cocina y en la cocina de toda buena cocinera suele haber siempre abundancia de sangre: un asado, un pescado que hay que destripar, un pollo… ¿Quién podía percibir la diferencia entre diversos tipos de sangre?

Pero si la sangre del cuchillo no era de Octavia, ¿sería suya realmente la del salto de cama?

De pronto la sorprendió el fogonazo de un recuerdo que fue como si le hubiera caído encima un jarro de agua fría. ¿Acaso Beatrice no había dicho algo sobre un desgarrón en el encaje del salto de cama de Octavia? ¿No había aceptado la petición de ésta, poco experta en las labores de aguja, para que se lo remendara? Esto podía significar que ni siquiera lo llevaba puesto cuando murió. Aun así sólo lo sabía Beatrice y por respeto a su dolor nadie le había mostrado la prenda manchada de sangre. Araminta la había identificado como la que Octavia llevaba aquella noche a la hora de acostarse, y así era: la llevaba por lo menos hasta el rellano de la escalera. Después Octavia había ido a dar las buenas noches a su madre y había dejado la prenda en su cuarto.

Por el mismo motivo, también Rose podía estar equivocada. Sabía que el salto de cama era de Octavia, no cuándo lo llevaba.

¿O tal vez sí lo sabía? Por lo menos debía de saber cuándo lo había lavado por última vez. Era la encargada de lavar y planchar este tipo de cosas… y también de remendarlas en caso necesario. ¿Cómo se explicaba que no hubiera cosido el encaje? Una lavandera tenía la obligación de prestar más atención a estos detalles.

Por la mañana le haría algunas preguntas.

De repente volvió al presente, se percató de nuevo de que se encontraba en el estudio de sir Basil con sólo el salto de cama puesto, exactamente en el mismo sitio donde Octavia, empujada por la desesperación, debió de quitarse la vida… y con el mismo instrumento en la mano que ella debía de haber tenido en la suya. Como alguien la hubiera descubierto en aquel momento, no habría tenido ninguna excusa… y si hubiera sido, quienquiera que fuese, la persona que sorprendió a Octavia, habría comprendido inmediatamente que también ella estaba enterada.

Sostenía la vela baja y la cera fundida iba llenando el cuenco. Volvió a colocar el abrecartas en su sitio, poniéndolo exactamente tal como estaba antes, después tomó la vela y volvió a dirigirse con rapidez a la puerta y la abrió casi sin hacer ruido. El pasillo estaba sumido en la oscuridad: lo único que se distinguía en él era el débil resplandor que se filtraba a través de la ventana que daba a la parte frontal de la casa, al otro lado de la cual seguía cayendo la nieve.

Atravesó el vestíbulo de puntillas, sin hacer ruido. Sentía la frialdad de las baldosas bajo sus pies desnudos y estaba rodeada únicamente por un pequeño haz de luz, la indispensable para no tropezar. Al llegar a lo alto de la escalera atravesó el rellano y, no sin cierta dificultad, localizó el pie de la escalera para uso de las criadas.

Finalmente en su habitación, apagó de un soplo la llama de la vela y se encaramó a la cama helada. Tenía mucho frío, el cuerpo convulso por temblores, empapado de sudor, una sensación de náuseas en el estómago.

Por la mañana, tratando de recurrir a todo su aplomo, se ocupó primeramente de que Beatrice se encontrara cómoda y de servirle el desayuno; después fue a ver a Septimus, al que dejó igualmente tras haberlo atendido, procurando no dar la impresión de apresuramiento o de ser negligente con sus deberes. Eran casi las diez cuando ya se encontró en libertad de ir a la lavandería a hablar con Rose.