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– Lady Moidore -comenzó a decir Hester con voz suave, ya que sabía que la exposición de los hechos sería cruel-. La noche en que Octavia murió, antes de acostarse entró en esta habitación para desearle las buenas noches, según usted dijo.

– Sí… -Su voz era apenas un murmullo.

– Y dijo también que el salto de cama que llevaba tenía roto el encaje que tiene un dibujo de lirios y que adorna la parte del hombro.

– Sí.

– ¿Está absolutamente segura?

Beatrice se quedó confundida, pero una pequeña parte del miedo que sentía había desaparecido.

– Sí, por supuesto lo estoy. Me ofrecí a cosérselo. -No pudo impedir que las lágrimas se agolparan a sus ojos-. Y se lo cosí… -Sus palabras se ahogaron, porfiaba por dominar la emoción que la embargaba-. Se lo cosí aquella misma noche, antes de acostarme. Le hice un remiendo perfecto.

Hester habría querido cogerle las manos y retenerlas entre las suyas, pero estaba a punto de asestarle otro golpe terrible y el gesto le habría parecido hipócrita, algo así como el beso de Judas.

– ¿Sería capaz de jurarlo, por su honor?

– Por supuesto, pero ¿a quién importa eso ya?

– ¿Estás absolutamente segura, Beatrice? -Septimus se arrodilló trabajosamente delante de ella y la cogió con manos torpes pero con mucha ternura-. ¿Aunque pueda derivarse un resultado doloroso, no vas a rectificar lo dicho?

Beatrice se quedó mirándolo.

– ¿Por qué voy a rectificar si es la verdad? ¿Qué quiere decir eso de un resultado doloroso, Septimus?

– Pues que Octavia se suicidó, querida mía, y que Araminta y otra persona se pusieron de acuerdo para ocultar el hecho con el fin de proteger el honor de la familia. -Todo había quedado fácilmente resumido en una sola frase.

– ¿Se suicidó? ¿Por qué? Pero si ya hacía dos años que Harry había muerto…

– Sí, pero es que aquel día Octavia se enteró de cómo y por qué murió. -Le ahorró los últimos y desagradables detalles que hacían referencia al caso, por lo menos de momento-. Como era algo que ella no podía soportar, se suicidó.

– Pero Septimus… -Tenía tan secas la garganta y la boca que apenas podía articular palabra-. ¡Colgaron a Percival por haberla matado!

– Lo sé, querida mía, por esto tenemos que hablar.

– Una persona de mi casa, de mí familia… ¡asesinó a Percival!

– Sí.

– Septimus, no creo que pueda soportarlo.

– No te queda otro remedio, Beatrice. -Su voz era muy suave, pero sin titubeos-. No podemos escapar, no hay forma de negarlo sin ponerlo peor de lo que está.

Ella le apretó la mano y miró a Hester.

– ¿Quién fue? -preguntó Beatrice, con voz temblorosa y mirándola directamente a los ojos.

– Araminta -respondió Hester.

– No ella sola.

– No, no sé quién la ayudó.

Beatrice se llevó lentamente las manos a la cara. Sí, ella lo sabía. Hester lo comprendió cuando vio que tenía los puños apretados y la oyó jadear. Pero no quiso preguntarle nada. Se limitó a echar una mirada fugaz a Septimus, después se volvió y salió de la habitación caminando muy lentamente, bajó la escalera principal y salió por la puerta frontal a la calle, hasta donde estaba Monk, esperando bajo la lluvia.

Con voz grave, mientras la lluvia le empapaba el cabello y el vestido, olvidada de todo, lo puso al corriente de los hechos.

Monk se fue directamente a Evan y éste expuso las circunstancias a Runcorn.

– ¡Qué disparate! -dijo Runcorn, furioso-. ¡Usted desbarra! ¿Quién le ha metido todo este cúmulo de tonterías en la cabeza? El caso de Queen Anne Street está cerrado. Usted siga con el caso que tiene entre manos y, como vuelva a enterarme de alguna cosa más al respecto, le aseguro que se verá metido en un lío serio. ¿Le he hablado con bastante claridad, sargento? -Se le subieron los colores a su largo rostro-. Veo que usted tiene un gran parecido con Monk. Cuanto antes se olvide de él y de toda su arrogancia, más probabilidades tendrá de hacer carrera en la policía.

– ¿No volverá a interrogar a lady Moidore, entonces?-insistió Evan.

– ¿Será posible? Oiga, Evan, a usted le pasa algo. No, no volveré a interrogar a lady Moidore. Y ahora váyase inmediatamente de aquí y cumpla con su deber. Evan se quedó en posición de firmes un momento mientras sentía que dentro de él bullían palabras de desprecio que no dijo. Seguidamente giró sobre sus talones y salió. Sin embargo, en lugar de reunirse con su nuevo inspector o con cualquier otra de las personas que se ocupaban de su caso actual, paró un cabriolé y le pidió que se dirigiera a las oficinas de Oliver Rathbone.

Rathbone lo recibió así que pudo desembarazarse del parlanchín cliente con el que estaba ocupado en aquellos momentos.

– Usted dirá -dijo a Evan, lleno de curiosidad-. ¿Qué ha ocurrido?

De forma clara y concisa, Evan le explicó lo que había averiguado Hester y observó con qué interés lo escuchaba Rathbone: vio sucederse en su rostro el reflejo de sentimientos tales como el miedo, la ironía, la ira y una repentina emoción. Pese a ser muy joven, Evan identificó aquella reacción como algo más que una inquietud de tipo intelectual o moral.

Después le refirió lo que había añadido Monk y el enfrentamiento que él acababa de tener con Runcorn, que reflejaba una reticencia larvada por parte de éste.

– ¡Vaya, vaya! -dijo lentamente Rathbone, sumido en lentas y profundas cavilaciones-. Un hilo muy fino, pero para colgar a un hombre no hace falta que la cuerda sea gruesa, basta con que sea fuerte… y me parece que ésta lo es bastante.

– ¿Qué hará? -preguntó Evan-. Runcorn no querrá volver a abrir el caso.

Rathbone sonrió, una sonrisa franca y dulce.

– ¿Cree que tendrá ocasión de elegir?

– No, pero… -Evan se encogió de hombros.

– Lo expondré ante el Home Office. -Rathbone cruzó las piernas e hizo coincidir las yemas de los dedos-. Ahora cuéntemelo todo otra vez, sin olvidar ningún detalle, a fin de estar seguro de todo. Evan, obediente, volvió a referírselo todo palabra por palabra.

– Gracias -dijo Rathbone poniéndose en pie-. Y ahora, si tiene la bondad de acompañarme, me pondré en acción y, con un poco de suerte, usted podrá reclamar un agente y haremos una detención. Me parece que lo mejor es que actuemos con rapidez. -Se le ensombreció el rostro-. Por lo que me ha contado, por lo menos hay una persona, lady Moidore, que está al corriente de la tragedia que va a destrozar a su familia.

Hester había dicho a Monk todo lo que sabía. En contra de los deseos de éste, Hester volvió a la casa de Queen Anne Street. Llegó empapada, con la ropa manchada y sin tener preparada una excusa. En la escalera encontró a Araminta.

– ¡Santo cielo! -exclamó Araminta con acento de incredulidad pero en tono festivo-. No parece sino que se haya bañado con la ropa puesta. ¿Qué mosca le ha picado para que se haya lanzado a la calle sin abrigo ni sombrero?

Hester buscó una excusa pero no encontró ninguna.

– Sí, he cometido una tontería -dijo como amparándose en la imprudencia como excusa.

– En efecto, lo considero una estupidez -admitió Araminta-. ¿En qué estaba pensando?

– Pues yo…

Araminta empequeñeció los ojos.

– ¿Tiene, quizás, un pretendiente, señorita Latterly?

Sí, podía ser una excusa, una excusa plausible. Hester murmuró para sus adentros una oración de gratitud con la cabeza gacha, como si estuviera avergonzada por su falta de sensatez, no porque la hubieran sorprendido en actitud inconveniente.

– Sí, señora.

– Pues tiene usted mucha suerte -le dijo Araminta con acritud-. No es usted muy favorecida que digamos y ya no volverá a tener veinticinco años. Yo lo cogería al vuelo. -Y con estas palabras pasó como una ráfaga de viento junto a Hester y siguió bajando en dirección al vestíbulo.