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– Decía que anoche pasé con una frecuencia de veinte minutos por el lado oeste de Queen Anne Street, señor. Después seguía por Wimpole Street abajo y otra vez hacia arriba por Harley Street. No fallé una sola vez porque, como no ocurrió nada anormal, no tuve que pararme en ninguna ocasión.

Monk puso cara de extrañeza.

– ¿No vio a nadie rondando por allí? ¿A nadie?

– Gente vi mucha, pero nadie sospechoso -replicó Miller-. Había una gran fiesta en la otra esquina de Chandos Street, la que da a Cavendish Square. Hasta las tres de la madrugada hubo mucho ajetreo de cocheros y lacayos arriba y abajo, pero no vi a nadie que hiciera nada raro, ni menos aún que trepara por las tuberías para meterse por las ventanas de las casas. -En su expresión se adivinó que iba a añadir algo más, pero de pronto cambió de parecer.

– ¿Sí? -insistió Monk.

Pero Miller no cedió. Monk volvió a preguntarse si sería por lo que había ocurrido entre ellos en otro tiempo y si Miller quizás habría añadido algo más de ser él otra persona. ¡Era tanto lo que ignoraba! Ignorancia en relación con los procedimientos policiales, las conexiones con el hampa, el inmenso arsenal de cosas que todo buen detective debe poseer. El hecho de no saber le dificultaba el camino a cada paso que daba, obligándolo a trabajar con mucho más ahínco para esconder su vulnerabilidad, aunque no lo suficiente para eliminar el miedo profundo provocado por la ignorancia que tenía de su persona. ¿Qué hombre era aquel de quien tantos años de su vida se extendían detrás de su persona, qué muchacho aquel que un día saliera de Northumberland pletórico de ambiciones tan absorbentes que hasta le habían impedido escribir regularmente a su única pariente, su hermana pequeña, que a pesar de su silencio había seguido queriéndolo tiernamente? Monk había encontrado sus cartas en su habitación, unas cartas cariñosas y amables, llenas de referencias a hechos que habrían debido serle familiares.

Y ahora estaba sentado en aquella estancia pequeña y ordenada, tratando de conseguir datos de un hombre que era evidente que lo temía. ¿Por qué? Una pregunta imposible de contestar.

– ¿No vio a nadie más? -preguntó Monk, esperanzado.

– Sí, señor -respondió Miller de pronto, ávido de complacerle y comenzando a dominar su nerviosismo-. Vi a un médico que había ido a hacer una visita en la casa situada cerca de la esquina de Harley Street y Queen Anne Street. Lo vi salir, pero no lo había visto entrar.

– ¿Sabe su nombre?

– No, señor -respondió Miller volviendo a encresparse, como a la defensiva-. Salió por la puerta principal y se la abrió el dueño de la casa. La mitad de las luces de la casa estaban encendidas, seguro que había acudido allí porque lo habían llamado…

Monk ya iba a disculparse por el desaire involuntario, pero cambió de parecer. Le resultaría más rentable mantener a Miller en vilo.

– ¿Recuerda la casa?

– Debe de ser la tercera o la cuarta del lado sur de Harley Street, señor Monk.

– Gracias. Iré a preguntar, a lo mejor vieron algo. -Después se preguntó por qué demonios tenía que darle explicaciones a aquel hombre.

Se levantó, dio las gracias a Miller y salió nuevamente en dirección a la calle principal, donde seguramente encontraría coches de alquiler. Habría debido dejar estas gestiones en manos de Evan, que sabía de sus contactos con el hampa, pero ya era demasiado tarde. Se movía por instinto, empujado por su inteligencia, olvidando hasta qué punto su memoria había quedado presa de aquel mundo de sombras la noche en que volcó el coche en que viajaba y se rompió las costillas y el brazo y todo quedó borrado para él, desde su identidad hasta sus vínculos con el pasado.

¿Quién más podía haber estado en la calle de noche en la zona de Queen Anne Street? Un año atrás habría sabido dónde encontrar a los maleantes, ladrones, vagabundos, pero ahora no contaba con otra cosa que suposiciones y deducciones a base de tanteos, que lo pondrían en evidencia ante Runcorn, quien estaba esperando la primera oportunidad para hacerlo caer en la trampa. Así que hubiera acumulado errores suficientes, Runcorn caería en la cuenta de la increíble y maravillosa verdad y encontraría la excusa que andaba buscando desde hacía tanto tiempo para despedir a Monk y sentirse por fin seguro. Sería la manera de acabar de una vez por todas con aquel duro y ambicioso teniente que llevaba peligrosamente pegado a los talones.

Localizar al médico no fue difícil, le bastó volver a Harley Street y llamar una por una a las casas del lado sur hasta dar con la que buscaba y hacer en ella las preguntas pertinentes.

– Así es -dijo no sin cierta sorpresa el dueño de la casa, después de recibirlo un tanto fríamente. Parecía cansado e irritado-. Aunque no veo por qué ha de interesar esto a la policía.

– Anoche asesinaron a una mujer en Queen Anne Street -replicó Monk. El periódico de la tarde publicaría la noticia y dentro de una o dos horas pasaría a ser de dominio público-. Quizás el médico vio a alguien merodeando por los alrededores.

– Dudo que ese médico conozca de vista a las personas que van matando a mujeres por la calle.

– No, por la calle no, fue en casa de sir Basil Moidore -le corrigió Monk, aunque la diferencia tenía poca importancia-. Se trata de saber a qué hora estuvo aquí el médico y qué camino siguió. De todos modos, puede que tenga razón y no sea de ninguna importancia.

– Supongo que sabe lo que se lleva entre manos -dijo el hombre con cierta vacilación, demasiado preocupado y absorto en sus propios asuntos para ocuparse de los ajenos-, pero corren unos tiempos en que los criados suelen tener compañías un poco extrañas. Yo diría más bien que debe de tratarse de alguien a quien una criada debió de dejar entrar en la casa, algún galán poco recomendable.

– La víctima fue la hija de sir Basil, la señora Haslett -dijo Monk con amarga satisfacción.

– ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan terrible! -La expresión del caballero cambió instantáneamente. Con una sola frase el peligro había pasado de afectar a una persona apartada de su mundo para golpear a una persona de su propio círculo, es decir, a convertirse en una amenaza próxima y alarmante. La helada mano de la violencia había alcanzado a alguien que pertenecía a su propia clase y, al hacerlo, había pasado a convertirse en una realidad-. ¡Es espantoso! -La sangre huyó de su rostro cansado y su voz se quebró un instante-. ¿Se puede saber qué hacen ustedes? ¡Hay que poner más policía en las calles, más patrullas! ¿De dónde había salido ese hombre? ¿Qué hacía en este barrio?

Monk sonrió con amargura al ver al hombre presa de tal agitación. Si la víctima hubiera sido una criada, la culpa habría sido de ella por tener malas compañías; si se trataba de una señora, en cambio, había que reforzar la vigilancia policial y cazar al criminal sin pérdida de tiempo.

– ¿Y bien? -inquirió el hombre, advirtiendo una mal disimulada sonrisa en el rostro de Monk.

– Así que lo encontremos, sabremos qué hacía -replicó Monk con voz suave-. Entretanto, si tiene la bondad de darme el nombre del médico, iré a su casa a preguntarle si observó algo que se saliera de lo normal en su trayecto de ida o de vuelta.

El hombre anotó el nombre en un trozo de papel y se lo tendió.

– Gracias, señor. Buenos días.

El doctor, sin embargo, le dijo que no había visto nada, ya que iba absorto en sus asuntos, por lo que no pudo serle de ninguna ayuda. Ni siquiera había visto a Miller haciendo la ronda. Lo único que hizo fue confirmar con toda exactitud la hora en que llegó y salió de la casa.

A media tarde Monk estaba de vuelta en la comisaría, donde Evan ya lo estaba esperando con la noticia de que habría sido totalmente imposible que hubiera pasado nadie por el extremo oeste de Queen Anne Street sin ser detectado por alguno de los criados que esperaban a sus amos fuera de la casa donde se celebraba la fiesta. Había un número suficiente de invitados, teniendo en cuenta los llegados a última hora y los que se habían marchado temprano, para ocupar con sus coches las cocheras instaladas en la parte trasera de la casa y llenar completamente la calle en su fachada anterior.