– ¿Cree que con tantos criados y cocheros pululando por los alrededores de la casa se habría detectado la presencia de una persona extraña? -preguntó Monk.
– Sí. -Evan no tenía ninguna duda al respecto-. Dejando aparte el hecho de que muchos de ellos se conocen, todos llevaban librea. Cualquiera que hubiera ido vestido de manera diferente habría destacado como un caballo en un campo donde sólo pastaran vacas.
Monk no pudo por menos de sonreír ante la imagen rural a la que había recurrido Evan. Era hijo de un párroco de pueblo y de cuando en cuando dejaba aflorar algún recuerdo o peculiaridad relacionado con sus orígenes. Era una de las muchas características de Evan que complacían a Monk.
– ¿No podría tratarse de uno de ellos? -preguntó Monk, dubitativo, sentándose ante su escritorio.
Evan negó con la cabeza.
– No, estaban todos de cháchara y de broma, hablaban con las camareras, trataban de ligárselas y, además, el sitio estaba profusamente iluminado con las lámparas de los coches. Como uno se hubiera desmandado y le hubiera dado por trepar por una tubería y subirse a los tejados, seguro que lo habrían visto al momento. No hubo ninguno que se desmarcara y se fuera a deambular solo por la calle, esto por descontado.
Monk no siguió insistiendo. No creía que pudiera tratarse de alguna incursión de un lacayo al que le hubiera dado por ahí. Seleccionaban a los lacayos por su talla y su porte y todos iban magníficamente vestidos. No estaban en condiciones de trepar por las tuberías ni de hacer acrobacias en los muros de casas de dos y tres pisos de altura ni menos de colgarse en los salientes de los edificios en plena oscuridad. Éste era un arte para el que había que ir vestido ad hoc.
– Debió de venir por el otro lado -concluyó-, por la parte de Wimpole Street, entre el momento en que Miller bajaba por esa calle y el que subía por Harley Street. ¿Y por la parte de atrás? Me refiero a Harley Mews.
– No hay manera de saltar por el tejado, señor Monk -replicó Evan-. Lo he examinado bien: habría corrido el riesgo de despertar al cochero y a los mozos de cuadra de los Moidore, que duermen sobre los establos. Además, no hay ningún ladrón que se precie que quiera importunar a los caballos. No, señor Monk, lo mejor es entrar por delante, como demuestra la situación de la tubería y el estado de la enredadera, y los indicios señalan que éste fue el camino que siguió. Como usted dice, debió de introducirse en la casa entre las rondas de Miller. No era fácil que lo detectasen.
Monk titubeó. Odiaba poner al descubierto sus flaquezas, pese a que sabía que Evan estaba al tanto de su estado y que, de haberse sentido tentado a hacer partícipe a Runcorn de lo que sabía, ya lo habría hecho semanas atrás, concretamente en el curso del caso Grey, cuando Monk estaba confundido, asustado y a punto de volverse loco, aterrado por las imágenes que su inteligencia evocaba partiendo de retazos de recuerdos que iban repitiéndose como pesadillas. Evan y Hester Latterly eran las dos únicas personas de este mundo en las que podía confiar plenamente. Pero prefería no pensar en Hester, no era una mujer atractiva. De nuevo asomó a sus pensamientos el dulce rostro de Imogen Latterly, recordó sus bellos ojos asustados cuando acudió a él en demanda de ayuda, su voz suave, el crujido de la falda al pasar junto a él, semejante al crujido de las hojas. Pero Imogen era la esposa del hermano de Hester y para Monk era tan inalcanzable como una princesa.
– ¿Y si voy a The Grinning Rat y hago unas cuantas preguntas? -Evan interrumpió sus pensamientos-. Como alguien trate de desembarazarse del collar y de los pendientes acabarán en manos de un perista, pero las noticias de asesinatos circulan rápido, sobre todo cuando se trata de uno que la policía quiere resolver a toda costa. Los ladrones corrientes seguro que querrán estar limpios respecto a este asunto.
– Sí… -Monk se agarró rápidamente a lo que acababa de decir-. Yo probaré con los peristas y prestamistas, usted vaya a The Grinning Rat a ver si se entera de algo. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó de él su hermoso reloj de oro. Seguro que había tenido que ahorrar mucho tiempo para costearse una vanidad como aquélla, pero no recordaba haber vivido sin aquel reloj, ni tampoco la satisfacción de haberlo comprado. Sus dedos se pasearon por su lisa superficie y sintió el vacío que había dejado en él la huida de la memoria, de los recuerdos, del placer de saborearlos. Al abrirlo, la tapadera emitió un chasquido.
– Es una buena hora para hacerlo. Nos vemos mañana por la mañana.
Evan volvió a su casa y se cambió de ropa antes de intentar volver a ponerse en contacto con el grupo marginal que tan arduamente había conseguido localizar. La chaqueta bien cortada y de aspecto convencional, además de la camisa limpia que ahora llevaba, igual podían tomarse por la indumentaria propia de un estafador, pero era bastante más probable que se le tomase por un empleado con aspiraciones sociales, o por un comerciante modesto.
Cuando, una hora después de haber hablado con Monk, salió de sus aposentos, su aspecto había cambiado radicalmente. Se había peinado para atrás con ayuda de un poco de gomina y algún que otro mejunje los hermosos cabellos castaños de generosa onda y se había afeado la cara de forma similar, aparte de haberse puesto una camisa vieja sin cuello y una chaqueta que le colgaba, fláccida, de los hombros enjutos. Tenía preparadas para la ocasión un par de botas que un mendigo había abandonado al encontrar otras mejores. Le rozaban los pies, pero solventó el inconveniente poniéndose un par más de calcetines para así caminar mejor. Ataviado de esta guisa, se encaminó hacia la taberna de Pudding Lane, donde cenaría a base de sidra y pastel de anguila y mantendría aguzado el oído. En Londres había una enorme variedad de establecimientos públicos, desde los espaciosos y respetables que ofrecían banquetes a las personas de buena cuna y provistas de caudales, seguidos de los también acogedores pero menos ostentosos que servían de lugar de reunión y punto de encuentro para realizar transacciones en el campo de todo tipo de profesiones, desde abogados y estudiantes de medicina a actores y aspirantes a político, hasta aquellos establecimientos que eran como una especie de teatrillos de variedades embrionarios, donde se daban cita reformadores, agitadores y panfletistas, filósofos callejeros y representantes de movimientos obreros, para llegar finalmente al peldaño más bajo, en el que se encontraban los lugares frecuentados por jugadores, oportunistas, borrachos y grupos marginales del mundo criminal. The Grinning Rat era una taberna que pertenecía a este último grupo, razón por la cual Evan la había elegido hacía muchos años y donde, si su presencia no era grata en aquellos momentos, por lo menos era tolerada.
Desde la calle veía las luces que se reflejaban a través de las ventanas en la sucia acera y en la cuneta. Alrededor de la puerta pululaban media docena de hombres y varias mujeres, todos vestidos con ropas tan oscuras y gastadas por el mucho uso que eran como manchas de diferente densidad en aquella luz borrosa que se filtraba hasta la calle. Incluso cuando alguien abría la puerta de la taberna en medio de una explosión de carcajadas, como aquel hombre y aquella mujer que salieron por la escalera cogidos del brazo y tambaleándose, no se atisbaba otra cosa que marrones y pardos entremezclados con algún que otro aleteo rojo oscuro. El hombre dio unos pasos vacilantes hacia atrás y una mujer que se apoyaba en el desagüe gritó una obscenidad a la pareja. Pero ellos la ignoraron y desaparecieron Pudding Lane arriba, en dirección a East Cheap. Evan también la ignoró y se sumergió en el interior, en el calor y las voces, el olor a cerveza, serrín y humo. Se abrió paso a empellones entre un grupo de hombres ocupados en jugar a los dados, otro en el que se hacía alarde de los méritos de unos perros de lucha y un defensor de la abstinencia que se desgañitaba inútilmente anunciando su credo para llegar a un ex boxeador cuyo rostro castigado exhibía una expresión bonachona y unos ojos hinchados.