– ¿Has tenido una buena noche, Tosher? -le preguntó el vendedor de empanadas con aire de saber de qué hablaba.
– La mejor del mes -replicó Tosher-. ¡Me he encontrado un reloj de oro! ¡No salen muchos!
El empanadero soltó una carcajada.
– Algún señor elegante estará maldiciendo su suerte… -soltó una media sonrisa-. ¡Qué lástima!, ¿verdad?
– ¡Una lástima espantosa! -le confirmó Tosher mientras se le escapaba la risa.
Evan estaba lo bastante al corriente de la vida callejera para saber de qué iba la cosa. «Tosher» era el nombre que se daba a los que vagaban por las cloacas buscando objetos perdidos. En su opinión, tanto ellos como los pilletes que vagabundeaban por el río se tenían bien ganado lo que encontraban. Había que reconocer que no era ningún regalo. Había más gente que iba y venía: vendedores ambulantes que habían dado por terminada la jornada laboral, un cochero, un par de barqueros que subían la escalera que llevaba al río, una prostituta y, finalmente, cuando Evan ya estaba tieso de frío y tan envarado que ya ni se podía mover e incluso estaba a punto de desistir de su empeño, Willie Durkins.
Reconoció a Evan a la primera ojeada y su cara redonda adoptó una expresión cautelosa.
– ¡Hola, señor Evan! ¿Se puede saber qué quiere? No está en su terreno.
Evan no se molestó en mentir, no habría servido de nada y habría sido una prueba de mala fe.
– Es por lo del asesinato de anoche en la zona oeste, en Queen Anne Street.
– ¿De qué asesinato habla? -Willie parecía confundido, estado que reflejó su expresión cauta, sus ojos entrecerrados, en parte porque le daba en ellos el farol debajo del cual se había situado el carro del empanadero.
– Del asesinato de la hija de sir Basil Moidore, apuñalada en su propia habitación… por un ladrón.
– ¡Vaya, vaya! ¡Conque Basil Moidore, eh! -comentó Willie con aire dubitativo-. La casa debe valer un perú, pero seguro que está de criados hasta la bandera. ¿Y cómo se le ocurre a un ladrón entrar en una casa así? ¿Será estúpido? ¡Si es que hay cada imbécil!
– Mejor aclarar las cosas -dijo Evan avanzando los labios y haciendo unos ligeros movimientos con la cabeza.
– Yo no sé nada -se apresuró a decir Willie por pura rutina.
– Es posible, pero seguro que conoces a los ladrones de casas que trabajan en la zona -le espetó Evan.
– Pero no habrá sido ninguno -exclamó Willie al momento.
La expresión de Evan se ensombreció.
– ¡Como que no iban a darse cuenta si hubieran visto a algún intruso! -exclamó con sarcasmo.
Willie lo miró de reojo y se quedó pensativo. Evan tenía pinta de ingenuo, rostro de soñador, más propia de un señor que de un sargento de la pasma. Nada que ver con Monk, con ése mejor no tener que habérselas porque era un hombre ambicioso, tenía una mente retorcida y una lengua viperina. Lo sabía por intuición y por el gris de esos ojos que sostenían siempre la mirada: era peligroso andarle con triquiñuelas.
– Se trata de la hija de sir Basil Moidore -dijo Evan casi como hablando consigo mismo-. A alguien tendrán que colgar… no tienen más remedio, y hasta que den con el hombre indicado tendrán que apretarle los tornillos a un montón de gente, si es necesario.
– ¡Está bien, está bien! -refunfuñó Willie-. Anoche estaba por allí Paddy el Chino. Pero no fue él… no tuvo ocasión. O sea que no lo moleste porque está más limpio que una patena. Lo que puede hacer es preguntarle. Como éste no le ayude, no habrá quien lo haga. Y ahora déjeme en paz… porque seguro que me llaman alguna cosa fea como me vean aquí hablando con usted.
– ¿Dónde encontraré a Paddy el Chino? -preguntó Evan agarrándolo por el brazo tan fuerte que Willie soltó un quejido.
– ¡Suélteme! ¿Me quiere romper el brazo o qué?
Evan lo apretó con más fuerza todavía.
– Dark House Lane, Billingsgate… mañana por la mañana, cuando abren el mercado. Lo conocerá al momento, tiene el cabello negro como el hollín y unos ojos que parece chino. ¿Me suelta o qué?
Evan le agradeció la información, y en un momento Willy desapareció Mincing Lane abajo, hacia el río y las escaleras del Ferry.
Luego volvió directamente a su casa, se lavó mal que bien la cara con agua tibia de un cuenco y se metió en la cama.
Se levantó a las cinco de la mañana, volvió a ponerse la misma ropa, salió con disimulo de su casa y tomó una serie de omnibuses hasta Billingsgate y a las seis y cuarto de la mañana, con las primeras luces del día, se encontró metido en la barahúnda de carromatos de los verduleros, los carros de los pescaderos y demás, en la misma puerta de Dark House Lane. Era un callejón tan estrecho que las casas se levantaban a ambos lados como contrafuertes de peñascos, con los carteles que anunciaban hielo fresco ocupando toda la anchura de la calle. A ambos lados se acumulaban montañas de pescado de todas las especies, fresco, mojado y escurridizo, amontonado en mostradores detrás de los cuales se apostaban los vendedores pregonando la mercancía, con sus delantales blancos destacando como las ventrechas de los pescados, con sus sombreros blancos contrastando sobre las piedras oscuras de las paredes que tenían detrás.
Un porteador, cargado con una cesta de bacalao en la cabeza, apenas si conseguía sortear la doble hilera de comerciantes que atestaban el callejón casi hasta su mismo centro. Evan entrevió en el extremo opuesto los enmarañados obenques de las barcas ostreras posadas en el agua y el ocasional gorro de estambre rojo de algún marinero.
Los olores eran invasores: arenques rojos, todo tipo de pescado blanco, desde espadines a rodaballos, además de langostas y buccinos y, por encima de todo, aquel olor salado a mar y a algas, como si la calle fuera una playa. Aquello le trajo el recuerdo instantáneo de las excursiones a la orilla del mar que había hecho siendo niño, la frialdad del agua, la visión de un cangrejo corriendo de medio lado y desapareciendo en la arena.
Aunque aquí el ambiente era muy otro. A su alrededor no se oía la suave cadencia del oleaje sino la cacofonía de cien voces:
– ¡Eh! ¡Eh! ¡Aquí los mejores arenques de Yarmouth! ¡Merluza! ¡Rodaballo! ¡Pescado vivo! ¡Qué guapas langostas! ¡Cangrejos machos de los finos! ¡Todo vivo! ¡Menuda raya la que tengo! ¡Todo vivo! ¡Qué barato! ¡Lo mejorcito del mercado! ¡Bacalao fresco! ¡Un vasito de menta para pasar el frío! ¡Medio penique el vaso! ¡Aquí tiene, caballero! ¡Pasteles de pasas y carne, a medio penique la pieza! ¡Venga, señora! ¡Vaya bacalao éste! ¡Platija viva! ¡Buccinos… mejillones… ahora o nunca! ¡A la rica gamba! ¡Anguilas! ¡Lenguados! ¡Caracol de mar! ¡Impermeables para la lluvia… a un chelín la pieza! ¡Guardan del agua!
Y entre tantas voces la de un vendedor que gritaba:
– ¡Alimento para la cabeza! ¡Venga a leer la noticia! ¡Asesinato terrible en Queen Anne Street! ¡La hija de un lord muerta a navajazos en su propia cama!
Evan se abrió camino lentamente entre la multitud de verduleros, pescaderos y amas de casa hasta descubrir a un fornido pescadero de aspecto marcadamente oriental.
– ¿Eres Paddy el Chino? -le preguntó todo lo discretamente que pudo tratando de imponerse al griterío y procurando que no lo oyera nadie.
– ¡El mismo! ¿Quiere un poco de bacalao fresco, señor? ¡El mejor del mercado!
– Lo que yo quiero es información. A ti no te costará nada y yo estoy dispuesto a pagar por ella… siempre que no sean embustes -le replicó Evan, manteniéndose muy erguido y examinando el pescado como si tuviera intención de comprar.
– ¿Y por qué tengo que vender información si esto es un mercado de pescado? ¿Qué quiere saber? ¿El horario de las mareas? -Paddy enarcó las negras cejas con aire sarcástico-. Yo a usted no lo conozco…