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Monk exhaló un hondo suspiro.

– Y sus deseos son que el asesinato de Octavia quede cerrado de la manera más rápida y discreta posible, por descontado. ¿Ha visto lo que dicen los periódicos? Hester enarcó las cejas.

– ¡No diga cosas absurdas! ¿Dónde le parece que puedo ver un periódico? Soy una criada, y encima, mujer. Lady Moidore sólo lee las notas de sociedad y ahora ni siquiera esto le interesa.

– ¡Claro, lo había olvidado! -Monk puso cara larga. Había recordado que Hester era amiga de un corresponsal de guerra en Crimea y que cuando éste murió en el hospital de Shkodër, Hester se había encargado de hacer llegar a su destino sus últimos despachos y más adelante, dejándose llevar por la intensidad de sus sentimientos y observaciones, ella misma había escrito los artículos siguientes y los había enviado al periódico firmándolos con el nombre del periodista. Como nadie se fiaba de las listas de bajas, el editor no se había percatado de la añagaza.

– ¿Qué dicen los periódicos? -preguntó Hester-. ¿Nos afecta?

– ¿Qué dicen en general? Pues se lamentan de la situación de un país en donde se permite que un lacayo asesine a su ama, una nación donde los lacayos se crecen hasta tal punto que alimentan ideas de concupiscencia y depravación con personas de alto rango. Dicen que el orden social se está tambaleando y que hay que colgar a Percival y hacer de él un ejemplo para que nunca vuelva a repetirse un hecho de estas características. -Hizo una mueca de repugnancia-. Y como no podía ser menos, rebosan simpatía hacia sir Basil. Pasan revista concienzuda de todos sus pasados servicios a la reina y a la nación, ensalzan sus virtudes y le tributan los más sentidos pésames.

Con un suspiro Hester clavó los ojos en el fondo de la taza.

– Todos los intereses creados se levantan contra nosotros -dijo Monk con voz compungida-. Todo el mundo tiene ganas de que termine este caso de una vez, que se lleve a efecto la venganza de la sociedad y, finalmente, que se olvide todo el asunto para que podamos reemprender cuanto antes nuestra vida anterior y tratemos de proseguirla de la manera más parecida a como era.

– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Hester.

– No se me ocurre nada. -Se levantó y apartó la silla de Hester para que ella se levantara-. Iré a visitarlo.

Hester lo miró a los ojos con súbito dolor, pero a la vez rebosante de admiración. No había necesidad de que ella le preguntara a quién pensaba visitar ni de que él se lo dijera. Era un deber, un último rito de cumplimiento inexcusable.

Tan pronto como Monk entró en la cárcel de Newgate y se cerraron ruidosamente las puertas tras él, sintió una turbadora sensación de familiaridad. Era el olor: aquella mezcla de humedad, moho, aguas fétidas y un sentimiento de infelicidad que lo invadía todo y que quedaba suspendida en la inmovilidad del aire. Eran muchos los que sólo salían de allí para ir al encuentro de la cuerda del verdugo, por lo que el terror y la desesperación que habían vivido en los últimos días aquellos desgraciados habían impregnado aquellos muros hasta el punto de que parecían resbalar como hielo fundido mientras él seguía al guardián por los corredores de piedra hasta el lugar donde podría ver por última vez a Percival.

Sólo tuvo que fingir unas atribuciones que ya no tenía. Al parecer ya había estado en otras ocasiones en aquel lugar y, así que el guardián lo miró a la cara, se hizo una falsa idea en cuanto a su visita, lo que Monk no se molestó en desmentir.

Percival estaba de pie en su exigua celda de piedra, con una ventana situada en lo alto de un muro que dejaba ver un cielo encapotado. Se volvió al oír que se abría la puerta y entraba Monk, mientras la ominosa figura del carcelero cargado con las llaves se cernía, enorme, detrás de él.

En el primer momento Percival pareció sorprendido, después su cara se endureció por efecto de la indignación.

– ¿Ha venido a regodearse? -preguntó con amargura.

– No tengo nada en qué regodearme -le replicó Monk con voz inexpresiva-. He perdido mi puesto y usted va a perder la vida. No sé quién ha salido ganando con todo esto.

– ¿Que ha perdido su puesto? -Una duda fugaz aleteó en el rostro de Percival y, seguidamente, la sospecha-. Me figuraba que lo habrían ascendido, que lo habrían colocado en un sitio mejor. No por nada ha resuelto el caso a satisfacción de todos, salvo a la mía. Nada de trapos sucios, ni palabra de la violación de Martha a cargo de Myles Kellard, ¡pobre desgraciada!… Nada sobre que la tal tía Fenella no es más que una puta… Sólo se habló de un lacayo con muchas ínfulas que quería tirarse a una viuda borracha. ¡Pues que lo cuelguen y aquí no ha pasado nada! ¿Qué otra cosa se puede exigir a un policía que cumple con su deber?

Monk no le echó en cara su indignación ni su odio. Estaban más que justificados… pero si no del todo, por lo menos en parte, desencaminados. Habría sido más justo que le hubiera echado en cara su incompetencia.

– Yo tenía la prueba material -dijo Monk lentamente-, pero no lo detuve. Me negué a detenerlo y por eso me echaron.

– ¿Cómo dice? -Percival se quedó confundido, como si no acabara de creer lo que le decía.

Monk se lo repitió.

– Pero ¡por el amor de Dios! ¿Por qué? -Percival lo dijo con dureza en la voz, sin ablandarse. Monk lo comprendía: ya había traspasado el umbral de la postrera esperanza, tal vez no quedaba en él espacio alguno para concesiones. A lo mejor, de no haberse sentido tan indignado, se habría desmoronado y se habría dejado vencer por el terror; la oscuridad de la noche habría sido insoportable sin la llama del odio.

– Pues porque no creo que usted la matara -replicó Monk.

Percival se echó a reír con ganas, sus ojos negros y acusadores se clavaron en él. Pero no dijo nada, se limitó a mirarlo fijamente, impotente pero consciente de la verdad.

– Sin embargo, aunque yo siguiera llevando el caso -prosiguió Monk con voz tranquila-, tampoco sé qué haría, porque no tengo ni la más mínima idea de quién lo hizo. -Era una flagrante admisión de fracaso y, estupefacto, se oyó reconocérselo nada menos que ante Percival. Pero sabía que lo menos que debía a aquel hombre era la sinceridad.

– ¡Muy impresionante! -dijo Percival con sarcasmo, aunque su rostro reflejó un brillo fugaz, tan efímero como un rayo de sol que se filtrase a través de los árboles al moverse una hoja y desapareciese después-. Pero como usted ya no está en la casa y todo el mundo está muy ocupado encubriendo sus propias debilidades, vencido por sus penas o en deuda con sir Basil, jamás podremos saber quién fue el culpable, ¿verdad?

– Sabemos que Hester Latterly no fue -Monk lamentó al momento haberlo dicho. Percival podía tomárselo como una esperanza, lo cual no dejaba de ser ahora una ilusión y suponía una indecible crueldad.

– ¿Hester Latterly? -Por un instante Percival pareció confuso, pero de pronto se acordó de ella-. ¡Ah, sí! Esa enfermera tan eficaz… una mujer que te intimida… ¡Sí, en esto tiene usted razón! Supongo que es tan virtuosa que da asco. Ni sonreír sabe, ya no digamos reír, no creo que ningún hombre la haya mirado en la vida -dijo con agresividad-. Se venga de nosotros dedicándose a atendernos cuando nos encontramos en nuestro momento más vulnerable y más ridículo.

Monk sintió un profundo acceso de rabia ante aquel prejuicio cruel e irreflexivo, pero se fijó en el rostro demacrado de Percival y recordó dónde estaba y por qué y su indignación se desvaneció como la llama de una cerilla en un mar de hielo. ¿Y si Percival necesitaba ahora hacer daño a alguien, aunque fuera remotamente? Él sí que iba a sufrir un daño: la pena máxima.

– Esta señorita fue a trabajar a la casa por orden mía -explicó Monk-. Es amiga mía. Quise tener a una persona dentro de la casa para que observara cosas que nosotros no podíamos ver y que al mismo tiempo pasara inadvertida.

La sorpresa de Percival surgió del enorme hueco profundo que había dentro de él, un paraje en el que sólo existía el lento e incansable tictac del reloj que iba contando el tiempo que le faltaba para el último paseo, la capucha, la cuerda del verdugo alrededor del cuello y el desgarrador derrumbamiento que abriría la puerta al dolor y al olvido.