– Pero no se enteró de nada, ¿verdad? -Por vez primera se le quebró la voz y perdió el control.
Monk se odió por haber ofrecido a Percival aquel resquicio de esperanza que no era tal sino más bien una puñalada.
– No -dijo rápidamente-, de nada que pueda servir de ayuda, sólo un surtido de pequeñas debilidades triviales y feas. También sabemos que lady Moidore está convencida de que el asesino sigue en la casa y que casi sin duda alguna es una persona de la familia, aunque tampoco ella tiene idea de quién pueda ser. Percival se apartó y escondió la cara.
– ¿Por qué ha venido?
– No lo sé muy bien. Tal vez sólo para no dejarlo solo o para que no se figure que todos lo creen culpable. No sé si le sirve de algo, pero tiene derecho a saberlo y ojalá sea para usted un consuelo.
Percival dio rienda suelta a toda una retahíla de palabrotas y no paró de lanzar juramentos y de repetirlos hasta quedar agotado y comprender lo inútil que era decirlos. Cuando por fin calló, Monk ya se había marchado y la puerta de la celda volvía a estar cerrada con llave, pero a través de las lágrimas y del rostro, del que había huido la sangre, se entreveía un pequeño rayo de gratitud que se había escapado de uno de aquellos apretados y terribles nudos que se habían formado en su interior.
La mañana en la que colgaron a Percival, Monk estaba ocupado en resolver el caso de un cuadro robado, probablemente sustraído y vendido por un miembro de la propia familia para enjugar una deuda de juego. Pero a las ocho en punto se paró un momento en la acera de Cheapside y se quedó inmóvil bajo el viento helado en medio de la barahúnda de vendedores ambulantes, mercachifles callejeros que ofrecían cordones de zapatos, cerillas y otras baratijas, un deshollinador con la cara tiznada que transportaba una escalera y dos mujeres que regateaban el precio de una pieza de tela. Oía a su alrededor la cháchara y el parloteo de quienes no pensaban en lo que ocurría en Newgate Yard. Se había quedado inmóvil con una sensación de situación irrevocable y de pérdida lacerante, no ya sólo por Percival individualmente, pese a que sentía dentro de sí el terror y la rabia del hombre que veía cómo se agotaba el pábilo de su vida. Percival no le gustaba, pero había sido consciente de su vitalidad, de la intensidad de sus sentimientos y pensamientos, de su identidad. Lo peor era, sin embargo, que hubiera fallado la justicia. En aquel momento en que se abría la trampilla y el dogal se tensaba de una sacudida, se cometía otro crimen. Había sido impotente para impedirlo, pese a todos los esfuerzos y el empeño que había puesto, pero la muerte de Percival no había sido la única pérdida ni necesariamente la principal. Toda la ciudad de Londres había quedado rebajada, tal vez toda Inglaterra, porque la ley que habría debido ser instrumento de protección había sido en cambio instrumento de muerte.
Hester estaba de pie en el comedor. Justo a aquella hora había ido a buscar a la mesa un poco de confitura de albaricoque para completar la bandeja de Beatrice. No sabía si ponía en riesgo su puesto de trabajo obrando de aquella manera, no sabía si lo perdería y sería despedida, pero quería ver qué cara ponían los Moidore en el momento en que colgaban a Percival y asegurarse de que todos sabían exactamente qué hora era.
Al pasar por delante de Fenella se excusó. Pese a que era temprano, la viuda ya estaba levantada y al parecer se proponía ir a dar un paseo a caballo por el parque. Hester puso unas cucharaditas de mermelada en un plato.
– Buenos días, señora Sandeman -dijo con voz monocorde-. Espero que tenga un agradable paseo. Hará mucho frío en el parque tan temprano, aunque ya ha salido el sol. Todavía no se habrá fundido la escarcha. Faltan tres minutos para las ocho.
– ¡Qué precisión la de usted! -dijo Fenella con una sombra de sarcasmo-. ¿Será porque es enfermera y hay que hacerlo todo a la hora exacta, siguiendo una rutina estricta? Hay que tomarse el medicamento justo cuando el reloj dé la hora, de lo contrario no surtirá el efecto deseado. ¡Qué aburrimiento! -Se rió ligeramente, una risita burlona que sonó como un campanilleo.
– No, señora Sandeman -dijo Hester con voz muy clara-. Lo sé porque dentro de dos minutos colgarán a Percival. Tengo entendido que son muy puntuales, aunque no entiendo por qué. No veo que tenga tanta importancia la exactitud, pero parece que es una especie de ritual.
A Fenella se le atragantó el bocado de huevo que tenía en la boca y le entró un espasmo de tos. Pero nadie le hizo el menor caso.
– ¡Oh, Dios! -exclamó Septimus clavando la vista al frente con mirada desolada y sin un parpadeo. Habría sido imposible leer sus pensamientos.
Cyprian cerró los ojos como si quisiera borrar el mundo que lo rodeaba y todas sus facultades se concentrasen en un torbellino que bullía en su interior.
Araminta estaba blanca como la cera, el rostro extrañamente hierático.
A Myles Kellard se le derramó el té que acababa de llevarse a los labios y que formó una mancha sobre el mantel, un dibujo oscuro e irregular que iba extendiéndose sobre la tela. Daba la impresión de que estaba furioso y aturullado.
– ¡Vaya! -estalló Romola con el rostro cubierto de rubor-. ¡Qué mal gusto y qué falta de sensibilidad hablar de una cosa así! ¿Se puede saber qué le importa a usted esto, señorita Latterly? No hay nadie que quiera que se lo recuerden. Le ruego que salga de la habitación y no le pido otra cosa que esto: no cometa la torpeza de hacer este tipo de comentarios a mi suegra. ¡Hay que ver! ¡Qué estúpida!
Basil estaba palidísimo, tenía un tic nervioso en la mejilla.
– No se puede remediar -dijo en voz muy baja-. Es preciso proteger a la sociedad y a veces con métodos muy radicales. Y ahora me parece que podríamos dar el tema por concluido y seguir con nuestra vida como normalmente. Señorita Latterly, no vuelva a hablar otra vez del tema. Le ruego que se lleve la mermelada o lo que haya venido a buscar y se lo sirva a lady Moidore para que pueda desayunar.
– Sí, sir Basil -repuso Hester, obediente. Los rostros de todos habían quedado reflejados en su mente como en un espejo, había visto en ellos dolor, lo irrevocable del destino, una pátina de sombra que se proyectaba sobre todas las cosas.
Capítulo 11
Dos días después de la ejecución de Percival a Septimus Thirsk le dio un ligero acceso de fiebre, no lo bastante alta para hacer temer que pudiera tratarse de una enfermedad seria, pero lo suficiente para que se sintiera mal y tuviera que permanecer recluido en su cuarto. Beatrice, que había continuado reteniendo a Hester más para que le hiciera compañía que porque tuviera verdadera necesidad de utilizar sus servicios profesionales, le ordenó que se ocupara inmediatamente de él, se procurase el medicamento que considerase aconsejable en su caso e hiciera todo lo necesario para aliviar sus dolencias y contribuir a su recuperación.
Hester encontró a Septimus en la cama de su espaciosa y aireada habitación. Las cortinas estaban descorridas y dejaban ver que aquél era un desapacible día de febrero, el aguanieve azotaba los cristales de las ventanas como si fuera metralla y el cielo era tan bajo y plomizo que parecía envolver los tejados. La habitación de Septimus estaba atiborrada de recuerdos militares, grabados de soldados vestidos de uniforme, oficiales de la caballería montada y, cubriendo toda la pared oeste, colocada en lugar de honor y sin nada más que la flanqueara, una soberbia pintura de la carga de los Royal Scots Greys en Waterloo, los caballos con los ollares dilatados, las blancas crines ondeando al viento entre nubes de humo y, detrás de ellos, todo el ímpetu de la batalla. Sintió que el corazón se le encogía y que se le formaba un nudo en el estómago al contemplar aquella imagen. Era tan real que le parecía oler el humo de las armas y oír el retumbar de los cascos, los gritos de los soldados y el entrechocar de los aceros; hasta notaba el sol que le quemaba la piel y el cálido olor de la sangre que se le metía por la nariz y le invadía la garganta.