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Después ya sólo quedaría el silencio en la hierba, los cadáveres a los que aguardaba la sepultura o los pájaros carroñeros, un trabajo interminable, desamparo y los pocos y repentinos destellos de la victoria cuando se conseguía que alguien sobreviviera a pesar de aterradoras heridas o encontrara algún alivio a sus dolores. Aquel cuadro tenía tanta vida que, al verlo, Hester sintió que le dolía todo el cuerpo con el recuerdo del agotamiento y el miedo, la piedad, la ira y el regocijo.

Al mirar a Septimus vio que tenía los ojos de un azul desleído fijos en ella y en aquel instante circuló entre los dos una corriente de comprensión tan poderosa como no podía existir en ninguna otra persona de la casa. Septimus sonrió muy lentamente, su mirada era dulce, casi radiante.

Hester titubeó para no romper el momento y, cuando se desvaneció por el curso natural de las cosas, se le acercó e inició la simple rutina que exigía su labor de enfermera: le hizo preguntas, le tocó la frente, le tomó el pulso en la huesuda muñeca, le palpó el abdomen para ver si le dolía, auscultó atentamente su respiración superficial, como buscándole un revelador jadeo dentro del pecho.

Septimus tenía la piel enrojecida, seca y un poco áspera, los ojos muy brillantes pero, aparte de un ligero resfriado, no encontró en él ningún síntoma realmente grave. Sin embargo, unos días de atenciones podían hacer más por él que cualquier medicación y Hester estaba satisfecha de poder dispensárselas. A Hester le gustaba Septimus, pero había podido percatarse de que el resto de la familia lo tenía en muy poco y lo miraba con aires de superioridad.

Él la observó con expresión enigmática y ella pensó de repente que aunque le diagnosticara una pulmonía o tisis no por esto Septimus se habría asustado, quizá ni se inmutaría. Hacía mucho tiempo que Septimus había aceptado que la muerte tiene que llegarnos a todos un día u otro y había tenido ocasión de comprobar muchas veces su realidad, tanto a través de la violencia como de la enfermedad. No tenía un desmedido interés en seguir prolongando su vida. Era un pasajero, un huésped en casa de su cuñado, tolerado pero no necesario. Él era un hombre que había nacido y se había preparado para luchar, para ofrecer protección a los demás, para servirlos. Era la finalidad de su vida.

Hester lo tocó muy suavemente.

– Sólo es un resfriado un poco fuerte pero, si se cuida, pasará sin dejar secuela. Me quedaré un rato con usted sólo para asegurarme. -Vio que a Septimus se le iluminaba la cara, pero también vio que estaba muy acostumbrado a la soledad. Se había convertido para él en algo así como ese dolor en las articulaciones que uno intenta paliar moviéndose un poco, tratando de olvidarlo, pero no consiguiéndolo siempre. Hester le sonrió para indicarle que había establecido con él una conspiración rápida e inmediata-. Así podremos hablar.

Septimus le devolvió la sonrisa y ahora le brillaron los ojos porque se sentía feliz, olvidado de la fiebre.

– Hace bien quedándose -accedió-, no vaya a ser que cambie a peor. -Y tosió de forma un poco exagerada, en la que Hester pudo distinguir el dolor de un pecho congestionado.

– Voy a bajar a la cocina para prepararle un poco de leche y una sopa de cebolla -le explicó con viveza.

El hombre puso cara larga.

– Le sentará muy bien -le aseguró ella-, de veras que es muy sabrosa. Y mientras usted se la toma le contaré mis experiencias… y después usted me contará las suyas.

– ¡Si es así -dijo él haciendo una concesión-, incluso me tomaré la leche y la sopa de cebolla!

Hester se pasó el día entero con Septimus e incluso se llevó una bandeja para comer en su cuarto, en silencio, sentada en la butaca de un rincón de la habitación mientras él se pasaba toda la tarde durmiendo como un lirón. Cuando se despertó, Hester fue a buscarle más sopa, esta vez de puerros y apio mezclados con puré de patata en una masa espesa. Así que se la hubo comido, se quedaron sentados el resto de la tarde hablando de lo mucho que habían cambiado las cosas desde los tiempos en que él frecuentaba los campos de batalla. Hester le habló de los grandes conflictos de que había sido testigo desde posición privilegiada y después Septimus le refirió las desesperadas cargas de caballería en las que había tomado parte en la guerra afgana de 1839 a 1842, y más tarde en la conquista del Sind, ocurrida un año después, así como en las posteriores guerras de los sijs de mediados de la década. Hablaron de interminables emociones, habían visto y temido las mismas cosas, habían sentido el salvaje orgullo mezclado de horror que comporta la victoria, los dos sabían de llantos y de heridas, de la belleza del coraje y de la temible y elemental indignidad que es resultado del desmembramiento y de la muerte. Y Septimus contó a Hester muchas cosas sobre aquel magnífico continente que era la India y le habló de sus gentes. También recordaron juntos las risas y la camaradería, los absurdos y la intensidad de los momentos sentimentales, los rituales del regimiento con su esplendor, a primera vista propios de una farsa: candelabros de plata y vajillas de cristal tallado y de porcelana para los oficiales en las cenas de la víspera de la batalla, uniformes escarlata, galones dorados, cobres relucientes como espejos…

– A usted le habría gustado Harry Haslett -dijo Septimus con profunda y resignada tristeza-. Era el hombre más agradable de este mundo, poseía todas las cualidades que se esperan de un amigo: honor sin pompa alguna, generosidad sin aires de superioridad, humor sin malicia y valor pero no crueldad. Octavia lo adoraba. El mismo día que la asesinaron había hablado de él con pasión, como si su muerte siguiera siendo un hecho reciente en sus pensamientos. -Septimus sonrió y levantó los ojos al techo, parpadeando un poco para ocultar las lágrimas.

Hester le buscó la mano y la retuvo entre las suyas. Fue un gesto natural, absolutamente espontáneo y él así lo entendió sin necesidad de que mediaran palabras. Los dedos huesudos de Septimus oprimieron los de Hester y los dos se quedaron varios minutos en silencio.

– Iban a mudarse de casa -dijo finalmente, así que su voz estuvo bajo control-. Octavia era muy diferente de Araminta. Ella quería tener casa propia, le preocupaba muy poco la posición social que comportaba ser la hija de sir Basil Moidore o de vivir en Queen Anne Street con todos sus carruajes y su servicio, sus embajadores a la hora de cenar, sus miembros del Parlamento y sus príncipes extranjeros. Usted, claro, no ha sido testigo de estas ceremonias porque ahora la familia está de luto por la muerte de Octavia, pero antes era completamente diferente. Casi cada semana había una celebración especial.

– ¿Será por esto que Myles Kellard se ha quedado? -preguntó Hester, comprendiendo de pronto los motivos.

– Por supuesto -admitió él con una leve sonrisa-. ¿Cómo iba a mantener este nivel pagándoselo de su bolsillo? De todos modos, por desahogada que sea su situación, no puede compararse con la riqueza ni el rango social de Basil. Y Araminta se lleva muy bien con su padre. Myles no ha tenido nunca muchas posibilidades, aunque tampoco creo que las desee. Aquí tiene lo que no tendría en ningún otro sitio.

– Salvo la dignidad de ser amo de su propia casa -dijo Hester-, la libertad de tener opiniones propias, de entrar y salir sin tener que guardar deferencias con nadie y de escoger a sus amigos de acuerdo con sus gustos y emociones.

– ¡Oh, hay que pagar un precio! -admitió Septimus con ironía-. Y a veces bastante alto.

Hester frunció el ceño.