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Y aquí estaba esa voz que David no había oído desde que tenía cinco años, esa cara —ojos azules, nariz aguileña— que se había alzado ante él como una luna gigantesca.

—Hijo mío, ha pasado tanto tiempo. Ven. Tenemos muchísimo de qué hablar hasta ponernos al día…

David había transcurrido la mayor parte del vuelo desde Inglaterra tratando de sosegarse para este encuentro. Tienes treinta y dos años, se decía a sí mismo. Tienes un puesto de profesor titular en Oxford. Tus trabajos y tus libros de vulgarización sobre la exótica matemática de la Física cuántica fueron extremadamente bien recibidos. Este hombre podrá ser tu padre, pero te abandonó y no tiene autoridad alguna sobre ti.

Eres un adulto ahora. Tienes tu fe religiosa. Nada tienes que temer.

Pero Hiram, tal como, seguramente, se lo había propuesto, consiguió traspasar todas las defensas de David en los primeros cinco segundos de su encuentro. El joven, aturullado, se dejó conducir.

* * *

Hiram llevó a su hijo directamente a las instalaciones de investigación —la Fábrica de Gusanos, como la llamaba—, que estaba hacia el norte de Seattle. El viaje, en un Rolls de manejo controlado por inteligencia artificial, fue rápido y pavoroso. Controlados por satélites localizadores de la posición y por soportes lógicos inteligentes incorporados en el auto en sí, los vehículos fluían por las autopistas a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, los paragolpes de dos autos se perseguían separados por no más que centímetros. Todo era mucho más agresivo que a lo que David estaba acostumbrado en Europa.

Pero la ciudad, lo que vio de ella, lo impresionó: su estilo europeo, un sitio de casas suntuosas y bien conservadas con una extensa vista de las colinas y del mar, los complejos edilicios más modernos integrados de manera razonablemente garbosa con la sensación general que inspiraba el lugar; la zona del centro comercial alborotada por la proximidad de la Navidad.

Recordaba poco del lugar; tan sólo fragmentos de la niñez, el pequeño barco que Hiram usaba para salir del golfo de Puget, viajes por encima de la línea de nieve en invierno. Había regresado a Estados Unidos muchas veces antes, claro está —la física teórica era una disciplina internacional—, pero nunca había vuelto a Seattle, no desde el día en que, de modo inolvidable, su madre lo había arropado bien y salido como una furia de la casa de Hiram.

Hiram hablaba todo el tiempo, acribillando a su hijo con preguntas.

—¿Así que te sientes aclimatado en Inglaterra?

—Pues, ya sabes respecto de los problemas del clima. Pero incluso Oxford, rodeada por hielo, es un magnífico lugar para vivir. En particular desde que suprimieron los automóviles privados del camino de circunvalación y…

—¿Esos presumidos británicos no se burlan de ti por tu acento francés?

—Padre, soy francés. Ésa es mi identidad.

—Pero no tu ciudadanía. —Hiram palmeó el muslo de su hijo. —Eres estadounidense. No lo olvides. —Contempló a David con cautela. —¿Y todavía sigues practicando?

David sonrió.

—¿Quieres decir si aún soy católico? Sí, padre.

Hiram gruñó:

—Esa maldita madre tuya. El error más grande que yo cometí jamás fue unirme con ella sin tener en cuenta su religión. Y ahora te transmitió a ti el virus de Dios.

David sintió que las alas de la nariz se agitaban por la cólera.

—Tu lenguaje es ofensivo.

—…Sí. Lo siento. ¿Así que hoy en día Inglaterra es un buen lugar para ser católico?

—Desde que se separó la Iglesia del Estado, Inglaterra consiguió una de las comunidades católicas más sanas del mundo.

Hiram volvió a gruñir:

—No es frecuente oír las palabras sano j católico en la misma oración… Aquí estamos.

Habían llegado a una amplia playa de estacionamiento. El auto se detuvo. David salió de él después de su padre. Estaban próximos al océano y David quedó inmerso de inmediato en el aire frío y cargado de sal.

La playa de estacionamiento bordeaba un edificio grande, abierto, toscamente construido con cemento armado y metal acanalado, como un hangar. En uno de los extremos había un gigantesco portón, que estaba abierto en parte, y desde un depósito que había afuera, camiones robot estaban acarreando voluminosas cajas de cartón hacia el interior del edificio.

Hiram condujo a su hijo hasta una puerta pequeña, del tamaño de un hombre, que estaba recortada en una de las paredes; su tamaño parecía un músculo en comparación con la escala de la estructura.

—Bienvenido al centro del universo. —Súbitamente, Hiram pareció estar avergonzado. —Mira, te arrastré hasta aquí sin pensar. Sé que acabas de bajar de tu vuelo. Si necesitas un respiro, una ducha…

Hiram parecía estar lleno de legítima preocupación por el bienestar de su hijo y David no pudo resistir sonreírle.

—Quizá café, un poco más tarde. Muéstrame tu nuevo juguete.

El espacio dentro del hangar era frío, cavernoso. Mientras caminaban por el polvoriento piso de cemento armado, sus pasos retumbaban. El techo tenía nervaduras y baterías de luces en hilera que colgaban por todas partes, llenando el vasto volumen con una luz gris fría y penetrante. Había una sensación de silencio, de calma: a David le recordaba más una catedral que una instalación tecnológica.

En el centro del edificio, una pila de equipo se elevaba por encima del puñado de técnicos que trabajaban ahí. David era un teórico, no un científico, pero reconoció los instrumentos que constituían una instalación experimental de alta energía: había detectores de partículas subatómicas —ordenamientos de bloques de cristal apilados en altura y profundidad— y cajas que contenían equipos electrónicos de control puestos unos sobre otros como si fueran ladrillos blancos, minúsculos en comparación con el ordenamiento de detectores en sí, pero cada uno de ellos, por sí mismo, con el tamaño de un trailer.

Los técnicos no eran, empero, lo que típicamente se ve en una planta donde se opera con física de alta energía: en promedio parecían ser bastante viejos, quizá de alrededor de sesenta años, teniendo en cuenta lo difícil que resulta estimar edades hoy en día.

David le planteó esta cuestión a Hiram:

—Sí. De todos modos, Nuestro Mundo tiene la política de contratar operarios de mayor edad. Son conscientes; en general son más inteligentes que los jóvenes, gracias a las sustancias químicas para el cerebro que se dan en la actualidad, y agradecen que les brinden trabajo. Y, en este caso, la mayor parte de la gente es víctima de la cancelación del SBPS.

—¿El SBPS, el Super Bombardero de Partículas Superconductor? Un proyecto de muchos miles de billones de dólares para la fabricación de un acelerador de partículas, obra que se iba a efectuar debajo de un maizal en Texas, de no haber sido paralizado por el Congreso en los años noventa.

Hiram dijo:

—Esa decisión afectó a toda una generación de físicos estadounidenses especializados en partículas. Sobrevivieron; hallaron trabajo en la industria y en Wall Street. La mayoría, empero, nunca logró superar la decepción…

—Pero el SBPS habría sido un error. La tecnología de aceleradores lineales que llegó unos años después, fue mucho más eficaz y más económica. Además, la mayor parte de los resultados fundamentales en la física de partículas que se obtuvo desde 2010, aproximadamente, provino de estudios de sucesos cosmológicos de alta energía.