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—Eso no importa. No a esta gente: el SBPS pudo haber sido un error, pero habría sido el error de ellos, de esa gente. Cuando le seguí la pista a estos tipos y les brindé la oportunidad de venir a trabajar en física de vanguardia de alta energía, se abalanzaron sobre ese ofrecimiento. —Hiram miró con fijeza a su hijo. —Tú lo entiendes, eres un muchacho listo, David.

—No soy un muchacho.

—Tuviste la clase de educación con la que yo nunca pude haber soñado siquiera, pero, aun así, hay muchas cosas que te puedo enseñar, tales como la forma de manejar a la gente. —Con un movimiento amplio de la mano señaló a los técnicos. —Mira a estos tipos: están trabajando por una promesa, por sueños de su juventud, por sus aspiraciones, por la realización de sus deseos con su propio esfuerzo. Si puedes hallar alguna manera para aprovechar eso, puedes hacer que la gente trabaje para ti como caballos, incluso sólo por algunas moneditas.

David lo siguió, frunciendo el entrecejo.

Llegaron a una baranda y un técnico de cabello canoso, con una breve y algo reverente inclinación de cabeza hacia Hiram, les alcanzó sendos cascos de seguridad. David adaptó con afectación el suyo a su cabeza.

Después se inclinó sobre la baranda: pudo oler aceite de máquina, aislación, solventes para limpieza. Desde ahí pudo ver al grupo ordenado de detectores, que se extendía por una cierta distancia debajo de la superficie del suelo. En el centro de la fosa había un apretado nudo de maquinaria, oscura y de una clase que no le era familiar. Una bocanada de vapor, parecida a jirones de vapor de agua, se alzaba desde la parte central de la maquinaria: criogenia, quizás. En alguna parte, por arriba, se dejaba oír un zumbido como de piezas metálicas en movimiento: David miró hacia arriba, para ver una grúa de balancín en acción, un largo columpio de acero que se extendía por encima del conjunto de detectores y que en el extremo tenía un brazo con agarradera.

Hiram murmuró:

—La mayor parte de todo esto no es más que detectores de una clase o de otra, así podemos deducir qué está pasando… en especial cuando algo sale mal. —Señaló el nudo de maquinaria en el centro del conjunto de detectores. —Ése es el lado que importa: una aglomeración de imanes superconductores.

—Eso explica la criogenia.

—Sí. Ahí adentro creamos nuestros enormes campos electromagnéticos, los campos que usamos para construir nuestros motores Casimir para manchones de cervatillo. —Había orgullo en su voz… que era justificable, pensó David. —Éste es el mismísimo sitio en el que abrimos el primer agujero de gusano, allá, en la primavera. Haré que coloquen una placa; ya sabes, uno de esos indicadores para la historia. Puedes decir que soy presuntuoso. Ahora estamos utilizando este lugar para hacer que la tecnología avance aún más, y tanto y tan rápido como podamos.

David se volvió hacia Hiram.

—¿Para qué me trajiste acá?

—…Justamente ésa es la pregunta que iba a hacer.

La tercera voz, por completo inesperada, claramente sobresaltó a Hiram.

Una figura salió de entre las sombras de la pila de detectores y vino a pararse al lado de Hiram. Durante un instante, el corazón de David latió con fuerza, pues bien pudo haber sido el gemelo de Hiram… o su fantasma prematuro. Pero, al mirar con más detenimiento, David pudo percibir diferencias: el segundo hombre era considerablemente más joven, menos corpulento, quizás un poco más alto y su cabello todavía era tupido y de un negro brillante.

Pero esos ojos de un celeste puro, tan poco comunes en el caso de descendencia asiática, eran, sin la menor duda, los de Hiram.

—Te conozco —dijo David.

—¿De la televisión en tabloide?

David forzó una sonrisa.

—Eres Bobby.

—Y tú debes de ser David, el medio hermano que no sabía que tenía hasta que me tuve que enterar a través de una periodista. —Era más que evidente que Bobby estaba enojado, pero su autocontrol lo hacía mantenerse frío.

David se dio cuenta de que había aterrizado en medio de una complicada pelea de familia… y, lo que era peor, de su familia.

Hiram miró de uno a otro a sus hijos. Suspiró.

—David, quizá ya es hora de que te invite ese café.

El café se contaba entre los peores que David hubiera probado jamás. Pero el técnico que se los sirvió revoloteó junto a la mesa hasta que David tomó el primer sorbo. Esto es Seattle, se forzó en recordar David a sí mismo: acá, la calidad del café ha sido un fetiche entre las clases sociales que operan instalaciones como ésta durante una generación. Se obligó a sonreír.

—Maravilloso —mintió.

El técnico se alejó rebosante de alegría.

El comedor de la instalación estaba metido en el rincón de la sala de cómputos, el centro de computación en el que se analizaban los diversos experimentos que se efectuaban en el lugar. El centro de cómputos en sí era característico de las operaciones de Hiram, donde se cuidaban extremadamente los costos, y era ínfimo: un módulo temporario de oficina con piso de baldosas de plástico, paneles fluorescentes en el techo; tabiques de plástico, que simulaban ser de madera, para los puestos de trabajo.

Estaba atestado con terminales de computadora, pantallas flexibles, osciloscopios y otros equipos electrónicos. Caños para cables y fibras de luz serpenteaban por todas partes, obras adosadas a las paredes, los pisos y el techo con cinta adhesiva. Había un olor complejo de ozono proveniente del equipo eléctrico, de café rancio y de sudor.

El comedor había resultado ser una choza deprimente con mesas de plástico y máquinas expendedoras de bebidas, todo mantenido por un trajinado robot de control remoto. Hiram y sus dos hijos se sentaron en torno de una mesa, con los brazos cruzados y evitaron mirarse de frente.

Hiram hurgó en uno de sus bolsillos e hizo aparecer una pantalla flexible del tamaño de un pañuelo. La alisó sobre la mesa y dijo:

—Iré al grano. Encendido. Reproducción. Cairo.

David miró la pantalla. Vio, a través de una sucesión de escenas breves, alguna clase de emergencia médica que se estaba desarrollando en la ciudad egipcia de El Cairo, bajo un sol abrasador: camilleros que llevaban cuerpos provenientes de edificios; un hospital atestado de cadáveres y parientes desesperados y personal médico al que se hostilizaba; madres apretando contra el pecho el cuerpo inerte de niños, mientras aullaban de dolor.

—¡Dios bendito!

—Dios parece haber estado mirando hacia otro lado —dijo Hiram con tono sombrío—. Esto ocurrió hoy por la mañana. Otra guerra por el agua. Uno de los vecinos de Egipto vertió una toxina en el Nilo. Las primeras estimaciones arrojan dos mil muertos, diez mil enfermos, se esperan muchas más muertes.

—Ahora bien —dijo mientras golpeaba con el dedo la pantalla—, miren la calidad de la imagen. Algunas de estas imágenes provienen de cámaras portátiles; otras, de equipos teleguiados. A todas se las tomó dentro de los diez minutos posteriores al primer brote del que diera información una agencia local de noticias. Y aquí está el problema. —Hiram tocó la esquina de la imagen con la uña. Ahí aparecía un logo: NLT, la red Noticias en Línea de la Tierra, uno de los rivales más acérrimos en el terreno de la búsqueda de noticias. Hiram dijo:

—Tratamos de llegar a un acuerdo con la agencia local, pero la NLT se adelantó a nosotros en dar a conocer las noticias sensacionales. —Miró a sus hijos. —Esto ocurre todo el tiempo. De hecho, cuando más grande me vuelvo, más alimañas agudas como la NLT le tiran dentelladas a mis talones.