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El diseño de los satélites Molniya había sido absolutamente ingenioso: los grandes propulsores de Korolev no tenían la capacidad de lanzar un satélite hasta ponerlo en órbita geosincrónica, ese radio elevado en el que la estación habría de flotar por encima de un punto fijo de la superficie de la Tierra. De modo que Korolev lanzó sus satélites en trayectorias elípticas de ocho horas: con esas órbitas, cuidadosamente escogidas, tres Molniya pudieron brindar cobertura de comunicaciones para la mayor parte de la Unión Soviética. Durante décadas, la URSS, y luego Rusia, había mantenido constelaciones de Molniya en sus excéntricas órbitas, que a ese país tan grande y de contornos irregulares le proporcionaron la unidad social y económica esencial.

Vitali consideraba los satélites de comunicaciones Molniya como el logro más grandioso de Korolev, que incluso eclipsaba las proezas de ese diseñador en cuanto al lanzamiento de robots y seres humanos al espacio para tocar Marte y Venus, llegando incluso —estuvo tan cerca— hasta casi derrotar a los estadounidenses en la llegada a la Luna.

Pero ahora, quizá, la necesidad de esos maravillosos pájaros estaba desapareciendo finalmente.

La gran torre de lanzamiento se desplazó hacia atrás y los últimos conductos de suministro de combustible se separaron y cayeron, retorciéndose con lentitud como gordas serpientes negras. Ante la vista apareció el contorno estilizado del propulsor en sí: una forma de aguja con el plisado barroco típico de los diseños anticuados, maravillosos, absolutamente confiables de Korolev. Aunque el sol ahora se encontraba alto en el cielo, el cohete estaba bañado en brillante luz artificial, envuelto en volutas de vapor exhalado por la masa de combustibles criogénicos que llevaba en los tanques.

Tri. Dva. Odin. Zashiganiye![1]

Ignición…

* * *

Mientras Kate Manzoni se acercaba a los predios de Nuestro Mundo, se preguntaba si había procurado ser algo más que de buen tono presentarse apenas lo suficientemente tarde para este acontecimiento grandioso, mientras brillante estaba el cielo del Estado de Washington pintado por el espectáculo de luces de Hiram Patterson.

Aviones pequeños lo cruzaban en todas direcciones, manteniendo una capa de polvo (sin la menor duda, ecológicamente admisible) sobre el cual los láseres pintaban imágenes virtuales de una Tierra en rotación. Cada pocos segundos el globo se volvía transparente, para revelar, engarzado en su núcleo, el familiar logotipo de la sociedad comercial Nuestro Mundo. Todo era absolutamente vulgar, claro está, y únicamente servía para oscurecer la verdadera belleza en lo alto, el claro cielo nocturno.

Kate hizo que se volviera opaco el techo del auto y halló imágenes consecutivas que se desplazaban por su campo visual.

Un robot teleguiado revoloteó por afuera del auto. Era otro globo terrestre que rotaba con lentitud y, cuando habló, su voz era suave, completamente sintética, desprovista de emoción.

—Por acá, Ms.[2] Manzoni.

—Un momento, por favor. —Susurró: —Motor de búsqueda. Espejo.

Una imagen de sí misma cristalizó en el medio de su campo visual, desconcertando al robot volador que giraba sobre sí mismo. Kate revisó las partes anterior y posterior del vestido, puso en actividad los tatuajes programables que le adornaban los hombros y acomodó los mechones rebeldes de su cabellera en donde debían estar. La autoimagen, que se había sintetizado a partir de información proveniente de las cámaras del auto y transmitido a los implantes retinianos de Kate, tenía el grano un poco remarcado y era proclive a descomponerse en píxeles con desigual distribución de luz y sombra, si Kate se desplazaba con demasiada rapidez; pero ésa era una limitación de la tecnología anticuada de implante de órganos sensoriales que tenía Kate yque ella estaba dispuesta a aceptar: mejor padecer un poco de imagen borrosa que permitir que algún cirujano de manos suaves y especializado en aumentar las capacidades del SNC le abriera el cráneo.

Cuando estuvo lista hizo desaparecer la imagen y salió desmañadamente del auto, con tanto garbo como le permitía su vestido ajustado hasta lo ridículo y para nada práctico.

El predio de Nuestro Mundo resultó ser una alfombra de cuadrángulos de césped pulcramente cortado que separaban edificios de tres pisos de oficinas, cajas gordas, con más peso arriba que en la base, hechas de vidrio azul y sostenidas por delgadas vigas de hormigón armado reforzado. El conjunto era desagradable y extrañamente pintoresco; respondía al concepto de elegancia de edificios empresarios de los noventa. El piso inferior de cada edificio era una playa abierta de estacionamiento, en una de las cuales el auto de Kate se estacionó automáticamente.

La joven se unió a un río de gente que fluía hacia el interior de la cafeteríadelpredio, mientras robots teleguiados flotaban en el aire subiendo y bajando lentamente sin avanzar por sobre la cabeza de los huéspedes.

La cafetería restaurante era una obra maestra de ingeniería, un cilindro espectacular de vidrio con múltiples niveles y construido en torno de un trozo de Muro de Berlín cubierto por graffitis auténticos. En medio del lugar causaba extrañeza un arroyo que atravesaba la sala, cuyas orillas estaban unidas por puentes de pequeñas piedras. Esa noche, quizá mil invitados se arremolinaban de un extremo alotro del piso de césped, grupos de ellos reuniéndose y dispersándose, una nube de conversaciones burbujeando en torno a ellos.

Las cabezas giraron hacia Kate, algunas con gesto de haberla reconocido y otras, hombres y mujeres por igual, con gesto calculador, decididamente lascivo.

Kate escudriñó una cara tras otra, sobresaltándose por el repentino reconocimiento. Había presidentes, dictadores, miembros de la realeza, magnates de la industria y de las finanzas, y el inevitable grupo de celebridades del mundo del cine, de la música y de las demás artes. No advirtió la presencia de la presidenta Juárez, pero sí a varios miembros de su gabinete que estaban ahí. Kate debió admitir que Hiram había reunido un grupo más que selecto para presentar su espectáculo más novedoso.

Por supuesto, Kate sabía que ella misma no estaba allí sólo por su rutilante talento periodístico ni por sus dotes para la conversación, sino por su propia mixtura entre belleza y celebridad de menor cuantía, suscitada como consecuencia de haber revelado el descubrimiento de Ajenjo. Pero ése era un aspecto que Kate había estado feliz de explotar desde el momento mismo en que diera la sensacional noticia.

Robots teleguiados flotaban por encima de la gente, sirviendo canapés y bebidas. Kate aceptó un cóctel. Algunos de los robots llevaban imágenes de uno u otro de los canales de Hiram. En medio de la excitación, no se les prestaba atención a las imágenes, ni siquiera a las más espectaculares —en ese momento se veía una, por ejemplo, que mostraba la imagen de un cohete espacial a punto de que se lo lanzara, evidentemente desde alguna polvorienta estepa de Asia—, pero Kate no podía negar que el efecto acumulativo de toda esta tecnología era impresionante, como si estuviera reforzando aquella famosa bravata de Hiram, de que la misión de Nuestro Mundo era informar a todo un planeta.

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1

Tres. Dos. Uno. Encendido. En ruso en el original. (N. del T.)

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2

Forma de dirigirse a una mujer sin señalar su estado civil (como sí ocurre con Miss, señorita o Mrs, señora). No hay equivalente en español, por lo que se conserva la forma en inglés. (N. del T.)