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Con el tiempo, según suponía David, versiones comerciales de esta cámara para agujero de gusano vendrían con controles más intuitivos, controladores de mando quizá; palancas y perillas para hacer rotar el punto de vista en un sentido y en otro. Pero esta configuración sencilla de controles sensibles al tacto en la pantalla flexible era suficiente para permitirle controlar el punto de vista, lo que daba pie para concentrarse en la imagen en sí.

Y, por supuesto, un rincón de su mente le hacía recordar que, en realidad, el punto de vista no se movilizaba en absoluto; sino que los motores de Casimir estaban creando y deshaciendo una serie de agujeros de gusano, separados entre sí a distancias planckianas y ensartados formando una línea en el sentido en que el operador quisiese desplazarse. Las imágenes que regresaban por agujeros sucesivos llegaban lo suficientemente próximas como para darle a David la ilusión de desplazamiento.

Pero nada de esto era importante ahora, se dijo con severidad. Por ahora, lo único que deseaba era jugar.

Con una palmada decidida a la pantalla hizo girar el punto de vista y lo hizo volar directamente hacia la pared de hierro corrugado de la Fábrica. No pudo evitar encogerse cuando la barrera voló hacia él.

Hubo un instante de oscuridad.

Imprevistamente David se encontró del otro lado y envuelto en una encandilante luz de sol.

Frenó el punto de vista y lo dejó descender hasta la altura de los ojos. Estaba en los terrenos que rodeaban la Fábrica de Gusanos: césped, arroyos, encantadores puentecitos. El Sol estaba bajo, lo que facilitaba la proyección de largas sombras, bien definidas; sobre el césped había centelleantes vestigios de rocío.

David dejó que su punto de vista flotara hacia delante. En un principio como caminando al paso; luego, con un poco más de rapidez. El césped pasaba con celeridad debajo de él y los árboles replantados de Hiram se desplazaban por los costados como veloces manchones borrosos.

La sensación de velocidad era regocijante.

Todavía no había dominado los controles y, de vez en cuando, su punto de vista se hundía con torpeza a través de un árbol o de una roca, provocando momentos de oscuridad teñida de marrón o gris intenso. Pero David tenía mayor confianza en el control, y la sensación de velocidad, libertad y claridad era impresionante. Era como tener diez años nuevamente —pensó—, con los sentidos frescos y afilados, un cuerpo tan lleno de energía que era liviano como una pluma.

Llegó hasta el camino privado de la planta. Hizo elevar el punto de vista en dos o tres metros, recorrió la ruta y encontró la autopista. Voló más alto y se desplazó muy por lo alto de la autopista, contemplando los ríos de destellantes autos parecidos a escarabajos que circulaban por ella. El flujo del tránsito se concentraba llegando ya a la hora de máxima afluencia, se veía denso, desplazándose con celeridad. David pudo ver patrones en el flujo, nudos de densidad que se reunían y desaparecían cuando la red invisible de controles de programación llevaba a lo óptimo la corriente de autos guiados por el sistema de inteligencia artificial.

De pronto, impaciente, se elevó aún más, con lo que la autopista se convirtió en una cinta gris que viboreaba por la tierra; el parabrisas de los autos centelleaba como un collar de diamantes.

Ahora podía ver la ciudad, que se extendía delante de él. Los suburbios eran una prolija rejilla rectangular que estaba tendida sobre las colinas, las que, envueltas por la neblina, aparecían como sombras en gris. Los edificios altos del centro comercial se proyectaban hacia arriba como un compacto puño de hormigón armado, vidrio y acero.

David se elevó aún más, pasó velozmente a través de un delgado estrato de nubes, hasta llegar a la luz del Sol que brillaba intensamente más allá. Después, volvió a girar para ver el centelleo del océano, que, lejos del continente, aparecía manchado por la ominosa oscuridad de otro sistema más de tormenta que se acercaba. La curvatura del horizonte se hizo evidente cuando el continente y el mar se doblaron sobre sí mismos y la Tierra se convirtió en planeta.

David reprimió el impulso de lanzar un grito de alegría: siempre había querido volar como Superman. Esto, pensó, se va a vender como pan caliente.

Una luna creciente colgaba, baja y solitaria, en el cielo azul. David hizo rotar el punto de vista hasta que su campo visual se centró en esa astilla de descarnada luz.

Detrás de sí pudo oír una conmoción, voces que se alzaban, pies que corrían. Quizás había ocurrido una violación de la seguridad en alguna parte de la Fábrica de Gusanos. No era su problema.

Con determinación llevó el punto de vista hacia adelante. El azul de la mañana se hizo más intenso y viró hacia lo violeta. Ya podía ver las primeras estrellas.

Ellos durmieron por un rato.

Cuando Kate se volvió, sintió frío. Levantó la muñeca y su tatuaje se encendió: las seis de la mañana. Mientras dormía, Bobby se había alejado de ella, dejándola descubierta. Kate tiró de la manta que estaban compartiendo y se tapó el desnudo torso.

La Fábrica de Gusanos, carente de ventanas, estaba tan oscura y cavernosa como cuando llegaron. Pudo ver que la imagen por cámara Gusano del estudio de Billybob todavía estaba como antes; el escritorio, los cueros de rinoceronte y los papeles. Se había grabado todo lo ocurrido desde la instalación de la cámara Gusano. Con un temblor de excitación, Kate se dio cuenta de que podría tener suficiente material como para hacer que encerraran a Meeks para siempre…

—Estás despierta.

Giró la cabeza: ahí estaba la cara de Bobby, los ojos completamente abiertos, apoyada sobre una manta plegada.

Acarició la mejilla de la joven con el dorso de uno de los dedos.

—Creo que estuviste llorando —dijo.

Eso la sobresaltó. Resistió la tentación de sacarle la mano, de ocultar la cara.

Bobby suspiró.

—Encontraste el implante. Así que ahora hiciste el amor con un cabeza enchufada. ¿Es ése tu prejuicio? No te gustan los implantes. Quizá piensas que únicamente los delincuentes y los deficientes mentales deben sufrir la modificación de las funciones cerebrales…

—¿Quién lo puso ahí?

—Mi padre. Es decir, fue por iniciativa de él. Cuando yo era niño.

—¿Lo recuerdas?

—Tenía tres o cuatro años. Sí, lo recuerdo, y recuerdo haber entendido por qué lo estaba haciendo. No los detalles técnicos, claro, pero sí el hecho de que me amaba y quería lo mejor para mí. —Sonrió con humildad. —No soy tan perfecto como parezco. Era un tanto hiperactivo y también padecía una leve dislexia. El implante corrigió esas cosas.

Kate tanteó con la mano en la parte de atrás de la cabeza de Bobby y exploró el perfil del implante. Mientras trataba de no hacerlo de modo tan evidente, se aseguró de que su propio tatuaje de la muñeca pasara por encima de la superficie de metal. Se obligó a sonreír.

—Tendrías que perfeccionar tus piezas mecánicas.

Bobby se encogió de hombros:

—Funcionan bastante bien.

—Si me permites traer equipo para análisis microelectrónico podría hacer un estudio de tu implante.

—¿Para qué serviría hacerlo?

Kate hizo una profunda inspiración.

—Descubrir qué hace.

—Ya te dije lo que hace.

—Me dijiste lo que Hiram te dijo a ti.

Bobby se apoyó en uno de los codos y la miró con fijeza.

—¿Qué estás queriendo decir?

Sí, ¿por qué, Kate? ¿No será que simplemente estás irritada porque no da señales de estar enamorándose de ti… en tanto que, como es evidente, tú sí te estás enamorando de este hombre complejo y con imperfecciones? —se dijo ella—. Pareces tener… vacíos. Por ejemplo, ¿nunca te haces preguntas respecto de tu madre?