Kate se orientó hacia uno de los agolpamientos de personas más grande que había en las proximidades, tratando de ver quién, o qué, era el centro de la atención: pudo divisar a un hombre joven, delgado, de cabello oscuro, bigote espeso y caído y anteojos redondos, que llevaba un uniforme de camouflage bastante absurdo, en verde lima brillante con cordones escarlata. Parecía estar sosteniendo un instrumento musical de viento de metal, una tuba barítono quizá. Kate reconoció al ejecutante, claro está, y tan pronto como lo reconoció, así de rápido perdió interés. Sólo una imagen virtual. Empezó a inspeccionar la multitud que lo rodeaba, notando la fascinación casi pueril que sentían por esa imagen falsa de una celebridad que hacía tiempo había muerto.
Uno hombre de edad mayor la estaba contemplando casi demasiado de cerca, sus ojos eran extraños, de un gris pálido que no era natural. Kate se preguntaba si el hombre no estaría en posesión de la nueva generación de implantes retinianos que, mediante la operación en longitudes de onda milimétricas, en las cuales las telas eran transparentes, y con apenas un sutil mejoramiento de la imagen, permitían a quien los usaba ver a través de la ropa, según decía el rumor. El hombre dio un paso dubitativo hacia Kate y sus prótesis ortóticas, invisible máquina para caminar, zumbaron con rigidez.
Kate giró sobre sí.
—…Me temo, no es más que un virtual. Nuestro joven sargento de ahí, quiero decir. Al igual que sus tres compañeros, que están diseminados de igual manera por todo el salón. Ni siquiera el poder de mi padre se extiende aún a la resurrección de los muertos. Pero, por supuesto, ustedes ya sabían eso.
La voz que Kate sintió en sus oídos le hizo dar un respingo. Se volvió y se encontró mirando la cara de un joven, de unos veinticinco años, cabello negro azabache, orgullosa nariz aguileña y una hendidura en el mentón por la que moriría más de una mujer. Su ascendencia mixta estaba explícita en el marrón pálido de su piel y en las espesas cejas negras arqueadas sobre sus ojos azul bruma. Pero su mirada vagaba con nerviosidad, aún en esos primeros segundos de haber conocido a Kate, como si el hombre tuviera problemas para sostenerle la mirada.
—Me está mirando con fijeza —dijo.
Kate salió al combate.
—Bueno, pues, usted me sobresaltó. De todos modos, sé quién es. —Era Bobby Patterson, el hijo único y heredero de Hiram, notorio por su fama de depredador sexual. Kate se preguntó a cuántas mujeres que vinieron sin compañía, este hombre habría tomado como blanco esta noche.
—Y yo la conozco a usted, Ms. Manzoni… ¿O puedo llamarla Kate?
—No hay problema, a su padre lo llamo Hiram, como todo el mundo, aunque nunca fuimos presentados.
—¿Quiere conocerlo? Podría arreglarlo.
—Estoy segura de que podría.
La estudió un poco más de cerca ahora, evidentemente disfrutando del delicado duelo verbal.
—Sabe, pude haber adivinado que usted era periodista… escritora, en todo caso: el modo en que observaba a la gente reaccionar ante el virtual, en vez de observarlo al virtual en sí… Vi sus artículos sobre el Ajenjo, claro; provocó bastante oleaje.
—No tanto como el que hará el verdadero asteroide cuando caiga en el Pacífico el 27 de mayo del Año del Señor de 2534.
Bobby sonrió y los dientes fueron como hileras de perlas.
—Usted me intriga, Kate Manzoni —dijo—. En este mismo momento está ganando acceso al motor de búsqueda, ¿no? Está averiguando sobre mí.
—No. —Kate estaba molesta por la sugerencia. —Soy periodista. No necesito una muleta mnemónica.
—Yo sí, evidentemente, recordé su cara, su artículo, pero no su nombre. ¿Se siente ofendida?
Kate se erizó.
—¿Por qué habría de estarlo? A decir verdad…
—A decir verdad, huelo en el aire cierta química sexual. ¿O estoy equivocado?
Un brazo pesado rodeó los hombros de Kate y la envolvió un poderoso aroma a colonia barata, era el mismísimo Hiram Patterson, una de las personas más famosas del planeta.
Bobby sonrió y, con delicadeza, sacó el brazo de su padre de los hombros femeninos.
—Papá, me estás avergonzando otra vez.
—Oh, al demonio con eso. La vida es demasiado corta, ¿no? —El acento de Hiram conservaba fuertes vestigios de sus orígenes: las vocales largas y nasales de Norfolk, Gran Bretaña. Era muy parecido a su hijo, pero de tez más oscura, casi calvo con apenas algunos cabellos negros e hirsutos alrededor de su cabeza; los ojos, de un azul intenso por encima de esa prominente nariz típica de la familia, y sonreía con facilidad, dejando ver los dientes manchados por la nicotina. Tenía aspecto de ser un hombre enérgico, aparentando menor edad que los casi setenta años que tenía.
—Ms. Manzoni, soy un gran admirador de su trabajo; y permítame decirle que luce usted estupenda.
—Que es, sin duda, la razón por la que estoy aquí.
Hiram rió, complacido.
—Bueno, eso también. Pero además quise estar seguro de que habría una persona inteligente en medio de tanto personaje político y de bellísimos cuerpos, todos ellos con el cerebro vacío, que atiborran estas presentaciones. Quise en este evento alguien que supiera registrar este instante de la historia.
—Me siento halagada.
—No, no lo está —dijo Hiram con brusquedad—. Está siendo irónica. Usted oyó el rumor acerca de qué voy a decir esta noche. Hasta es probable que en parte lo haya generado usted misma. Piensa que soy un megalómano excéntrico…
—No creo que diría eso de usted: lo que sí veo es un hombre con un juguete nuevo. Hiram, ¿realmente cree que un juguete puede cambiar el mundo?
—¡Pero es que sí pueden! En una época fue la rueda, la agricultura, la fabricación de hierro; todos inventos que tardaron miles de años en difundirse por el planeta. Pero actualmente, no más de una generación. Piense en el automóvil, la televisión. Cuando yo era niño, las computadoras eran roperos gigantescos a las que sólo podía accederse a través de sumos sacerdotes que se comunicaban con ellas mediante tarjetas perforadas. Ahora todos transcurrimos la mitad de nuestras vidas conectados a las pantallas flexibles. Y mi chiche va a superar a todos estos. Bien, usted lo decidirá por sí misma. Miró detenidamente a Kate. —Diviértase esta noche. Si este joven disipado no la invitó aún, venga a cenar y le mostraremos más, tanto como desee usted ver. Lo digo en serio. Dígaselo a uno de nuestros robots teleguiados. Ahora, si me disculpa. —Hiram le apretó los hombros brevemente y empezó a abrirse paso entre la multitud, sonriendo y saludando con movimientos de la mano y dando bienvenidas tan efusivas como hipócritas a quienes recién llegaban, mientras seguía su marcha.
—Siento como si una bomba acabara de estallar —dijo Kate inhalando profundamente.
—Pues sí, tiene ese efecto —repuso Bobby y rió—. A propósito…
—¿Qué?
—Se lo iba a preguntar de todos modos antes de que hiciera su aparición ese viejo tonto: acompáñenos a cenar y quizá podamos divertirnos un poco, llegar a conocernos mejor…
Mientras su compañero seguía hablando, Kate dejó de sintonizarlo y se concentró en lo que sabía sobre Hiram Patterson y Nuestro Mundo.
Hiram Patterson —cuyo nombre real era Hirdamani Patel— se había superado a sí mismo y había logrado dejar atrás sus orígenes paupérrimos en los marjales del Este de Inglaterra, tierra que ahora estaba desaparecida debajo del Mar del Norte, el cual avanzaba cada vez más sobre la parte continental. Hiram inició fortuna valiéndose del empleo de tecnologías japonesas de clonificación para fabricar los ingredientes de medicinas tradicionales, que en otra época se elaboraran con el cuerpo de tigres —bigotes, garras, zarpas, huesos inclusive—. Estas medicinas eran exportadas luego a comunidades chinas de todo el mundo. Esta actividad le había hecho ganar notoriedad; por un lado, insultos por utilizar tecnología de avanzada para satisfacer necesidades tan primitivas y por el otro, elogios al lograr reducir la presión sobre las poblaciones de tigres que quedaban en India, China, Rusia e Indonesia. (No es que ahora quedara algún tigre, de todos modos.)