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Es probable que así sea, pensó ella. Y ése, mi pobre, mi querido Bobby, es el meollo del problema.

Se volvió para mirarlo.

—Bobby, el borne. El implante que Hiram puso en tu cabeza cuando eras niño…

—¿Sí?…

—Descubrí para qué es. Para qué es en realidad.

El instante se prolongó y Kate sintió la luz de la mañana rozando su cara recubierta con protector solar factor ultravioleta aun en época tan temprana del año.

—Dímelo —dijo él con calma.

Las rutinas especializadas del motor de búsqueda le habían explicado a ella todo de manera sucinta. Era un clásico ejemplo de manoseo neurobiológico de la mente, propio de comienzos del siglo XXI.

Y para nada tenía que ver con la dislexia o la hiperactividad, como había dicho Hiram.

En primera instancia había suprimido la estimulación nerviosa de zonas del lóbulo temporal del cerebro de Bobby. Esas zonas estaban relacionadas con sentimientos de trascendencia espiritual y de presencia mística. Además, los médicos habían actuado con prisa sobre la región para asegurarse de que Bobby no sufriera síntomas relacionados con trastornos obsesocompulsivos que llevaban a algunas personas a sentir la necesidad de tener excesiva seguridad, orden, predecibilidad de sus actos y ritualismos; necesidad que, en algunas circunstancias, se satisface cuando se es miembro de una comunidad religiosa.

Era evidente que Hiram había intentado proteger a Bobby de los impulsos religiosos que tanto habían perturbado a su hermano. El mundo de Bobby iba a ser hedonista, sin inhibiciones, despojado de todo lo trascendente y espiritual. Y todo esto sin siquiera percibirlo. Había sido —pensó Kate con amargura— una Diosectomía.

El implante de Hiram también entorpecía la compleja interacción de las hormonas, los neurotransmisores y las regiones cerebrales que se estimulaban cuando Bobby hacía el amor: el implante, por ejemplo, suprimía la hormona de efectos parecidos al de los opiatos, la oxitocina, que era generada por el hipotálamo e inundaba el cerebro durante el orgasmo y producía las sensaciones placenteras, como la de flotar y también las generadoras de vínculos emotivos que se sucedían después del acto sexual.

Gracias a una serie de amoríos con figuras famosas, que Hiram discretamente había arreglado y alentado, y con certeza, dado a publicidad, Bobby se había convertido en algo así como un atleta sexual y obtenía gran placer físico del acto en sí. Pero su padre lo había hecho incapaz de amar… y, de ese modo, según lo planeado por Hiram, había conseguido que Bobby no sintiera lealtad para con nadie, a excepción de su padre.

Y había más. Por ejemplo, un enlace con la parte profunda del cerebro de Bobby, denominada núcleo amigdalmo, pudo haber sido un intento por controlar la propensión del joven al enojo. Una misteriosa manipulación en la corteza orbitofrontal hasta pudo haberse tratado de un esfuerzo por reducir su poder de decisión. Y así todo el tiempo.

Hiram había reaccionado ante su decepción con David, convirtiéndolo a Bobby en el hijo perfecto… perfecto, claro está, para cumplir las metas prefijadas por Hiram. Pero, al hacer eso, le había arrebatado a su hijo mucho de aquello que lo convertía en ser humano.

Hasta que Kate Manzoni le descubrió el interruptor en la cabeza.

Llevó a Bobby de vuelta al pequeño departamento que había alquilado en el centro de Seattle. Allá hicieron el amor, por primera vez después de semanas.

Luego, Bobby se recostó en los brazos de ella, acalorado, la piel húmeda debajo de la de ella en los sitios que estaban en contacto: estaba lo más cerca que a él le era posible estar y, sin embargo, todavía estaba lejos. Era como tratar de hacer el amor con un extraño.

Pero, por lo menos, ahora Kate entendía el porqué.

Extendió la mano y tocó la parte de atrás de la cabeza de Bobby, los bordes duros del implante que tenía debajo de la piel.

—¿Estás seguro de que deseas hacerlo?

Bobby vaciló.

—Lo que me preocupa es que no sé cómo me sentiré después… ¿Seguiré siendo yo?

Kate le susurró al oído:

—Te sentirás vivo. Te sentirás humano.

Bobby contuvo el aliento; después dijo, en voz tan baja que Kate apenas pudo entenderlo.

—Hazlo.

Kate giró la cabeza.

—Motor de búsqueda.

—Sí, Kate.

—Apágalo.

…y para Bobby, todavía con la temperatura elevada por el resplandor crepuscular del orgasmo, fue como si, de pronto, la mujer que tenía en los brazos se hubiese vuelto tridimensional, concreta y completa; como si hubiera cobrado vida. Todo lo que él podía ver, palpar, oler: el tibio aroma de cenizas del cabello de ella, el contorno exquisito de su mejilla allá donde le daba la luz tenue, la suavidad sin defectos de su vientre… Todo era tal y como había sido antes, pero ahora parecía como si hubiera logrado ir más allá de la textura de la superficie y penetrar en la calidez de Kate misma: vio los ojos de ella, atentos, llenos de preocupación… preocupación por él, según se dio cuenta con un desconcierto que experimentaba por vez primera. Ya no estaba solo. Y antes, ni siquiera se había dado cuenta de que lo estaba.

Quiso sumergirse en la cálida vastedad oceánica de Kate.

Ella le tocó la mejilla, él pudo ver que sus dedos se alejaban húmedos.

Y ahora pudo sentir los intensos sollozos espasmódicos que le torturaban el cuerpo; una incontrolable tormenta de llanto. El amor y el dolor lo atravesaron, exquisitos, ardientes, insoportables.

12. ESPACIO-TIEMPO

El caos interior no amainaba.

Bobby trató de distraerse. Retomó actividades en las que antes se había deleitado. Pero incluso la aventura virtual más extravagante parecía superficial, evidentemente artificial, predecible, incapaz de atrapar su interés.

Parecía necesitar gente, aun cuando escapara con miedo de quienes estaban cerca de él. Era una polilla que temía la llama de la vela, pensó, carente de la capacidad de soportar el fulgor que las emociones entrañaban. Así aceptaba invitaciones que tal vez de otro modo ni habría considerado; hablaba con gente que nunca antes había necesitado.

El trabajo ayudaba, con sus exigencias constantes y rutinarias que la atención demanda, con su implacable lógica de reuniones y horarios y asignaciones de recursos.

Y era un momento de ajetreo. Las bandas cefálicas para rv de Ojo de la Mente estaban saliendo de los laboratorios de ensayo y se acercaban al estatus de producción en masa. El equipo de técnicos de Bobby había resuelto, de modo repentino, un último defecto técnico: la tendencia de las bandas a causar sinestesia en los usuarios; una confusión en el ingreso de información sensorial debido a la diafonía entre los centros cerebrales. Eso era motivo de una larga celebración: sabían que el renombrado laboratorio de investigaciones Watson, de IBM, había estado trabajando en exactamente el mismo problema. Quien primero resolviese la cuestión de la sinestesia sería también el primero en llegar al mercado, y llevaría una neta ventaja que se prolongaría mucho tiempo. En ese momento parecía que Nuestro Mundo había ganado esa carrera en particular.

Por lo tanto el trabajo era absorbente. Pero Bobby no podía trabajar veinticuatro horas por día, pero tampoco podía dedicar su tiempo a dormir, ya que cuando estaba despierto, su mente, libre de cadenas por primera vez, corría tumultuosa y sin control.

Cuando su auto guiado por inteligencia artificial lo llevaba a la Fábrica de Gusanos, Bobby se encogía de miedo ante el tráfico que avanzaba veloz. Un artículo de un diario insignificante, sobre perversos asesinatos y violaciones en la recién desatada guerra por el agua en el mar de Aral, lo conmovía hasta hacerlo derramar amargas lágrimas. Una puesta del Sol en el golfo de Puget, percibida a través de una capa interrumpida de esponjosas nubes negras, lo colmaba de admiración reverencial ante el simple hecho de estar vivo.