No podía ocultar sus acciones. Por eso tenía que hacerlo parecer un crimen pasional.
Sabía que hasta tenía que fingir que no se daba cuenta de la futura mirada escrutadora en sí.
Si parecía que estaba actuando, eso no convencería a alguien. Así que siguió haciendo todas las cosas privadas naturales que todos hacían: tirar pedos y hurgarse la nariz con el dedo y masturbarse, tratando de no demostrar mayor conciencia de la observación que cualquier otra persona en esta época de paredes de vidrio.
Tenía que reunir información, claro. Pero también eso era posible ocultarlo abiertamente: Hiram y Bobby eran, después de todo, dos de Jas personas más famosas del planeta. Mae podía aparentar ser, no una cazadora obsesa al acecho, sino una viuda solitaria que buscaba consuelo en los programas de televisión que trataban sobre la vida de gente famosa.
Después de un tiempo halló la manera de llegar hasta ellos.
Eso significaba iniciar una nueva carrera pero, una vez más, eso no era algo fuera de lo común. Ésta era una época de paranoia, de estar vigilante; la seguridad personal se había vuelto cosa de todos los días, una industria floreciente, una carrera atrayente por razones válidas para mucha gente. Empezó a hacer ejercicio, a endurecer el cuerpo, a entrenar la mente. Tomaba trabajos en cualquier parte, custodiando gente y sus posesiones, desconectada de Hiram y su imperio.
No dejaba cosa alguna anotada; no decía cosa alguna en voz alta. A medida que la trayectoria de su vida cambiaba lentamente, Mae trataba de hacer que cada paso avanzado pareciese natural, que fuera lógico por sí mismo. Como si casi por accidente las circunstancias la hubieran llevado hasta Hiram y Bobby.
Y, mientras tanto, observaba a Bobby una vez y otra, a través de su juventud con todo servido a sus pies, hasta que se convirtiera en hombre. Era el monstruo de Hiram, pero era un ser hermoso y Mae llegó a sentir que lo conocía.
Iba a destruirlo. Pero cuando pasaba sus horas de vigilia con Bobby, aun contra la voluntad de Mae, él iba ganando los lugares vacíos de su corazón.
25. REFUGIADOS
Bobby y Kate, buscando a Mary, avanzaron con cautela por la calle Oxford.
Tres años atrás, inmediatamente después de enviar a la pareja a una célula de los Refugiados, Mary había desaparecido de la vida de ellos dos. Eso no era algo tan fuera de lo común. La indefinida red de Refugiados, que se extendía por todo el mundo, trabajaba sobre la base de la organización en células de los antiguos grupos terroristas.
Pero recientemente, preocupado porque no había tenido noticias de su media hermana desde hacía muchos meses, Bobby le había seguido el rastro hasta Londres y hoy, según se le había asegurado, se iba a encontrar con ella.
El cielo de Londres era una cubierta gris y llena de smog que desde lo alto, amenazaba con descargar la lluvia. Era un día de verano, pero ni cálido ni frío: una irritante definición urbana de la nada. Bobby sentía molesto calor dentro de su recubrimiento inteligente que, claro está, se tenía que conservar herméticamente cerrado en todo momento.
Bobby y Kate se deslizaban con pasos suaves, inconspicuos, de un grupo a otro. Con habilidad que era producto de la práctica se unían a una multitud transitoria, se escurrían hacia el centro de ella y después, cuando el gentío se separaba, volvían a partir, siempre en una dirección diferente de aquella en la que habían venido. Si no había más alternativa, iban caminando para atrás inclusive, volviendo sobre sus pasos. Su avance era lento. Pero a cualquier observador con cámara Gusano le resultaba del todo imposible seguirles el rastro durante más que algunos pasos: una estrategia tan efectiva en verdad, que Bobby se preguntaba cuántos Refugiados más habría aquí hoy, desplazándose a través de las multitudes como fantasmas.
Resultaba evidente que, a pesar del colapso climático y de la pobreza general, Londres seguía atrayendo turistas. La gente todavía venía aquí, supuestamente para visitar las galerías de arte y ver los antiguos edificios y palacios que había dejado desocupados la familia real de Inglaterra, luego de trasladarse a un trono más soleado en la monárquica Australia.
Pero también era tristemente claro que esta ciudad había visto mejores días. La mayoría de las tiendas eran ferias de regateo ubicadas en locales sin fachada, y había muchos lotes vacíos, como dientes que faltaran de la sonrisa de un viejo. Así y todo, las aceras de esta ancha calle, una arteria que corría de este a oeste, y que fuera hace mucho una de las principales zonas de compras de la ciudad, estaban pobladas por ríos de gente que se desplazaban con tremenda lentitud… y eso la convertía en un buen lugar para ocultarse.
Pero Bobby no disfrutaba de la presión de la carne circundante. Cuatro años después de que Kate le hubiera apagado el implante, sabía que todavía se sobresaltaba con demasiada facilidad, y sentía repulsión al primer contacto no deseado con las personas.
Le disgustaban de especial manera los vientres y las fofas nalgas de los muchos japoneses de edad madura que pululaban por aquí: Japón parecía ser una nación que había reaccionado a la cámara Gusano con una conversión masiva al nudismo.
En ese momento, por encima del bullicio de las conversaciones que se producían en derredor, Bobby pudo discernir un grito:
—¡Ea! ¡Abran paso!
Delante de ellos, la gente se separó, dispersándose como si algún animal salvaje los hubiera estado obligando a dejarle lugar. Bobby tiró de Kate y se metieron en el portal de una tienda.
A través del molesto río de gente venía un rickshaw tirado por un londinense gordo con el torso desnudo hasta la cintura, con grandes manchones de sudor debajo de sus carnosas tetillas. La mujer que iba arriba del vehículo, y que estaba hablándole a su implante de muñeca, podría haber sido estadounidense.
Cuando el carro pasó, Bobby y Kate se unieron a la corriente de peatones que se estaba formando de nuevo. Bobby deslizó la mano, de modo que los dedos rozaran la palma de Kate, y empezó a decir, usando el alfabeto de señales táctiles:
—Un tipo encantador.
—No es su culpa —respondió Kate del mismo modo—. Mira a tu alrededor. Probablemente un tipo de rickshaw otrora ministro de Hacienda…
Se apresuraron aún más, abriéndose camino hacia la intersección de la calle Oxford con Tottenham Court Road. Las multitudes se hicieron un poco menos espesas cuando dejaron atrás Oxford Circus, y Kate y Bobby se desplazaron con mayor cautela y velocidad, conscientes de que estaban expuestos. Bobby se aseguró de estar al tanto de las rutas de escape, definida por varias avenidas disponibles en cualquier momento.
Kate llevaba la capucha de su recubrimiento un poco abierta pero, debajo de eso, su máscara térmica era suave y anónima. Cuando se quedaba quieta, los proyectores de hologramas del recubrimiento, al lanzar imágenes del fondo que tenía en derredor, se estabilizaban y la volvían razonablemente invisible desde cualquier ángulo alrededor de ella… una buena ilusión, al menos, hasta que se iniciaba el desplazamiento otra vez y el retardo en el procesamiento hacía que la imagen falsa de Kate se deshiciera en fragmentos y se volviera borrosa. Pero, a pesar de las limitaciones, un recubrimiento inteligente podría descolocar a un operador descuidado o distraído de cámara Gusano, y por eso valía la pena usarlo.
Con esa misma intención, tanto Bobby como Kate hoy estaban usando sus máscaras térmicas, moldeadas de manera de brindar un anonimato sin fisuras. Las máscaras emitían diagramas térmicos infrarrojos y eran tremendamente incómodas, pues sus elementos incorporados de emisión de calor estaban directamente apoyados sobre la piel de quien las usaba. Era posible llevar máscaras corporales que cubrieran todo el cuerpo, las que funcionaban según el mismo principio; algunas tenían la capacidad, inclusive, de enmascarar el diagrama térmico infrarrojo característico de un hombre y hacerlo aparecer como de mujer, y viceversa. Pero Bobby, después de haberse probado el suspensorio masculino obligatorio que se sujetaba con alambres generadores de calor, se había echado atrás antes de llegar a esa situación particular de incomodidad.