Se llamaban a sí mismos los Unificados.
Era, según suponía Bobby, un nuevo y brillante futuro. Lo que importaba aquí y ahora, empero, era que una muchacha de dieciocho años, su hermana, tenía un agujero de gusano en la cabeza.
—Estás asustado —dígito Mary ahora—. Cuentos de terror. Mente grupal. Alma perdida. Bla bla.
—Demonios, sí.
—Miedo a lo desconocido. Quizá…
Pero, de pronto, Mary se apartó de él y se puso de pie. Bobby extendió el brazo a ciegas, le encontró la cabeza, pero Mary se separó con brusquedad. Se fue.
Por toda la habitación, exactamente en el mismo instante, otros se habían desplazado. Era como una bandada de pájaros que saliera volando de un árbol como si todos fuesen uno.
Aparecieron hilachas de luz cuando se abrió la puerta de calle.
—Vamos —dígito Bobby. Aferró la mano de Kate y se abrieron camino, junto con el resto de los presentes, en dirección a la puerta.
—Asustado —dígito Kate mientras caminaban presurosos—. Tú asustado. Palma fría. Pulso. Me doy cuenta.
Bobby estaba asustado, lo reconocía. Pero no de la detección súbita: habían pasado por situaciones así antes y, en un grupo que se hallaba en una casa de seguridad como ésta, siempre existía un sistema complejo de centinelas equipados con cámaras Gusano. No, no era de la detección, ni siquiera de la captura, de lo que estaba asustado.
Era del modo en que Mary y los demás habían actuado como si hubieran sido una sola persona. Un solo organismo. Unificados.
Se metió dentro de su recubrimiento inteligente.
26. LAS ABUELAS
En la Fábrica de Gusanos, David se sentó ante una gran pantalla flexible que estaba montada en la pared.
La cara de Hiram lo miraba con fijeza: un Hiram más joven, una cara más suave… pero Hiram sin la menor duda. La cara estaba enmarcada por un paisaje urbano iluminado con luz mortecina: bloques habitacionales deteriorados e inmensos sistemas de caminos, un sitio al que parecía que se lo había diseñado para excluir a los seres humanos. Esto era en las afueras de Birmingham, una gran ciudad en el corazón de Inglaterra, justo antes del final del siglo XX… algunos años antes de que Hiram hubiera abandonado ese viejo y decadente país con la esperanza de tener una oportunidad mejor en Norteamérica.
David había logrado suceso en la combinación del dispositivo para seguimiento de adn de Mavens, con un sistema de guía por cámara Gusano, y lo había extendido para que cruzara las generaciones. Por eso, así como se las había ingeniado para explorar de manera retrospectiva a lo largo de la línea de la vida de Bobby, de manera análoga ahora había hecho el seguimiento hasta el padre de Bobby, el creador del adn de Bobby.
Y ahora, impulsado por la curiosidad, pretendía ir aún más lejos, buscando sus propias raíces… lo que, al fin y al cabo, era la única historia que importaba.
En la oscuridad del cavernoso laboratorio, una sombra pasó de un extremo a otro de la pared, sin tener una fuente que la hubiera generado. La percibió con la visión periférica; no le dio importancia.
Sabía que se trataba de Bobby, su hermano. David no sabía por qué estaba aquí. Se acercaría a David cuando estuviera listo.
David cerró los dedos en torno a un pequeño control por palanca de mando, y lo apretó hacia adelante.
La cara de Hiram se alisó, volviéndose más joven. El fondo se convirtió en un borrón alrededor de él. Una nevisca de días y noches, de edificios apenas visibles… a la que reemplazaron llanuras gris verdoso: la campiña de Fens en la que había crecido Hiram. Pronto, la cara de Hiram se contrajo sobre sí misma y se volvió inocente, aniñada, y en un instante se marchitó hasta transformarse en la de un bebé.
Y la reemplazó de pronto la cara de una mujer.
La mujer le estaba sonriendo a David o, mejor dicho, a alguien que estaba detrás del invisible punto de vista de la cámara gusano que revoloteaba ante los ojos de ella. David había elegido este punto de referencia para seguir la línea de adn de mitocondria, que se transmitía sin cambios de madre a hija… y por eso ésta era, claro, su abuela. Era joven, estaba en mitad de la veintena… por supuesto que era joven: el seguimiento del adn habría hecho la conmutación de ella a Hiram en el instante de la concepción de éste. Piadosamente, David no iba a ver a estas abuelas envejecer. Era hermosa, con una belleza serena y un aspecto que David pensó que era clásicamente inglés: pómulos altos, ojos azules, cabello rubio rojizo atado atrás de la cabeza formando un rodete alto.
El linaje asiático de Hiram había venido por línea paterna. David se preguntaba qué dificultad le habría ocasionado a esta bonita joven ese amorío en aquel tiempo y lugar.
Y detrás de él, en la Fábrica de Gusanos, sintió que esa sombra se deslizaba cada vez más cerca de donde estaba él.
Apretó el bastón de mando y se reanudó el matraqueo de días y noches. La cara se volvió como de niñita, su cambiante estilo de peinado titilando en el borde de la visibilidad. En ese momento, la cara pareció perder su forma volviéndose borrosa, ¿irrupciones súbitas de gordura infantil?, antes de contraerse y adoptar la falta de forma de la infancia.
Otra transición brusca. Su bisabuela, entonces. Esta mujer joven estaba en una oficina, el ceño fruncido, con gesto de concentración; el cabello, una ridículamente complicada escultura de pliegues dispuestos formando un ovillo apretado. En el fondo, David alcanzó a ver más mujeres, la mayoría jóvenes, que, dispuestas en filas, trabajaban con intensidad ante toscas calculadoras mecánicas que eran verdaderos armatostes, en las que laboriosamente hacían girar teclas, palancas y manijas. Ésta debía de ser la década de 1930, muchísimos años antes del nacimiento de la computadora con silicio. Quizás éste era un centro tan complejo de información como cualquier otro del planeta. Inclusive esta época pasada, a pesar de lo próxima que estaba de la suya propia, era un país diferente, reflexionó Bobby.
Liberó a la muchacha de su trampa en el tiempo, y ella decreció bruscamente hacia la infancia.
Pronto otra mujer lo estaba contemplando. Iba vestida con falda larga y una blusa mal confeccionada que le quedaba mal. Estaba agitando la bandera inglesa y la estaba abrazando un soldado que llevaba un casco plano de lata. La calle que estaba detrás de la mujer se hallaba llena de gente, hombres de traje y otros de gorra y mono de mecánico; las mujeres, con abrigos largos. Estaba lloviendo, un día desolador de otoño, pero a nadie parecía importarle.
—Noviembre de 1918 —dijo David en voz alta—, el Armisticio. El final de cuatro años de sangrienta matanza en Europa. Por cierto que no habría sido una mala noche para concebir un hijo. —Se dio vuelta.
—¿No lo crees así, Bobby?
La sombra, inmóvil contra la pared, pareció vacilar. Después se separó, desplazó con libertad y adoptó el contorno de una forma humana. Manos y cara aparecieron, flotando incorpóreas.
—Hola, David —Siéntate conmigo —invitó David.
Su hermano se sentó y crujió la tela del traje de recubrimiento inteligente. Parecía desmañado, como si no hubiera estado acostumbrado a estar tan cerca de alguien sin ocultarse. No importaba: David nada exigía de él.
La cara de la muchacha del Día del Armisticio se suavizó, disminuyó, se contrajo hasta convertirse en la de un bebé y se produjo otra transición: una muchacha con algunos de los rasgos de sus descendientes: los ojos azules y el cabello rubio rojizo, pero más delgada, más pálida y con las mejillas hundidas. Al tiempo que se iba despojando de años, la joven se desplazaba a través de un borrón de escenas urbanas oscuras —fábricas y casas con azotea— y, en ese momento, un relámpago de niñez, otra generación, otra muchacha, el mismo paisaje deprimente.