—Parecen tan jóvenes —murmuró Bobby, su voz se oía ronca, como si no se la hubiera usado desde hacía mucho.
—Creo que vamos a tener que habituarnos a eso —dijo David con tono lúgubre—. Ya estamos bien avanzados dentro del siglo XIX. Los grandes progresos en medicina se están perdiendo y la conciencia de la importancia de la higiene es rudimentaria. La gente está muriendo de enfermedades simples, curables. Y, claro está, estamos siguiendo una línea de mujeres que, como mínimo, vivieron lo suficiente como para llegar hasta la edad en que podían tener hijos. No estamos viendo a las hermanas, que murieron en la infancia sin dejar descendencia.
Las generaciones iban cayendo, las caras desinflándose como globos, una después de la otra, cambiando sutilmente de una generación a otra por efecto de la lenta deriva genética que estaba en acción.
Ahí apareció una muchacha cuya cara con cicatrices estaba surcada por lágrimas en el momento de dar a luz. A su bebé se lo habían sacado, David vio —o, mejor dicho, en esta visión con inversión del tiempo, se lo habían dado— instantes después del nacimiento. El embarazo se fue devanando en escenas de padecimiento y vergüenza, hasta que llegaron al momento que definió la vida de esa mujer: una brutal violación cometida, según parecía, por un miembro de la familia, un hermano o un tío. Purificada de esa oscuridad, la muchacha se volvía más joven, bonita, sonriente, su cara llenándose con esperanzas a pesar de la escualidez de su vida, pues hallaba belleza en lo simple: la breve apertura de una flor, la forma de una nube.
El mundo debía de estar lleno de esas biografías desdichadas, pensó David, avanzando, a medida que se hundían en el pasado, efectos que precedían a la causa, dolor y desesperación se desmoronaban a medida que se acercaban a la tabla rasa de la niñez.
Súbitamente, el fondo volvió a cambiar. Ahora, en torno a la cara de esta nueva abuela distante unas diez generaciones, había una campiña: pequeños terrenos, cerdos y vacas que raspaban el suelo, una multitud de niños mugrientos. La mujer estaba agobiada, le faltaban dientes, la cara, arrugada, le daba apariencia de vieja… pero David sabía que no podía tener más de treinta y cinco o cuarenta años.
—Nuestros ancestros eran granjeros —dijo Bobby.
—La mayoría de los de todos, antes de las grandes emigraciones hacia las ciudades. Pero se está desarrollando la Revolución Industrial. Es probable que ni siquiera puedan fabricar acero.
Las estaciones pasaron latiendo, verano e invierno, luz y oscuridad; y las generaciones de mujeres, hija a madre, seguían su ciclo más lento que iba de madre agobiada a doncella radiante a niña de ojos muy abiertos. Algunas de las mujeres irrumpían en la pantalla con caras contraídas por el dolor: eran aquellas infortunadas, cada vez más frecuentes, que habían muerto cuando estaban dando a luz.
La historia retrocedió. Los siglos desandaban su marcha, el mundo se estaba vaciando de gente. Por todas partes, los europeos se estaban retirando de las Américas, para olvidar pronto que esos grandiosos continentes existían siquiera, y la Horda de Oro, inmensos ejércitos de mongoles y tártaros, sus cadáveres levantándose de la tierra de un salto, se estaba volviendo a formar y a retroceder hacia el Asia central.
Nada de eso tocaba a esos labriegos ingleses que trabajaban denodadamente, sin educación ni libros, en el mismo trozo de suelo de generación en generación. Gente para la que, reflexionaba David, el recolector local del diezmo habría de ser una figura más formidable que la de Tamerlán o Kublai Khan. Si la cámara Gusano no hubiera mostrado otra cosa, pensaba, habría bastado esto: mostrar con impía claridad, que la vida de la mayoría de los seres humanos había sido desdichada y corta, privada de libertad, regocijo y comodidad, y que los breves momentos de luz se reducían a las sentencias que esos seres debían soportar.
Por fin, en torno de la cara enmarcada de una sola muchacha, el cabello pegajoso por la mugre y oscurecido; la piel, cetrina y la expresión ratonil, de cautela, hubo un brusco borrón de ambiente. Los dos hermanos percibieron fugazmente una campiña deprimente, una familia de refugiados vestidos con harapos y que caminaba sin cesar y, diseminadas por doquier, pilas de cadáveres que se estaban quemando.
—Una peste —dijo Bobby.
—Sí. Se ven forzados a huir. Pero no hay lugar alguno al que ir.
Pronto la imagen se estabilizó en otro jirón anónimo de tierra dispuesta en un paisaje plano, enorme y, una vez más, las generaciones de trabajo afanoso, interrumpidas de manera tan calamitosa, se reanudaron.
En el horizonte había una catedral normanda; una inmensa caja de arenisca que se alzaba con aire amenazador. Si esto era el Fens, la gran llanura situada al este de Inglaterra, entonces eso podía ser Ely. Ya con siglos de antigüedad, la gran construcción parecía una gigantesca nave espacial de arenisca que había descendido de los cielos y debió de haber dominado por completo el paisaje mental de esta gente que trabajaba sin cesar… lo que, claro está, era su propósito.
Pero incluso la gran catedral empezó a contraerse, desplomándose con sobrecogedora rapidez para convertirse en formas más pequeñas, más simples, para desaparecer finalmente por completo de la vista.
Y la cantidad de almas seguía disminuyendo, la gran marea de humanidades se estaba retirando de todo el planeta. Los invasores normandos ya debían de haber desmantelado sus grandes torres de homenaje y sus castillos, y retirado a Francia. Pronto las oleadas de invasores provenientes de Escandinavia y Europa habrían de regresar a su casa desde Gran Bretaña. Más a la distancia, mientras se aproximaban la muerte y el nacimiento de Mahoma, los musulmanes se estaban retirando del Norte de África. Para el momento en que a Cristo se lo bajó de la Cruz, en todo el mundo sólo iban a quedar alrededor de cien millones de seres humanos: menos de la mitad de la población de Estados Unidos de América hoy.
A medida que las caras de los ancestros pasaban en rapidísima sucesión, se produjo otro cambio de escena; una breve migración. Ahora estas familias distantes rasguñaban en una tierra de ruinas: paredes bajas, sótanos al descubierto, el suelo regado con bloques de mármol y otra piedra de construcción.
Después crecieron edificios como flores fotografiadas en plazos prefijados, las piedras desparramadas se juntaron.
David hizo una pausa. Se fijó en la cara de una mujer, su propio ancestro remoto a unas ocho generaciones de distancia. La mujer tenía cuarenta años quizás; era garbosa, el cabello rubio rojizo matizado con gris; los ojos, azules. La nariz sobresalía con orgullo. Aguileña.
Detrás de la mujer, los campos deprimentes habían desaparecido para ser reemplazados por un paisaje urbano ordenado: una plaza rodeada por columnatas y estatuas y edificios altos; los techos estaban cubiertos por tejas rojas. La plaza estaba repleta de puestos donde se ofrecían objetos para vender, comerciantes congelados en el acto de pregonar sus mercancías. Los comerciantes tenían aire cómico, tan empeñados como lo estaban en conseguir sus migajas de ganancia sin sentido, todos ellos ignorantes de las desoladas épocas que tenían en su propio futuro cercano, su propia muerte inminente.
—Un poblado romano —comentó Bobby.
—Sí. —David señaló la pantalla; —creo que ése es el Foro. Ésa es la basílica, probablemente, el concejo y los tribunales. Esas filas de columnatas conducen a tiendas y oficinas. Y el edificio que está por allá podría ser un templo…