Mientras acunaba a su bebé caminaba detrás de un grupo de otros seres humanos: hombres, mujeres con bebés, niños. Se estaban abriendo camino hacia arriba en una lomada baja e inclinada. Caminaban con aire indiferente, a un ritmo que parecía destinado a llevarlos muchos kilómetros. Pero algunos de los adultos tenían lanzas con punta de pedernal prontas a entrar en acción, posiblemente para estar en guardia contra el ataque de animales, más que para enfrentar alguna amenaza de otros seres humanos.
La mujer alcanzó la parte superior de la lomada. David y Bobby, que se desplazaban sobre el hombro de su abuela, miraron con ella la tierra que estaba más allá.
—¡Oh, Dios! —exclamó David— ¡Oh, Dios!
Estaban mirando una planicie amplia y extensa. Muy a lo lejos, quizás al norte, había montañas, oscuras y que se cernían amenazadoras, veteadas con el brillo enceguecedor de los glaciares. El cielo era azul y límpido como un cristal; el Sol estaba alto.
No había humo ni división de campos ni vallados. A todas las marcas que habían hecho los seres se las había borrado de este mundo gélido.
Pero el valle no estaba vacío.
…Era como una alfombra, pensó David: una alfombra móvil de cuerpos parecidos a grandes bloques de piedra, cada uno recubierto con una pelambre larga color rojo amarronado que colgaba hasta el suelo, como la piel de un buey almizcleño. Se desplazaban con lentitud alimentándose al mismo tiempo; la manada más grande estaba constituida por grupos dispersos. En el borde próximo de la manada, uno de los ejemplares jóvenes escapó del lado de sus padres sin la menor cautela y empezó a tocar el suelo con la pata. Un lobo macilento, de pelambre blanca, avanzó sigilosamente hacia el animalito. La madre de la cría se separó de la manada, y mostró sus curvos colmillos destellantes. El lobo huyó.
—Mamuts —dijo Bobby.
—Debe de haber decenas de miles. ¿Y qué son ellos, una especie de venado? ¿Esos son camellos? Y… ¡oh, Dios mío… creo que es un tigre dientes de sable!
—Leones, tigres y osos —dijo David—. ¿Quieres continuar?
—Sí. Sí, continuemos.
El valle de la Edad del Hielo desapareció, como si lo hubiera hecho dentro de la niebla, y únicamente quedaron las caras humanas, cayendo y desapareciendo como las hojas de un almanaque.
David todavía pensaba que podía reconocer la cara de sus ancestros: redonda, casi siempre devastadoramente jóvenes cuando daban a luz y, aun así, conservando esa configuración de los ojos azules y el cabello rubio rojizo.
Pero el mundo había cambiado en forma espectacular.
Grandes tormentas martillaban en el cielo; algunas duraban años. Los ancestros luchaban para pasar por paisajes de hielo y sequía, incluso por el desierto, hambrientos, sedientos, nunca en buen estado de salud.
—Hemos tenido suerte —dijo David—. Tuvimos milenios de relativa estabilidad climática: tiempo suficiente para descubrir la agricultura, construir nuestras ciudades y conquistar el mundo. Antes de eso, esto.
—Tan tremendamente frágiles —añadió Bobby, maravillado.
Más de mil generaciones más atrás, las caras empezaron a ponerse oscuras.
—Estamos emigrando hacia el sur —señaló David—: estamos perdiendo nuestra adaptación a los climas más fríos. ¿Estamos volviendo a África?
—Sí —sonrió David—. Estamos volviendo a casa.
Y en una docena de generaciones más, cuando esta primera gran migración se deshizo, las imágenes empezaron a estabilizarse.
Ésta era la punta sur de África, al este del cabo de Buena Esperanza. El grupo ancestral había llegado a una cueva próxima a la playa, de la cual sobresalían rocas sedimentarias gruesas y de color tostado.
Parecía ser un lugar generoso. Prado y bosque, dominados por arbustos y árboles que presentaban enormes flores espinosas y coloridas y que se extendían justo hasta llegar al borde del mar. El océano era calmo, y pájaros marinos describían círculos en lo alto. La línea de playa intercostera era rica en algas pardas, medusas y calamares varados.
En el bosque se podía cazar. Al principio divisaron animales con los que estaban familiarizados, tales como el antílope eland, la gacela sudafricana, el elefante y el cerdo salvaje, pero a medida que ahondaban más en el tiempo se veían especies no tan conocidas: el búfalo de cuernos largos, el antílope gigante de Sudáfrica, una clase de caballo gigante que tenía rayas como una cebra.
Y aquí, en estas cuevas que nada tenían de notable, los ancestros permanecieron, generación tras generación.
El ritmo del cambio era ahora terriblemente lento. Al principio, los ancestros llevaban ropa pero, a medida que centenares de generaciones se marchitaban, la ropa era de calidad cada vez peor y, a la larga, ni siquiera eso. Cazaban con lanzas con punta de piedra y hachas de mano, ya no más con flechas. Pero también las herramientas de piedra eran cada vez más toscas; la cacería, menos ambiciosa, a menudo no más que unos intentos irregulares por rematar un eland herido.
En las cuevas, cuyo piso gradualmente se hundía más en el transcurso de los milenios, a medida que estratos sucesivos de detritos humanos se eliminaba, al principio hubo algo así como el nivel más complejo de una sociedad humana. Hasta había arte, imágenes de animales y de seres humanos laboriosamente pintados en las paredes con dedos manchados con tinturas.
Pero al final, más de mil doscientas generaciones atrás, las paredes quedaron en blanco y las últimas imágenes toscas ya se habían erradicado.
David sintió un escalofrío, había llegado a un mundo sin arte: no había pinturas, ni novelas, ni esculturas, quizá ni siquiera cantos o poesía. El mundo se estaba quedando vacío de pensamientos.
Cada vez más profundamente cayeron, a través de tres, cuatro, mil generaciones: un inmenso desierto de tiempo, cruzado por una cadena de ancestros que se reproducían y tenían trifulcas en esa cueva carente de ornamentación. Esta sucesión de abuelas exhibía muy pocos cambios de importancia… pero David creyó haber descubierto una cada vez mayor vaguedad, una perplejidad, incluso un estado de miedo habitual, producido por la falta de comprensión, en esas caras oscuras.
Por fin se produjo una discontinuidad súbita y discordante. Y esta vez no fue el paisaje el que había cambiado sino la cara de los ancestros en sí.
David frenó la caída y los hermanos miraron a esta sumamente remota abuela, que atisbaba desde la boca de la cueva africana en la que sus descendientes iban a morar durante miles de generaciones.
La cara de esa antecesora tenía un tamaño mayor que lo normal, los ojos estaban muy separados, la nariz era aplanada y los rasgos estaban muy separados entre sí, como si a toda la cara se la hubiera estirado para ensancharla. La mandíbula era gruesa, pero la barbilla era pequeña y huidiza. Y sobresaliendo de la frente había un inmenso arco superciliar, una protuberancia ósea parecida a un tumor, que empujaba hacia abajo la cara y que hacía que los ojos quedaran hundidos en las enormes órbitas oculares formadas por huesos duros. Una protuberancia en la parte de atrás de la cabeza desplazaba el peso de esos inmensos arcos superciliares, pero hacía que la cabeza se ladeara hacia abajo, de modo que la barbilla quedara casi apoyada sobre el pecho, mientras el macizo cuello serpenteaba hacia adelante.
Pero los ojos tenían una mirada clara y de comprensión.
Era más humana que cualquier simio y, sin embargo, no era humana. Y era ese grado de proximidad, y aun así de diferencia, lo que perturbaba a David.
Ella era, sin la menor duda, una Neanderthal.
—Es hermosa —dijo Bobby.
—Sí —susurró David—. Esto va a mandar a los paleontólogos de vuelta al tablero de dibujo. —Sonrió, regodeándose con la idea.