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De la noche a la mañana, el mundo había quedado poblado por gente de mediana edad.

Nuevas generaciones surgieron en un mundo que, todavía se hallaba recuperándose, gracias a sobrevivientes de distintas edades. Los jóvenes —dispersos, apreciados, enlazados por cámaras Gusano— miraban a sus mayores cada vez con más intolerancia, indiferencia y desconfianza.

En las escuelas, los niños de la cámara Gusano hacían estudios académicos de la era en que sus padres y abuelos habían crecido: una época incomprensible, llena de tabúes, previa al advenimiento de la cámara Gusano, sólo unas décadas atrás en el pasado, en las que prosperaban mentirosos y estafadores y el delito estaba fuera de control, se mataban unos a otros a causa de engaños e ignorancia; al mundo se lo había convertido en una montaña de basura, debido al descuido sistemático, la codicia, el olvido del otro y la falta de previsión por el futuro. Por ello es que para los jóvenes, los viejos eran un montón de salvajes imcomprensibles con un lenguaje propio y casi el mismo recato que una tribu de chimpancés…

Pero el conflicto generacional no era toda la cuestión. A Bobby le parecía que se estaba abriendo una fisura más importante.

Las mentes en masa todavía estaban, según él suponía, en su infancia, y eran superados en número por las generaciones más antiguas de los No-Unificados. Pero ya sus percepciones habían llegado al mundo humano y estaban teniendo un efecto espectacular.

Las nuevas supermentes comenzaban a encontrarse ante el más grande de los desafíos, desafíos que exigían, al mismo tiempo, lo mejor del intelecto y la supresión de los peores sentimientos de disensión y egoísmo humanos. La modificación y el control del clima, por ejemplo, se produjeron como consecuencia de la naturaleza intrínsecamente caótica de los sistemas meteorológicos globales, problema que otrora había parecido ser inmanejable. Pero era un problema que ahora comenzaba a resolverse.

La nueva generación de Unificados adultos ya estaba gestando el futuro. En él, seguramente, la democracia, según temían muchos, no sería relevante; e incluso el consuelo de la religión perdería importancia ante el convencimiento de los Unificados, y no sin cierta justificación, de poder desterrar la muerte.

Quizá no habría futuro para los seres humanos siquiera.

Era maravilloso, inspiraba miedo, daba terror. Bobby sabía que era un privilegio estar vivo en un momento así, pues no tenía duda alguna de que semejante explosión de la mente no se repetiría.

Lo cierto es que tanto él como David y el resto de su generación —los últimos de los No Unificados— se sentían cada vez más aislados en el planeta que los había visto nacer.

Sabía que ese brillante futuro no era para él, y a un año después de la muerte de Kate, del golpe asestado por esa enfermedad que súbitamente la arrebató de su lado, ya el presente no tenía el menor interés. Lo que quedaba para él, así como para David, era lo pasado.

Y lo pasado era aquello que ambos habían decidido explorar, tan lejos y tan rápido como pudieran; dos viejos tontos que, de todos modos, no tenían la menor importancia para nadie.

Sintió una presión —difusa, casi intangible y, sin embargo, demandante—. Era como si le hubieran estado apretando la mano.

—¿David?

—¿Estás listo?

Bobby dejó que un rincón de su mente se demorara por segundos en su distante cuerpo, miembros fantasma se formaron en torno a él, hizo una profunda inspiración, apretó las manos hasta volverlas puño, se volvió a relajar.

—Hagámoslo.

En ese momento, la visión de Bobby empezó a caer del cielo africano directamente hacia la costa austral. Y mientras él mismo caía, el día y la noche empezaron a aletear de un extremo al otro de la enferma faz del continente, los siglos cayendo como las hojas de un árbol en otoño.

Cuando hubieron llegado cien mil años atrás, se detuvieron. Como dos libélulas, Bobby y David revolotearon ante una cara de poderosos arcos superciliares, nariz aplanada, ojos de mirada nítida, sexo femenino.

No era del todo humana.

Detrás de ella, un pequeño grupo de familia, adultos de poderosa contextura y niños como crías de gorilas, estaban trabajando ante una fogata que habían logrado encender en esta antigua playa. Más allá de ellos se veía un risco bajo y el cielo que en lo alto era de un azul intenso, brillante; quizás éste era un día de invierno.

Los hermanos se sumergieron aún más en el tiempo.

Los detalles, el grupo de familia, el cielo verdeazulado, dejaron de existir en un abrir y cerrar de ojos. La abuela Neanderthal misma se hizo borrosa, perdiendo la expresión de la cara, cuando una generación se depositó sobre la anterior en forma demasiado rápida como para que el ojo pudiera seguirla. El paisaje se convirtió en un contorno grisáceo, siglos de clima y desarrollo estacional pasando en cada segundo.

La cara de muchos antepasados fluía y cambiaba. Medio millón de años más atrás, la frente se volvió más baja, las órbitas oculares se hicieron más sobresalientes, retrocedió la barbilla y se volvieron más pronunciados los dientes y las mandíbulas. Quizás esta cara se parecía más a la de un simio actual, pensó Bobby, pero sus ojos seguían teniendo una mirada curiosa, inteligente.

El tono de la piel cambiaba su pigmentación alternando de oscura a clara, y otra vez a oscura.

Homo erectus —dijo David—, fabricantes de herramientas. Migraron por todo el planeta. Todavía estamos cayendo. ¡Cien mil años en pocos segundos, Dios! ¡Pero tan pocos cambios!

La siguiente transición vino de repente: los arcos superciliares se hundieron más, la cara se volvió más larga aunque el cerebro de esta distante abuela, mucho más pequeño que el de un ser humano moderno, era, de todos modos, mucho más grande que el de un chimpancé.

Homo Habilis —dijo David—. O, quizás, éste es Australopithecus. Las líneas evolutivas están enredadas. Ya estamos dos millones de años atrás en el tiempo.

Los rótulos antropológicos importaban muy poco. Resultaba profundamente perturbador contemplar, según encontraba Bobby, esta cara multigeneracional que pasaba frente a su vista como un parpadeo, la cara de un ser parecido a un chimpancé a la que podría no haber mirado ni siquiera en el zoológico… y saber que éste era su antepasado, la madre de sus abuelas en una línea ininterrumpida de descendencia. A lo mejor era así cómo se sentían los Victorianos cuando Darwin regresó de las Galápagos, pensó Bobby.

Ahora se estaban perdiendo los últimos vestigios de humanidad; la caja craneana se contraía aún más; esos ojos adquirían una mirada nebulosa, de perplejidad.

El fondo, borroso por el pasaje de los años, se volvió más verde. Quizás, en tal profundidad en el tiempo, había bosques cubriendo África. Y la antepasada seguía reduciéndose: su cara, fija en el resplandor del punto de vista de la cámara Gusano, se estaba volviendo más elemental; esos ojos, más grandes, más tímidos. Ahora a Bobby le hacía recordar más a un társido, o a un lémur.

Pero, aun así, esos ojos que miraban hacia adelante, dispuestos sobre una cara chata, todavía contenían una mirada vivaz, o una promesa de ella.

En forma impulsiva, David disminuyó la velocidad de descenso que llevaban y hizo que se detuvieran fugazmente en unos cuarenta millones de años en lo pasado.

La cara como de musaraña de la antepasada escudriñaba a Bobby con ojos muy abiertos y nerviosos. Detrás de ella había un fondo de hojas, ramas. En una llanura que había más allá, a la que se vislumbraba indistinta a través de luz verde, había una manada de lo que parecían ser rinocerontes, pero con enormes cabezas que parecían haber sufrido un terrible accidente, cada una de las cuales venía equipada con seis cuernos. La manada se movía con lentitud, pesadez, latigueando suavemente con la cola, ramoneando arbustos bajos y extendiéndose para alcanzar las ramas que colgaban de los árboles. Herbívoros, pues. A un joven ejemplar rezagado lo acechaba un grupo de lo que parecían ser caballos… pero estos caballos, con dientes sobresalientes y movimientos tensos y vigilantes, parecían ser depredadores.