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El verdor se convirtió bruscamente en un claro, revelando una llanura plana polvorienta y un cielo vacío.

La tierra despojada era un desierto, endurecido y chato por el calor abrasador de un sol alto y feroz; las arenas tenían color uniformemente rojizo. Hasta las colinas se habían desplazado y fluido, tan profundo era el tiempo al que habían llegado.

La antepasada que se hallaba aquí era un pequeño ser, parecido a un reptil, que mordisqueaba concienzudamente lo que parecía ser los restos de una cría de rata. Estaba en el borde de un bosque de baja altura formado por helechos y coníferas achaparrados, que lindaba con un río que formaba meandros.

Algo así como una iguana correteaba por las cercanías, en cuya boca centelleaban filas de dientes agudos. Quizás era la madre de todos los dinosaurios, reflexionó Bobby. Y más allá de los árboles, Bobby divisó lo que parecían ser jabalíes de verruga, que gozaban en el barro próximo al agua de moroso desplazamiento.

David gruñó:

Lycosaurus —dijo—, las criaturas más afortunadas que hayan vivido jamás. El único animal grande que sobrevivió al evento de la extinción…

Bobby estaba confundido.

—¿Te refieres al cometa que aniquiló los dinosaurios?

—No —dijo David con tono lúgubre—. Me refiero a otro, por el que pronto tendremos que pasar, doscientos cincuenta millones de años en el pasado. El peor de todos…

Así que fue por eso que el grandioso panorama de la jungla lujuriante de los dinosaurios había desaparecido. Una vez más, la Tierra se estaba vaciando de vida. Bobby experimentó una profunda sensación de pavor.

Descendieron una vez más.

Por fin, los últimos árboles achaparrados se redujeron hasta convertirse en sus semillas enterradas y lo último de verdor —malezas y arbustos que luchaban por sobrevivir—• se marchitó y murió. Una tierra calcinada empezaba a reconstituirse a sí misma: un lugar de tocones quemados y ramas caídas y, por aquí y por allá, huesos amontonados. Las rocas, cada vez más expuestas a la marea en retroceso de la vida, se habían vuelto poderosamente rojas.

—Es como Marte.

—Y por el mismo motivo —dijo David con tono lúgubre—. Marte no tiene vida, sus sedimentos se herrumbraron, se quemaron lentamente, sometidos a la erosión y al viento, a un calor y frío devastadores. Y así en la Tierra, donde nos acercamos a ésta, la más grande de las muertes, ocurrió lo mismo: las rocas se fueron erosionando.

“Y a través de todo esto, una cadena de antepasados se aferró a la vida, subsistiendo en hondonadas poco profundas situadas en el borde de mares interiores que casi, pero no del todo, se habían secado hasta convertirse en cuencas de letal polvo marciano.

“La Tierra de estos períodos era muy diferente, —dijo David—. La tendencia tectónica había hecho que todos los continentes se reunieran formando un solo conjunto gigantesco, la masa terrestre más grande de la historia del planeta. A las zonas tropicales las dominaban desiertos inmensos, en tanto que a las latitudes altas las flagelaba la glaciación. En el interior del continente, el clima oscilaba de manera violenta entre el calor brutal y el congelamiento absoluto.

Este mundo ya frágil debió sufrir un nuevo desastre causado por el excesivo dióxido de carbono, que ahogaba a los animales: el efecto calentamiento de invernadero agravando el clima que era casi letal.

—La que sufrió en particular fue la vida animal viendo reducido su hábitat a los charcos. Pero para el hombre está casi acabada, Bobby; el exceso de dióxido de carbono está regresando hacia el lugar de donde provino: profundas trampas marinas y un gran derrame de basaltos de desbordamiento en Siberia, gases que habían surgido desde el interior de la Tierra para envenenarle la superficie. Y pronto ese monstruoso mundo continental se dividirá.

“Tan sólo recuerda esto: la vida sobrevivirá. De hecho, nuestros antepasados lo hicieron. Concéntrate en eso. Si no, no habríamos llegado hasta aquí.

Mientras Bobby estudiaba la vacilante mezcla de rasgos de reptil y de roedor que se centraba en su visión, encontró que esa idea le daba muy poco consuelo.

Se desplazaron más allá del pulso de extinción, hacia el pasado más profundo.

La Tierra que estaba en etapa de recuperación parecía un sitio muy diferente. No había señales de montañas y los antepasados se aferraban a la vida en las márgenes de enormes mares interiores poco profundos, que avanzaban y retrocedían a medida que pasaban los milenios. Y, con lentitud, después de millones de años, cuando los gases asfixiantes retrocedieron al interior del suelo, el verdor volvió al planeta Tierra.

La antepasada se había convertido en una criatura similar a un palmípedo y muy inclinada sobre el suelo, cubierta por una corta pelambre pardo grisácea. A medida que las generaciones se sucedían con celeridad, la mandíbula se alargaba; el cráneo cambiaba de morfología, estirándose hacia atrás y, al final, pareció haber perdido los dientes, para terminar con una boca parecida a un pico. Ahora la pelambre se había reducido por completo y el hocico se había alargado más, y la antepasada se transformó en un ser que, para el ojo sin experiencia de Bobby, resultaba indiferenciable de una lagartija.

Advirtió que se estaban acercando a una profundidad tan grande en el tiempo que las grandes familias de animales terrícolas —las tortugas, los mamíferos y lagartijas, cocodrilos y pájaros— estaban volviendo a fusionarse formando el grupo madre, los reptiles.

Entonces, después de más de trescientos cincuenta millones de años más atrás, la antepasada volvió a cambiar su morfología: la cabeza se redujo, sus miembros fueron más cortos y gruesos; el cuerpo se hizo más estilizado. Quizás ahora era un anfibio. Finalmente, esos miembros rechonchos se convirtieron en simples aletas lobuladas que se fundían en el cuerpo.

—La vida está en regresión sobre la Tierra —explicó David—. El último de los invertebrados, probablemente un escorpión, está arrastrándose de vuelta hacia el mar. En tierra, las plantas pronto perderán las hojas y ya no van a ser erectas. Y después de eso, la única forma de vida que quedará sobre la tierra serán simples formas incrustadas.

De pronto, Bobby estuvo sumergido y su abuela en regresión lo llevó al interior de aguas poco profundas.

El agua estaba poblada de vida, abajo había un arrecife de coral que se extendía en el azul lechoso. A lo largo del banco de piedras había esparcidas lo que parecían ser flores de pecíolo largo, a través de las cuales nadaba una impresionante variedad de seres encerrados en conchas, moviéndose en busca de comida. Bobby reconoció los nautiloides, que se parecían a una amonita gigante.

La antepasada era un pez pequeño, parecido a una hoja de cuchillo y carente de rasgos notables, una más de un cardumen que salía disparado de un lado para otro, con desplazamientos tan complejos y nerviosos como los de cualquier especie moderna.

A lo lejos, un tiburón nadaba sin prisa, su silueta inconfundible aun con todo el tiempo que había transcurrido. El cardumen, asustado por el depredador, huyó a toda velocidad y Bobby sintió un impulso de empatia por sus ancestros.

Los dos hermanos aceleraron una vez más, cuatrocientos millones de años para atrás, cuatrocientos cincuenta.

Hubo una gran actividad de experimentación evolutiva, cuando variedades de armadura ósea pasaron como parpadeo sobre los cuerpos blandos de los ancestros, algunos de los cuales parecieron durar poco más que unas pocas generaciones, como si aquellos peces primitivos hubieran perdido las mañas para desarrollar el plan de un cuerpo adaptativo. Para Bobby resultaba claro que la vida era una acumulación de información y de complejidad, datos almacenados en las estructuras mismas de los seres vivos, que se habían obtenido con gran esfuerzo en el transcurso de millones de generaciones, a costa de dolor y muerte y que, ahora, se estaban esparciendo en forma casi descuidada.