En ese momento, el feo pez primigenio desapareció. David volvió a retrasar el retroceso cronológico.
No había peces en este antiguo mar. La antepasada ya era un animal pálido parecido a un gusano, que se agazapaba en un lecho marino de arena ondulada.
David comentó:
—A partir de ahora, las cosas se vuelven más simples: solamente hay pocas algas y por fin, mil millones de años en el pasado, nada más que vida unicelular, que se mantiene así hasta el principio.
—¿Cuánto más atrás?
David le contestó con tranquilidad:
—Bobby, apenas hemos comenzado. Tenemos que viajar el triple de profundidad temporal que la que tenemos en este instante.
Se reanudó el descenso.
La antepasada era un gusano burdo cuya forma mutaba y pasaba titilando ante la vista… y ahora, de repente, se marchitaba hasta convertirse en una mera mancha de protoplasma engastada en una maraña de algas.
Y cuando cayeron un poco más, únicamente quedaban las algas. Bruscamente se vieron lanzados hacia la oscuridad.
—Mierda —dijo Bobby—. ¿Qué pasó?
—No lo sé.
David dejó que cayeran aún más profundamente, un millón de años, dos. Sin embargo, la oscuridad universal continuaba.
Por fin, David rompió el vínculo con la antepasada de este período, un microbio o un alga primitiva y llevó el punto de vista fuera del océano, para que flotara mil kilómetros por encima del centro de la Tierra.
El océano era blanco, cubierto por hielo desde los polos hasta el ecuador, con grandes mantos surcados por las cicatrices de pliegues y arrugas de centenares de kilómetros de largo. Más allá del limbo de hielo del planeta, una Luna en cuarto creciente ascendía con su faz de cráteres inmutables como en los tiempos de Bobby, sus rasgos ya inimaginablemente antiguos. Pero la nueva Luna brillaba, bajo la luz reflejada por la Tierra, casi con la misma intensidad que la Luna creciente bajo la luz directa del Sol.
La Tierra había adquirido un brillo que encandilaba, quizá más intenso que el de Venus si pudiese apreciarse igualmente.
—Mira eso —susurró David. En alguna parte próxima al ecuador de la Tierra había una estructura circular de hielo, cuyas paredes se hallaban muy ablandadas y, en su centro, un montículo bajo erosionado.
—Ése es un cráter cuyo impacto es de tiempo remoto. Esa cobertura ha estado ahí desde hace mucho.
Reanudaron su descenso. Los detalles del desplazamiento de los mantos de hielo, las grietas, las crestas arrugadas y las líneas de montículos de nieve parecidos a dunas, se volvieron borrosos, hasta convertirse en una suavidad perlada. Pero aún persistía la congelación de todo el globo.
De repente, luego de una caída de otros cincuenta millones de años más, el hielo se despejó, como escarcha que se evapora de encima de una ventana calentada. Pero, justamente cuando Bobby sentía una oleada de alivio, el hielo volvió a cerrarse otra vez, cubriendo el planeta de polo a polo.
Hubo tres interrupciones más en la glaciación, antes de que por fin se despejara por completo.
El hielo reveló un mundo que era casi parecido al planeta Tierra, tenía océanos azules y continentes, pero los continentes eran absolutamente desérticos, dominados por ásperas montañas con cumbres cubiertas de hielo o por desiertos rojo herrumbre, continentes cuya forma era por completo desconocida para Bobby.
Pudo contemplar los lentos movimientos de los continentes al reunirse, ante la impronta tectónica, originando una sola masa continental gigantesca.
—Ésta es la respuesta —dijo David con tono severo—. El supercontinente, el aglutinarse y separarse alternativamente, es la causa de la glaciación. Esa enorme madre al separarse origina una mayor área litoral, lo que estimula la producción de mucha más vida, vida en este preciso momento restringida a microbios y algas que viven en mares interiores y aguas costeras poco profundas; además esa vida capta el exceso de dióxido de carbono que hay en la atmósfera. El efecto invernadero se desploma y el Sol es un poco más mortecino que en nuestra época…
—Y entonces, la glaciación.
—Sí. Encendido y apagado, durante doscientos millones de años; en donde no puede haber fotosíntesis ahí durante millones de años. Es asombroso que la vida lisa y llanamente se hubiera podido mantener.
Los dos descendieron una vez más hacia el interior del vientre del océano, y pusieron su atención en el seguimiento del adn sobre una maraña indiferenciada de algas verdes: ahí, en alguna parte, estaba engarzada la extraordinaria célula, antecesora de todo ser humano que hubiera vivido jamás.
En la superficie, un pequeño cardumen de seres parecidos a medusas se desplazaba por las frías aguas azules. Más lejos, Bobby pudo detectar seres más complejos: frondas, bulbos, marañas en forma de colchón adheridas al fondo del mar o con flotación libre.
Bobby dijo:
—No me da la impresión de que ésas sean algas.
—¡Dios mío! —exclamó David—. Parecen ediacaranos: formas de vida multicelulares. Pero no está previsto que los ediacaranos evolucionen hasta dentro de un par de centenares de millones de años. Algo no está bien.
Retomaron su descenso. Los indicios de vida multicelular pronto se perdieron, a medida que la vida abandonaba lo que había aprendido dolorosamente.
Mil millones de años más atrás y otra vez cayó la oscuridad como un martillazo.
—¿Más hielo? —preguntó Bobby.
—Creo que entiendo —dijo David con voz grave—, fue un impulso de evolución, un suceso temprano, algo que no reconocimos a partir del examen de los fósiles, un intento de la vida por desarrollarse más allá de la etapa unicelular. Pero está condenado a que lo borre del mapa la glaciación que avanzó de manera vertiginosa, y se perderá doscientos millones de años de progreso. ¡Maldición, maldición!
Cuando el hielo se despejó, otros cien millones de años más atrás, otra vez hubo indicios de formas más complejas, multicelulares, de vida hurgueteando en los colchones de algas. Otro falso comienzo, al que iba a eliminar la salvaje glaciación, y otra vez los hermanos se vieron forzados a observar cómo la vida desaparecía hasta llegar a sus formas más primitivas.
Mientras caían a través de los largos eones desprovistos de características, presenciaron por cinco veces más la glaciación global sobre el planeta, matando los océanos, arrebatando la existencia de todas las formas de vida, con excepción de las más primitivas que hubiera en los hábitat más marginales. Era un salvaje ciclo de retroalimentación que se iniciaba con cada intento de los organismos vivientes de emerger en las playas de aguas poco profundas en los litorales continentales.
David dijo:
—Es la tragedia de Sísifo. Según el mito, Sísifo estaba condenado por los dioses a llevar una roca hasta la cumbre de una montaña subiéndola por la ladera, nada más que para verla rodar hacia atrás una y otra vez. Del mismo modo, la vida lucha por lograr complejidad e importancia, y una y otra vez se la vuelve a aplastar hasta dejarla reducida a su nivel más primitivo. Es una serie de Ajenjos de hielo que se repite sin cesar. Quizás esos filósofos nihilistas tenían razón: quizás esto es todo lo que podemos esperar del universo, un implacable aplastamiento de la vida y del espíritu, porque el estado de equilibrio del cosmos es la muerte…
Bobby dijo con tono lúgubre:
—Tsiolkovski una vez llamó a la Tierra la cuna de la especie humana. Y eso es, de hecho es la cuna de la vida. Pero…
—Pero —dijo David— es una maldita cuna que aplasta a sus ocupantes. Por lo menos, esto no podría ocurrir ahora. No totalmente de esta manera, de todos modos. La vida desarrolló ciclos complejos de realimentación, que controlan el flujo de masa y energía a través de los sistemas de la Tierra. Siempre hemos creído que la Tierra viviente era una totalidad de belleza. No lo es. La vida tuvo que aprender a defenderse del salvajismo geológico aleatorio del planeta.