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Finalmente llegaron a un tiempo que estaba más profundo que cualquiera de las glaciaciones.

Esta joven Tierra tenía poco en común con el mundo en que se iba a convertir. El aire era visiblemente espeso, irrespirable, aplastante. No había colinas ni orillas, precipicios ni bosques. Una gran extensión del planeta parecía estar cubierta por un océano poco profundo sin continentes que lo dividan. El lecho marino era una corteza fina, resquebrajada y rota por ríos de lava que escaldaban los mares. Con frecuencia, gases espesos nublaban el planeta durante años. El proceso lo interrumpían los volcanes que se erguían por encima de la superficie y absorbían los gases llevándolos de vuelta hacia el interior.

Visto a través del espeso smog que se desplazaba, el Sol era una esfera fulgurante y feroz. La Luna era un enorme plato playo, y ya se podían reconocer sus rasgos actuales hoy conocidos.

Tanto la Luna como el Sol parecían correr por el cielo. Esta joven Tierra giraba con rapidez sobre su eje, frecuentemente hundiendo su superficie y su frágil cargamento de vida en la noche, mientras altísimas mareas barrían el castigado planeta.

Los antepasados que había en este sitio hostil no eran ambiciosos; generación tras generación de células sin características singulares vivían en enormes comunidades próximas a la superficie de aguas poco profundas. Cada comunidad empezaba como una masa de materia parecida a una esponja, que se habría de marchitar otra vez, estrato sobre estrato, hasta quedar una mancha única de verdor flotando en la superficie y deslizándose por el océano para fusionarse con alguna comunidad más antigua.

El cielo estaba muy ocupado, lleno de vida con el resplandor de meteoros gigantes que volvían al espacio profundo. Con frecuencia —con terrible frecuencia—, murallas de agua de varios kilómetros de altura corrían por todo el globo y convergían sobre una herida ardiente producida por el impacto desde el cual un asteroide o un cometa salían disparados hacia el espacio, iluminando brevemente el cielo lastimado antes de ir disminuyendo de tamaño en la oscuridad.

La violencia y lo frecuente de esos impactos parecía ir en aumento.

Y entonces, de manera repentina, la vida verde de los colchones de algas empezaba a emigrar por toda la superficie de los jóvenes y turbulentos océanos, arrastrando con ella a la cadena de antepasados, y también el punto de vista de Bobby. Las colonias de algas se fusionaban, volvían a desaparecer, se fusionaban, como si se hubieran estado consumiendo para regresar hacia un núcleo común.

Por fin se encontraron en un estanque aislado que se había formado en la depresión de un cráter amplio y de un impacto profundo, como si se hubiera tratado de una luna inundada. Bobby vio montañas de bordes puntiagudos, un pico central corto y romo. El estanque era de un verde deslucido, ceniciento y, en alguna parte de su interior, las cadenas de antepasados continuaban su ciego trabajo incesante y esforzado de regreso a la Nada.

De pronto, la tintura verde se marchitó, reduciéndose a pequeñas manchas aisladas y la superficie del lago dentro del cráter quedó cubierta con una nueva clase de espuma flotante, una maraña espesa ligeramente marrón.

—…Oh —susurró David, como si estuviera conmocionado—. Acabamos de perder la clorofila: la capacidad de elaborar energía a partir de la luz solar. ¿Ves lo que sucedió? A esta comunidad de organismos se la aisló del resto mediante algún impacto o accidente geológico, quizás el evento que formó este cráter. Acá se acabaron los nutrientes. A los organismos se los obligó a mutar o morir.

—Y mutar, mutaron —dijo Bobby—. Porque si no…

—Si no, no existiríamos.

Se sucedió una ráfaga de violencia, un borroneo de movimientos, avasallador e irresuelto: quizás éste era el fenómeno violento, aislante, sobre el que David había teorizado.

Cuando hubo terminado, Bobby se encontró debajo del mar una vez más, contemplando una maraña de espesa espuma marrón que se aferraba a una chimenea de humo, difusamente iluminada por el fulgor interno de la Tierra.

—Entonces, se llegó a esto —dijo David como comprendiendo—. Nuestros antepasados en lo más profundo del tiempo eran comedores de rocas, termófilos o, quizás, hipertermófilos, es decir, adaptados a las más elevadas temperaturas. Consumían los minerales que esas chimeneas inyectaban en el agua: hierro, azufre, hidrógeno. Toscos, ineficaces, pero vigorosos. No precisaban luz ni oxígeno; ni siquiera material orgánico.

Ahora Bobby se hundió en la sombra total. Pasó a través de túneles y grietas, reducido, contraído, en la más completa oscuridad sólo quebrada por ocasionales destellos débiles en rojo.

—¿David? ¿Estás ahí todavía?

—Estoy aquí.

—¿Qué nos está pasando?

—Estamos pasando por debajo del lecho marino. Estamos emigrando a través de la roca basáltica porosa que hay allí. Toda la vida que hay en el planeta se está conglutinando, Bobby, volviendo a retraerse a lo largo de las cordilleras oceánicas y los lechos basálticos del fondo del mar, fusionándose hasta un único punto.

—¿Adonde? ¿Adonde estamos emigrando?

—Hacia la roca profunda, Bobby. A un punto que está un kilómetro abajo. Será el último sitio en el que la vida podrá esconderse. Toda la vida que hay sobre la Tierra proviene de este lugar situado en lo más profundo de la roca, un verdadero refugio.

—¿Y de qué —preguntó Bobby, sintiendo un presagio— se tuvo que proteger la vida?

—Temo que estamos próximos a averiguarlo.

David hizo que ambos se elevaran y flotaran en el aire pestilente de esta Tierra carente de vida.

La luz allí era mortecina y anaranjada, como el crepúsculo en una urbe con smog. El Sol debía de estar por encima del horizonte, pero Bobby no lo pudo localizar con precisión, ni a la gigantesca Luna. La atmósfera se podía palpar por lo espesa y aplastante. El océano se revolvía debajo de ella, era negro, en algunos lugares hervía y el fracturado lecho estaba bordado con fuego.

El cementerio está verdaderamente vacío ahora, pensó Bobby. Con la excepción de ese único refugio pequeño y hundido en lo profundo —y que contiene a mis antepasados más lejanos—, estas rocas jóvenes han entregado todos sus muertos encerrados entre los estratos.

Y ahora se estaba acumulando un manto de nubes negras, como si un dios impetuoso lo hubiera extendido por todo el cielo.

Comenzó entonces una lluvia invertida: desde la apretada superficie del océano surgían varillas de agua en dirección a las nubes, las que empezaban a expandirse.

Un siglo transcurrió, y la lluvia todavía rugía hacia lo alto saliendo del océano, sin reducir su ferocidad en lo más mínimo. En verdad, tan voluminosa era la lluvia que pronto los niveles del océano empezaron a descender de manera perceptible. Las nubes se engrosaron aún más y los océanos se achicaron, formando estanques aislados de salmuera en las cavidades más profundas de la superficie agrietada y azotada de la Tierra.

Este proceso llevó dos mil años. La lluvia no se detuvo hasta que los océanos hubieran regresado a las nubes y la tierra quedara seca.

Y la tierra empezó a fragmentarse más.

Pronto, las grietas con brillo incandescente que había en el suelo desnudo se ensancharon, se hicieron más brillantes, y la lava pulsaba y fluía. Finalmente sólo quedaron islas aisladas, astillas de roca que se contraían y fundían, y un nuevo océano cubrió como un manto la Tierra, un océano de roca fundida, de centenares de metros de profundidad.