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Se sucedía una nueva lluvia invertida, una horrible tormenta de brillante roca fundida que saltaba hacia lo alto desde el suelo. Los corpúsculos de roca se unieron a las nubes de agua, por lo que la atmósfera se convirtió en un infernal estrato de partículas de roca incandescente y vapor de agua.

—Increíble —gritó David—. La Tierra está reuniendo una atmósfera de vapor de roca de cuarenta o cincuenta kilómetros de espesor, que ejerce una presión superior en cien veces a la de nuestra atmósfera. La energía térmica que contiene es estupenda, la parte superior de las nubes del planeta debe estar refulgiendo. La Tierra está brillando convertida en una estrella de vapor de roca.

Pero la lluvia de roca estaba quitando el calor de la tierra golpeada, y con rapidez, en el lapso de unos meses, el suelo se había enfriado hasta alcanzar la solidificación. Por debajo de un cielo refulgente, se estaba volviendo a formar agua líquida, nuevos océanos conglutinándose a partir de las nubes que se enfriaban. Pero los océanos se formaban hirviendo, al estar la superficie en contacto con vapor de roca. Y entre los océanos, surgían montañas, que no se fundían, a partir de charcos de escoria.

Y ahora una pared de luz pasó velozmente frente a Bobby, arrastrando con ella un frente de nubes hirvientes y vapor, en una ráfaga de inimaginable violencia. Bobby lanzó un grito de terror…

David redujo la velocidad de descenso que llevaban en el tiempo. La Tierra se recuperó una vez más.

Los océanos, de un color negroazulado, estaban en calma. El cielo, vacío de nubes, era una cúpula verdosa. La Luna era perturbadoramente enorme, con su aspecto devastado, y la cara del Viejo que le era familiar a Bobby, aunque le faltaba el ojo derecho. Y había un segundo Sol, una fulgurante bola cuya luminosidad sobrepasaba la de la Luna con una cola que se extendía por el cielo.

Un cielo verde —murmuró David—. Qué extraño. ¿Metano, quizá? ¿Pero cómo?…

—¿Qué demonios es eso ? —dijo Bobby.

—¡Oh! ¿Un cometa? Un verdadero monstruo. Del tamaño de asteroides actuales como Vesta o Palas; de unos quinientos kilómetros de anchura, quizá. Cien mil veces la masa del asesino de dinosaurios.

—El tamaño del Ajenjo.

—Sí. Recuerda que la Tierra en sí se formó por impactos, conglutinándose a partir de una andanada de planetesimales que estaban en órbita alrededor del Sol joven. El impacto más poderoso de todos probablemente fue la colisión con otro mundo joven que casi nos parte en dos.

—El impacto que formó la Luna.

—Después de eso la superficie se volvió relativamente estable; pero aún la Tierra estaba sometida a impactos inmensos, decenas o centenares de ellos en el lapso de unos pocos centenares de millones de años; un bombardeo cuya violencia ni siquiera podemos alcanzar a imaginar. La tasa de impactos fue disminuyendo a medida que a los planetesimales restantes los iban absorbiendo los planetas, y hubo un período de tranquilidad y paz, de relativa inmovilidad, que duró unos centenares de millones de año. Y después esto. La Tierra tuvo la mala suerte de toparse con un gigante así en la etapa más tardía de este período de impactos. Y un impacto como éste era lo suficientemente intenso como para hacer hervir los océanos, hasta fundir las montañas.

—Pero sobrevivimos —señaló Bobby con tono sombrío.

—Sí. En nuestro nicho profundo, caliente.

Cayeron hacia adentro de la Tierra una vez más, y Bobby se encontró sumergido en la roca junto con sus antepasados más lejanos: una raspadura de microbios termófilos.

Esperó en la oscuridad, mientras incontables generaciones se iban soltando sucesivamente hacia atrás en el tiempo.

Entonces, en forma nebulosa, vio luz otra vez.

Estaba ascendiendo por alguna clase de columna hueca, como por un pozo, en dirección a un círculo de luz verde: el cielo de esta Tierra extraña, previa al bombardeo. El círculo se amplió hasta que Bobby se elevó a la luz.

Tuvo un poco de problemas para interpretar lo que vio a continuación.

Le parecía estar dentro de una caja de algún material vítreo. El antepasado tenía que estar aquí junto con él, una sola célula tosca entre millones que subsistían en este recipiente. La caja estaba colocada sobre una especie de pedestal y, desde aquí, Bobby pudo mirar por encima…

—¡Oh, Dios bendito! —exclamó David.

Era una ciudad.

Bobby vislumbró un archipiélago de pequeñas islas volcánicas que se alzaban desde el mar azul. Pero las islas estaban unidas por puentes anchos y planos. Sobre el suelo, paredes bajas señalaban formas geométricas como si fueran campos; pero éste no era un paisaje humano. Los campos parecían tener forma de distintas variaciones de hexágonos. Hasta había edificios, bajos y rectangulares, como hangares de avión. Bobby pudo discernir desplazamientos entre los edificios, una especie de tráfico; pero estaba demasiado lejos como para diferenciarlos.

Y entonces, algo se desplazó hacia él.

Parecía ser un trilobita, quizás. Un cuerpo bajo segmentado había centelleado bajo el cielo verde. Eran conjuntos de patas —¿seis u ocho?— que vibraban por el desplazamiento, con algo que parecía una cabeza en la parte anterior.

Una cabeza que con su boca sostenía una herramienta de metal destellante.

La cabeza se levantó hacia Bobby, que trató de discernir los ojos de este ser imposible. Sentía como si pudiera extender la mano y tocar esa cara de quitina, y…

…y el mundo volvió bruscamente a la oscuridad.

Eran dos ancianos que habían pasado demasiado tiempo en la realidad virtual, y el Motor de Búsqueda los había echado. Bobby, endido en el suelo y algo atontado, pensó que el haber sido despedidos era probablemente una bendición.

Se puso de pie, se estiró y frotó sus ojos.

Anduvo a los tropezones por la Fábrica de Gusanos, una solidez y una suciedad que parecía irreal después del espectáculo de cuatro mil millones de años que acababa de soportar. Encontró un robot teleguiado que portaba café, ordenó dos tazas y sorbió sin respirar un trago de café caliente. Después, sintiéndose ya casi devuelto a su condición humana, se volvió a su hermano. Sostuvo el café hasta que David, con la boca abierta y los ojos vidriosos, se sentó y tomó la taza.

—Los sísifos —murmuró David con la voz seca.

—¿Qué?

—Así es como debemos llamarlos. Evolucionaron en la Tierra primitiva, en el intervalo de estabilidad que hubo entre los primeros y últimos bombardeos. Eran diferentes de nosotros… El cielo de metano. ¿Qué pudo haber querido decir eso? Quizás hasta su bioquímica era novedosa, basada en compuestos de azufre o con amoníaco como solvente, o… Y claro está —dijo agarrando el brazo de Bobby—, entiendes que debieron de haber tenido muy poco en común con los seres seleccionados para el refugio. El refugio de nuestros antepasados. No más que lo que tenemos con las exóticas flora y fauna que todavía se aferra a las chimeneas de lo profundo del mar. Pero ellos, los termófilos, nuestros antepasados, fueron la mejor esperanza para la supervivencia…

—David, espera un poco. ¿De qué estás hablando?

David lo miró, perplejo.

—¿Aún no entiendes? ¡Eran inteligentes! Los sísifos. Pero estaban condenados. Lo vieron venir, ¿ves?

—El gran cometa.

—Exacto. Del mismo modo que podemos ver nuestro propio Ajenjo. Y sabían qué iba a provocar en su mundo: que los océanos hiervan, incluso que las rocas se fundan centenares de metros hacia abajo. Los viste. Su tecnología era primitiva. Eran una especie joven. No tenían manera de escapar del planeta o sobrevivir ellos mismos al impacto o desviar el objeto que haría impacto. Estaban condenados, no tenían a qué recurrir. Y, aun así, no sucumbieron a la desesperación.