– Y traerás el…
No terminó, pero no hacía falta.
– Sí, lo traeré. ¿Estás seguro de que no quieres que venga con nadie? Tal vez un abogado que pueda hablar contigo sobre…
– No, Harry, de momento nada de abogados.
– ¿Quieres que hable con Danny?
– No, Harry, no hables con ella.
– ¿Estás seguro?
– Estoy seguro.
Lo saludé con la cabeza y salí del dormitorio. Quería llegar rápidamente al coche para escribir algunas notas acerca de la llamada que Jack Dorsey había recibido de una agente del FBI, pero cuando llegué a la sala Danielle Cross estaba sentada en el sofá, esperándome. Me miró con ojos acusadores. Yo le devolví el mismo tipo de mirada.
– Creo que ya casi es hora de un programa que quiere ver en Court TV.
– Me ocuparé de eso.
– Yo ya me voy.
– Ojalá no vuelvas.
– Bueno, puede que tenga que hacerlo.
– Lawton está en un equilibrio mental y físico precario. El alcohol lo pone mal. Tarda días en recuperarse.
– A mí me ha parecido que se sentía mejor.
– Vuelve mañana y me lo dices.
Asentí. Ella tenía razón. Yo había pasado media hora con Cross, no toda mi vida. Esperé. Sabía que se estaba preparando para decirme algo.
– Supongo que te ha dicho que quiere morir y que yo soy la que lo mantiene con vida. Por el dinero.
Dudé, pero finalmente asentí con la cabeza.
– Te ha dicho que lo maltrato.
Asentí de nuevo.
– Se lo dice a todos los que vienen a verlo. A todos los polis.
– ¿Es verdad?
– La parte de que quiere morir. Algunos días sí, otros no.
– ¿Y la parte de que lo maltratas? Ella apartó la mirada.
– Tratar con él es frustrante. No es feliz y la paga conmigo. Una vez yo la pagué con él. Le apagué la televisión y se echó a llorar como un bebé. -Me miró-. Es lo único que le he hecho nunca, pero fue suficiente. Lamento lo que hice, odio en lo que me convertí en ese momento. Salió lo peor de mí.
Traté de interpretar su expresión, la posición del mentón y la boca. Se tocaba los anillos de una mano con los dedos de la otra. Era un gesto de nerviosismo. Vi que su barbilla empezaba a temblar y enseguida brotaron las lágrimas.
– ¿Qué se supone que tengo que hacer?
Sacudí la cabeza. No tenía respuesta. Lo único que sabía era que tenía que salir de allí.
– No lo sé, Danny. No sé lo que ninguno de nosotros tiene que hacer.
Fue lo único que se me ocurrió. Caminé con rapidez hasta la puerta de la calle y salí. Me sentí como un cobarde que huía y los dejaba solos en aquella casa.
7
Por la boca muere el pez. La teoría del caso que investigaron Cross y Dorsey cuatro años atrás era simple. Creían que Angella Benton, a través de su trabajo, tenía conocimiento de que iban a entregarse dos millones de dólares en el lugar de filmación y había puesto en marcha el atraco y su propia muerte al hablar del dinero de manera intencionada o por error. Su lengua larga había plantado la semilla del robo y, en consecuencia, la de su propia muerte. Por ser el vínculo interno con los atracadores, éstos debían eliminarla para cubrir sus huellas. Dado que su asesinato se produjo cuatro días antes del atraco los dos investigadores habían supuesto que su participación no había sido intencionada. De algún modo, había proporcionado la información que condujo al atraco y era preciso eliminarla antes de que se diera cuenta de lo que había hecho. También era preciso eliminarla de manera que no atrajera las sospechas sobre la inminente entrega de dos millones de dólares. Por consiguiente, los aspectos psicosexuales de la escena del crimen -las ropas rasgadas y los indicios de masturbación- formaban parte de una maniobra para despistar.
Si por el contrario hubiera sido una participante voluntaria en el plan del robo, su muerte se habría producido, a juicio de los detectives, después de que el atraco se hubiera llevado a cabo con éxito.
Me había parecido una teoría sólida cuando Lawton Cross me la explicó durante mi primera visita a su casa. Probablemente yo habría seguido el mismo camino si se me hubiera permitido continuar con el caso. Pero en última instancia la teoría no proporcionó resultados. Cross me explicó que él y su compañero habían llevado a cabo una investigación en profundidad de Benton, pero nunca hallaron la pista que permitiera desvelar el caso. Le habían dedicado cinco meses. Investigaron sus movimientos, sus hábitos y sus rutinas. Examinaron su tarjeta de crédito, sus cuentas bancarias y sus llamadas telefónicas. Entrevistaron y volvieron a entrevistar a todos los miembros de la familia y a los amigos y colegas conocidos. Sólo en Columbus se pasaron ocho días. Dorsey fue a Phoenix para investigar un único billete de cien dólares. Pasaron tanto tiempo en Eidolon Productions que durante un mes les asignaron una oficina en Archway Pictures para que llevaran a cabo sus entrevistas.
Y no sacaron nada.
Como solía ocurrir con los homicidios, Dorsey y Cross atesoraron una gran cantidad de conocimientos sobre la víctima, pero no el dato clave que conduce a la identificación del asesino. Acabaron sabiendo con quién se había acostado en la universidad, pero no dónde había pasado la última tarde de su vida. Sabían que su última comida había sido mexicana porque las tortillas de maíz y las alubias seguían en su tracto digestivo, pero no averiguaron en cuál de los miles de establecimientos de ese estilo que había en la ciudad se había servido.
Y después de seis meses en el caso no encontraron ningún vínculo en absoluto entre Angella Benton y el atraco, salvo la relación superficial entre su trabajo como asistente de producción para la compañía que estaba rodando el filme en el que el dinero iba a tener un papel protagonista.
Seis meses y estaban en un callejón sin salida. Los únicos indicios físicos eran cuarenta y seis balas y casquillos recuperados de la furgoneta que se dio a la fuga y el semen hallado en la escena del crimen. Todos ellos eran buenos indicios; los análisis balísticos y de ADN podían relacionar a un sospechoso con un crimen más allá de toda duda; a no ser que el abogado del sospechoso fuera Johnnie Cochran. Pero era la clase de pruebas que constituían la guinda del pastel; la clase de vínculos que relacionaban a un sospechoso y un arma ya identificados y normalmente bajo custodia. No ayudaban a definir a un sospechoso. Después de medio año tenían la guinda, pero les faltaba el pastel.
Cuando llegaron a este punto era el momento de examinar el caso al cumplirse los seis meses. Es el momento de tomar decisiones duras. La probabilidad de esclarecer el caso se sopesa frente a la necesidad de que la pareja de investigadores trabajen otros asuntos y colaboren con los numerosos casos de la división. Su superior puso fin a la dedicación a tiempo completo, y Dorsey y Cross volvieron a la rotación en robos y homicidios. Tenían libertad para trabajar el caso Benton con la máxima frecuencia posible, pero también les asignaron nuevas investigaciones. Como cabía esperar, el caso Benton se resintió. Cross había admitido que se había convertido en una investigación a tiempo parcial en la que Dorsey se encargaba de la mayor parte del seguimiento, mientras que Cross se concentraba en los nuevos casos.
Después todo se tornó en una cuestión puramente teórica cuando tirotearon a ambos detectives en el bar Nat's de Hollywood. El caso Benton pasó a los archivos ASR, Abierto Sin Resolver. Y quedó huérfano. A ningún detective le gusta un caso heredado. A nadie le agrada la idea de coger un expediente y demostrar que sus colegas estaban equivocados o desorientados o incluso que habían sido incompetentes o vagos. A ello se añadía el elemento disuasorio de que el caso Benton estaba maldito. Los polis son supersticiosos. El destino de los dos detectives originales -uno muerto y el otro condenado de por vida a una silla de ruedas- era algo que de algún modo quedaba inextricablemente unido a los casos que habían investigado, aunque no estuvieran relacionados directamente con el sino de los policías. Nadie, y digo nadie, iba a asumir el caso Benton.