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Excepto yo. Ahora que estaba fuera del departamento.

Y cuatro años después tenía que confiar en que Cross y Dorsey habían hecho bien su trabajo en la investigación de la muerte de Angella Benton y su relación con el robo. En realidad no tenía alternativa. Recorrer de nuevo el camino hasta un callejón sin salida no parecía la forma de proceder. Por eso había ido a ver a Taylor. Mi plan era aceptar la investigación de Dorsey y Cross como una labor concienzuda, cuando no impecable, y aproximarme desde otra dirección. Estaba trabajando sobre la convicción de que Cross y Dorsey no habían encontrado nada que ligara a Benton con el robo porque no había nada que encontrar. Su muerte había sido parte de un concienzudo plan, una pista falsa dentro de otra pista falsa. Tenía en mi poder una lista de nueve nombres que había surgido de mi entrevista con Taylor. Eran los implicados en la entrega del dinero. Todos los que -por lo que yo sabía- tenían conocimiento de que iban a llegar dos millones de dólares, cuándo iban a llegar y quién iba a llevarlos. Partiría de ahí.

Pero acababan de lanzarme una bola endiablada. Lo que Cross me había dicho acerca de los números de serie y cómo al menos uno estaba equivocado. Dijo que le había dejado a Dorsey la investigación y que no sabía lo que había ocurrido. Poco después, Dorsey había muerto y el caso murió con él. Pero yo estaba interesado. Era una anomalía y había que estudiarla. Unido a la advertencia de Kiz Rider y a la oblicua referencia a «esta gente», sentí que algo se tensaba en mi interior, algo que había estado largo tiempo ausente. Un pequeño tirón hacia la oscuridad que tan bien había conocido.

8

Volví a Hollywood y cené tarde en Musso's. Empecé con un martini de vodka Ketel One y seguí con pastel de pollo con guarnición de espinacas a la crema. La combinación era buena, pero no lo bastante para que me olvidara de Lawton Cross y de su situación. Pedí un segundo martini y traté de concentrarme en otras cosas.

No había vuelto a Musso's desde mi fiesta de despedida y echaba de menos el sitio. Tenía la cabeza baja y estaba leyendo y escribiendo algunas notas cuando oí una voz que reconocí en el restaurante. Levanté la cabeza y vi a la capitana LeValley, a la que estaban sentando a una mesa junto con un hombre al que no reconocí. Ella era la responsable de la División de Hollywood, que se encontraba a sólo unas manzanas de allí. Tres días después de que dejé la placa en un cajón de mi escritorio y me fui, ella me llamó para pedirme que reconsiderara mi decisión. Casi me convenció, pero le dije que no. Le pedí que me enviara mis papeles y lo hizo. No vino a mi fiesta de despedida y no habíamos hablado desde entonces.

No me vio y se sentó dándome la espalda en un reservado lo bastante alejado para que yo no pudiera oír su conversación. Me fui por la puerta de atrás sin acabarme mi segundo martini. En el aparcamiento pagué al vigilante y me metí en mi coche, un Mercedes Benz ML55 que había comprado de segunda mano a un tipo que se mudó a Florida. Era la única gran extravagancia que me había permitido después de retirarme. Para mí el 55 significaba 55.000 dólares, porque eso era lo que había pagado por él. Era uno de los grandes todoterrenos más rápidos de la carretera. Aunque no lo había comprado por eso, ni tampoco por el hecho de que tuviera pocos kilómetros. Lo compré porque era negro y me permitía pasar desapercibido. Uno de cada cinco coches de Los Ángeles era un Mercedes, o daba esa impresión. Y uno de cada cinco de ellos era un SUV negro de clase M. Creo que tal vez ya sabía adónde me dirigiría mucho antes de empezar el viaje. Ocho meses antes de necesitarlo había comprado un vehículo que me serviría como detective privado. Tenía velocidad, comodidad, vidrios tintados…, y si mirabas por el retrovisor y veías un automóvil así en Los Ángeles no te llamaba la atención.

Costaba acostumbrarse al Mercedes, tanto en términos de comodidad, como de operaciones de rutina y mantenimiento. De hecho, ya me había quedado dos veces sin gasolina en la carretera. Era uno de los pequeños inconvenientes que conllevaba el hecho de entregar la placa. Durante muchos años fui detective de grado tres, un nivel de supervisor al que correspondía un coche para llevarse a casa. El vehículo era un Ford Crown Victoria modelo policial. Funcionaba como un tanque, tenía asientos de vinilo gastados, suspensión fuerte y un depósito de gasolina más grande que el de fábrica. Nunca necesité cargar combustible cuando estaba trabajando. Y en el garaje de la comisaría llenaban el depósito de manera sistemática. Como ciudadano tenía que aprender otra vez a vigilar la aguja del nivel del depósito. De lo contrario me encontraba sentado en la cuneta.

Cogí el teléfono móvil de la consola central y lo encendí. No es que necesitara demasiado un móvil, pero conservé el que llevaba en el departamento. No sé, tal vez pensaba que alguien de la división me llamaría para pedirme consejo sobre un caso. Durante cuatro meses lo mantuve permanentemente con la batería cargada y encendido a todas horas. Nadie me llamó nunca. Después de quedarme sin gasolina por segunda vez lo conecté al cargador de la consola central del Mercedes y lo dejé allí para la siguiente ocasión que necesitara asistencia en carretera.

En ese momento necesitaba asistencia, aunque no mecánica. Llamé a información y obtuve el número del FBI en Los Ángeles. Marqué el número y pregunté por el agente supervisor de la unidad de robos de bancos. Supuse que la agente que había contactado con Dorsey podría haber trabajado en la unidad que se ocupaba de robos de bancos, porque está era la que con más frecuencia trataba con números de serie de billetes.

Mi llamada fue transferida.

– Núñez.

– ¿Agente Núñez?

– Sí, ¿en qué puedo ayudarle?

Sabía que tratar con un agente supervisor del FBI no sería tan fácil como hacerlo con la secretaria de un magnate del cine. Tenía que ser lo más directo posible con Núñez.

– Sí, me llamo Harry Bosch. Acabo de retirarme del Departamento de Policía de Los Ángeles después de casi treinta años y…

– Enhorabuena -dijo de manera cortante-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Bueno, eso es lo que estoy tratando de explicarle. Hace cuatro años trabajé en un caso de homicidio que estaba relacionado con el robo de una considerable suma de efectivo entre el que había billetes marcados.

– ¿Qué caso?

– Bueno, probablemente no lo reconozca por el nombre del caso, pero era el asesinato de Angella Benton. El asesinato precedió al robo, que se llevó a cabo en un escenario de cine de Hollywood. Tuvo mucha repercusión. Los tipos huyeron con dos millones de dólares. Ochocientos de los billetes de cien estaban marcados.

– Lo recuerdo, pero no lo trabajamos nosotros. No tuvimos nada que…

– Ya lo sé. Como le he dicho, yo trabajé el caso.

– Entonces, siga, ¿en qué puedo ayudarle?

– Después de varios meses de investigación una agente de su oficina contactó con el departamento para informar de una anomalía en los números de los billetes. Había recibido la lista de números de serie porque los enviamos a todas partes.

– ¿Una anomalía? ¿Y eso qué es?

– Una anomalía es una desviación, algo que no…

– Ya sé lo que significa la palabra. ¿De qué anomalía está hablando?

– Oh, disculpe. Esta agente llamó para decir que uno de los números tenía un error de transcripción o que se habían invertido dos cifras, algo así. Pero yo no estoy llamando por eso. Ella dijo que tenía un programa que cruzaba números de serie para este tipo de casos. Creo que era su propio programa, algo que llevaba por su cuenta. ¿Le suena? No el caso, la agente. ¿Recuerda a una agente que tenía ese programa?