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– Verá, antes de empezar, creo que ha habido un malentendido. No sé qué le ha dicho su secretaria, pero no soy policía. Ya no.

Taylor se dejó llevar sobre los pedales, pero recuperó el ritmo rápidamente. Tenía la cara colorada y sudaba profusamente. Se estiró hasta el tablero de control digital y cogió un par de gafas y una tarjeta con el logo de su compañía -un cuadrado con un motivo de rizos laberínticos- y varias anotaciones manuscritas debajo. Se puso las gafas, pero de todos modos entrecerró los ojos al leer la tarjeta.

– Eso no es lo que pone aquí -dijo-. Pone detective Harry Bosch del Departamento de Policía de Los Ángeles a las diez. Es letra de Audrey. Lleva dieciocho años conmigo, desde que yo hacía basura para vídeo en el valle de San Fernando. Es muy buena en su trabajo y normalmente muy precisa.

– Bueno, lo fui durante mucho tiempo. Pero me retiré hace un año. Puede que no lo haya dejado muy claro por teléfono. En su lugar no culparía a Audrey.

– No lo haré. -Me miró, bajando la cabeza para ver por encima de las gafas-. Entonces, ¿qué puedo hacer por usted, detective? (o supongo que debería llamarle señor Bosch). Me quedan cuatro kilómetros y hemos terminado.

Había un banco de pesas a la derecha de Taylor. Me acerqué y me senté. Saqué el boli del bolsillo de la camisa (esta vez sin inconvenientes) y me dispuse a escribir.

– No sé si se acuerda de mí, pero ya habíamos hablado antes, señor Taylor. Hace cuatro años, cuando se halló el cadáver de Angella Benton en el vestíbulo de su apartamento, me asignaron el caso a mí. Usted y yo hablamos en su despacho de Eidolon, en el Archway. Una de mis compañeras, Kiz Rider, estaba conmigo.

– Lo recuerdo. La mujer negra; dijo que conocía a Angie. Del gimnasio, creo. Recuerdo que en aquel momento ustedes dos me infundieron mucha confianza. Pero después desaparecieron. No volví a oír de…

– Nos quitaron el caso. Éramos de la División de Hollywood y después del robo y el tiroteo de al cabo de unos días, pasaron el caso a la División de Robos y Homicidios.

Sonó un pequeño zumbido de la bicicleta estática y pensé que tal vez significaba que Taylor había cubierto su segundo kilómetro.

– Recuerdo a esos tipos -dijo Taylor con desdén-. Uno más estúpido que el otro. No me inspiraban nada. Recuerdo que uno estaba más interesado en asegurarse una posición como asistente técnico de mis películas que en el caso de Angie. ¿Qué les pasó?

– Uno está muerto y el otro retirado.

Dorsey y Cross. Los había conocido a los dos. A pesar de la descripción de Taylor, ambos habían sido investigadores capaces. No se llegaba a robos y homicidios sin esfuerzo. Lo que no le conté a Taylor era que Jack Dorsey y Lawton Cross llegaron a ser conocidos en el servicio de detectives como la pareja de compañeros con el colmo de la mala suerte. Cuando trabajaban en una investigación que se les asignó varios meses después del caso de Angella Benton, entraron en un bar de Hollywood para comer algo y echar un trago. Estaban sentados en un reservado con sus sandwiches de jamón y sus Bushmill cuando entró un ladrón armado. Al parecer, Dorsey, que estaba sentado de cara a la puerta, hizo un movimiento, pero fue demasiado lento. El atracador lo alcanzó antes de que llegara a quitarle el seguro a su pistola y murió antes de tocar el suelo. Un disparo rozó el cráneo de Cross y una segunda bala le alcanzó en el cuello y se alojó en su columna. Al camarero lo asesinaron a quemarropa.

– ¿Y qué sucedió entonces con el caso? -preguntó Taylor retóricamente, y sin un ápice de compasión en la voz por los policías caídos-. No ocurrió una puta mierda. Seguro que está acumulando polvo como ese traje barato que ha sacado usted del armario para venir a verme.

Me tragué el insulto porque no me quedaba más remedio. Me limité a asentir con la cabeza, como si estuviera de acuerdo con él. No sabía si su rabia era por el asesinato nunca vengado de Angella Benton o por lo que sucedió después: el robo, el posterior asesinato y la cancelación de su película.

– Esos tipos trabajaron a tiempo completo durante seis meses -dije-. Después llegaron otros casos. Siempre llegan casos, señor Taylor. No es como en sus películas. Ojalá fuera así.

– Sí, siempre hay otros casos -dijo Taylor-. Ésa siempre es la excusa fácil, ¿no? Echarle la culpa al exceso de trabajo. Mientras tanto, nadie le devuelve la vida a la chica, el dinero no aparece. ¡Lástima! Siguiente caso, hay que seguir adelante.

Esperé para asegurarme de que había terminado. No era así.

– Pero ahora han pasado cuatro años y se presenta usted. ¿Cuál es su enredo, Bosch? ¿Ha convencido a la familia para que le contrate? ¿Es eso?

– No, toda la familia de Angella Benton era de Ohio. No he contactado con ellos.

– ¿Y entonces?

– Está sin resolver, señor Taylor. Y a mí todavía me preocupa. No creo que se haya trabajado con ningún tipo de… dedicación.

– ¿Y eso es todo?

Asentí y Taylor repitió el gesto para sí mismo.

– Cincuenta mil -dijo.

– ¿Perdón?

– Le pagaré cincuenta mil si lo resuelve. No habrá película si no lo resuelve.

– Señor Taylor, se equivoca conmigo. No quiero su dinero, y esto no es ninguna película. Lo único que me interesa ahora mismo es su ayuda.

– Escúcheme. Sé reconocer una buena historia cuando la oigo. El detective atormentado por el asesino que salió impune. Es un tema universal y funciona. Cincuenta de entrada y podemos discutir el resto.

Recogí la libreta y el boli del banco, y me levanté. La entrevista no iba a ninguna parte, o al menos no iba en la dirección que yo deseaba.

– Gracias por su tiempo, señor Taylor. Si no encuentro la salida dispararé una bengala.

Al dar mi segundo paso hacia la puerta sonó el tercer pitido en la bicicleta estática. Taylor habló a mi espalda.

– Usted gana, Bosch. Vuelva y haga las preguntas. Y me quedaré los cincuenta mil si no los quiere.

Me volví hacia él, pero no me senté. Abrí de nuevo la libreta.

– Empecemos con el atraco -dije-. ¿Quién tenía conocimiento de los dos millones de dólares en su compañía? Me refiero a quién estaba al tanto de los datos específicos, de cuándo iba a llegar para el rodaje y cómo se iba a entregar. Cualquier cosa y a cualquier persona que pueda recordar. Estoy empezando de cero.

2

Angella Benton murió el día de su vigésimo cuarto cumpleaños. Su cuerpo sin vida se encontró sobre el suelo de baldosas del vestíbulo del edificio de apartamentos en el que residía, en Fountain, cerca de La Brea. Su llave estaba en el buzón. En éste se hallaron dos tarjetas de felicitación enviadas por separado desde Columbus por su madre y su padre. Resultó que no estaban divorciados, simplemente cada uno de ellos quería escribir por sí mismo sus mejores deseos de felicidad a su única hija.

Benton había sido estrangulada. Antes o después de su muerte, probablemente después, le habían rasgado la blusa y el sujetador para dejar sus pechos al descubierto. Su asesino aparentemente se había masturbado sobre el cadáver, eyaculando una pequeña cantidad de esperma que había sido recogida por los técnicos forenses para realizar comparaciones de ADN. Se habían llevado el bolso de la víctima y éste jamás se recuperó.

La hora de defunción se estableció entre las once y las doce de la noche. El cadáver fue descubierto por otro residente del edificio de apartamentos cuando salió a las doce y media para sacar a pasear al perro.

Fue entonces cuando entré en escena yo. En ese momento era detective de grado tres asignado a la División de Hollywood del Departamento de Policía de Los Ángeles. Tenía dos compañeros. En esa época trabajábamos en tríos, y no por parejas, como parte de una configuración experimental diseñada para cerrar los casos con rapidez. Kizmin Rider, Jerry Edgar y yo fuimos avisados al busca y se nos asignó el caso a la una de la mañana. Nos reunimos en la comisaría de Hollywood y nos desplazamos en dos Crown Vic hasta la escena del crimen. Vimos el cadáver de Angella Benton aproximadamente dos o tres horas después de que hubiera sido asesinada.