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Un tipo en moto pasó junto al Mercedes y golpeó con fuerza el retrovisor, haciendo que Lindell saltara. El motorista siguió su camino, levantando la mano enguantada y mostrándome su dedo corazón. Me di cuenta de que me había detenido en el carril de las motos y volví a arrancar.

– Estos putos motoristas se creen los amos de la carretera -dijo Lindell-. Pasa a su lado y le daré una hostia.

No hice caso de la petición, pasé a gran velocidad junto a la moto, eludiéndola.

– No lo entiendo, Roy. ¿Qué tiene que ver la novena planta con mi caso?

– En primer lugar, ya no es tu caso. En segundo lugar, no lo sé. Fueron ellos los que hicieron las preguntas.

– ¿Cuándo empezaron a preguntarte?

– Hoy. Tú llamaste interesándote por Marty Gessler y le dijiste a Núñez que tenía algo que ver con el dinero de la película. Él acudió a verme y le dije que te invitara a venir. Mientras tanto empecé a hacer algunas averiguaciones. Resultó que el golpe del rodaje estaba en nuestro ordenador. Con una etiqueta de REACT. Así que llamé a la novena y dije: «¿Qué pasa, colegas?», y dos segundos después me cayeron encima.

– Te dijeron que descubrieras lo que sabía, que me callaras la boca y me mandaras a casa. Ah, y que lo grabaras todo en una cinta para que pudieran escucharla y asegurarse de que eras un buen agente y que hacías lo que te decían.

– Sí, algo así.

– Entonces ¿por qué me dejaste leer el expediente? ¿Y llevármelo? ¿Por qué estamos hablando ahora?

Lindell se tomó su tiempo antes de responder. Habíamos tomado la curva hacia Ocean Boulevard, en Santa Mónica. Volví a aparcar junto a los acantilados que se asoman a la playa y el Pacífico. El horizonte estaba difuminado de blanco por la niebla marina. La noria del muelle, en el Pacific Park, permanecía inmóvil, y sin su brillo de neón.

– Lo hice porque Marty Gessler era amiga mía.

– Sí, de eso me di cuenta en el expediente. ¿Muy amigos?

El significado era obvio.

– Sí-dijo.

– ¿Eso no era un conflicto, si tú dirigías el caso?

– Digamos que mi relación con ella no se conoció hasta que ya estábamos muy metidos en la investigación. Entonces jugué todas mis bazas para quedarme en el caso. No es que tuviera mucho éxito. Aquí estamos más de tres años después y todavía no tengo ni idea de lo que le pasó. Y de repente llamas tú y me cuentas algo que es completamente nuevo para mí.

– Entonces no te has guardado nada. ¿No había constancia de que hablara con Dorsey del número de serie?

– No encontramos nada. Pero guardaba muchas cosas en su ordenador, y eso ya no está, tío. Tenía que haber material del que no había hecho copia de seguridad en el servidor. Ya sabes que la norma es copiarlo todo cada noche antes de irte a casa, pero nadie lo hace porque nadie tiene tiempo.

Asentí y traté de ordenar mis ideas. Estaba recopilando un montón de información, pero tenía poco tiempo para procesarla. Intenté pensar en qué más necesitaba preguntarle a Lindell mientras estuviera con él.

– Todavía no he entendido algo -dije al fin-. ¿Por qué es distinto aquí que en la sala de interrogatorios? ¿Por qué estás hablando conmigo, Roy? ¿Por qué me dejas ver el expediente?

– El REACT es una brigada TV, Bosch. Todo vale. Estos tíos no tienen reglas. Las reglas saltaron por la ventana el once de septiembre de dos mil uno. El mundo cambió, y el FBI también. El país se quedó sentado y dejó que pasara. La gente estaba viendo la guerra en Afganistán cuando aquí estaban cambiando las reglas. Ahora la seguridad nacional es lo único que cuenta y lo demás tiene que esperar. Incluida Marty Gessler. ¿Crees que la novena planta asumió el caso porque había una agente desaparecida? Les importa un pimiento. Hay algo más y si descubren lo que le pasó a ella o no es algo que no importa. Para ellos, claro. Para mí, no es lo mismo.

Lindell miró de frente mientras hablaba. Entendí un poco mejor lo que estaba ocurriendo. El FBI le había dicho que desistiera. A él podían darle órdenes, pero yo iba por libre. Lindell me ayudaría cuando pudiera, si podía.

– Así que no tienes ni idea de cuál es su interés en el caso.

– Ni una pista.

– Pero quieres que yo siga adelante.

– Si alguna vez lo repites, yo lo negaré. Pero la respuesta es sí. Quiero ser tu cliente, amigo.

Puse la marcha y volví a entrar en la carretera. Me dirigí de nuevo a Westwood.

– No puedo pagarte, claro -dijo Lindell-. Y es probable que tampoco pueda contactar contigo después de hoy.

– ¿Sabes qué? Deja de llamarme amigo y estamos en paces.

Lindell asintió como si se lo hubiera dicho en serio y me estuviera diciendo que aceptaba las condiciones del trato. Circulamos en silencio hasta que bajé por el California Incline hasta la autopista de la costa y nos dirigimos al cañón de Santa Mónica y después volvimos a subir hacia San Vicente.

– Entonces, ¿qué opinas de lo que leíste allí arriba? -preguntó Lindell por fin.

– Me parece que hiciste los movimientos adecuados. ¿Y el tipo de la gasolinera que la vio esa noche? ¿Lo investigasteis?

– Sí, por todos los costados. Estaba limpio. La estación de servicio estaba a tope y él estuvo allí hasta medianoche. Lo tenemos grabado en el vídeo de seguridad. Y nunca salió de la cabina después de que ella entrara y saliera. Su coartada para después de medianoche también era sólida.

– ¿Algo más del vídeo? No vi nada en el expediente.

– No, el vídeo era inútil. Salvo por el hecho de que aparece ella y fue la última vez que se la vio.

Miró por la ventana. Habían pasado tres años y Lin-dell seguía colgado. Tenía que recordarlo. Tenía que filtrar todo lo que decía y hacía bajo ese prisma.

– ¿Cuáles son las posibilidades de que vea el archivo completo de la investigación?

– Entre cero y nada.

– ¿La novena planta?

Asintió.

– Subieron y se llevaron el archivo con cajón y todo. No volveré a ver ese material. Seguramente no me devolverán ni el puto cajón.

– ¿Por qué no me pararon los pies ellos? ¿Por qué tú?

– Porque te conozco. Pero sobre todo porque se supone que tú ni siquiera tienes que saber que existen.

Asentí mientras doblaba por Wilshire y veía el edificio federal al fondo.

– Mira, Roy, no sé si las dos cosas están relacionadas, ¿entiendes? Me refiero a Martha Gessler y el caso de Hollywood, Angella Benton. Martha hizo una llamada, pero eso no quiere decir que los dos casos estén relacionados. Hay otras pistas que estoy siguiendo. Esta es sólo una de ellas. ¿Vale?

Miro otra vez por la ventana y murmuro algo que no pude oír.

– ¿Qué?

– Dije que nadie la llamaba Martha hasta que desapareció. Entonces salió en los diarios y en la tele y empezaron a llamarla así. Ella odiaba ese nombre, Martha.

Asentí con la cabeza porque no había otra cosa que pudiera hacer. Entré en el aparcamiento federal y me metí hasta la plaza para dejarlo.

– ¿Puedo llamarte al número que había en el expediente?

– Sí, cuando quieras. Pero asegúrate de que me llamas desde un teléfono seguro.

Pensé en ello hasta que detuve el coche en el bordillo de enfrente de la plaza. Lindell miró por la ventana y examinó la plaza como si estuviera juzgando si era segura o no.

– ¿Vas mucho a Las Vegas? -le pregunté.

Respondió sin mirarme. Mantuvo la mirada en la plaza y en las ventanas del edificio que se alzaba sobre ella.

– Cuando tengo ocasión. Tengo que ir disfrazado. Hay mucha gente allí que no me quiere.

– Me lo imagino.

Su trabajo encubierto junto con mi equipo de investigación de homicidios había derrocado a una figura capital del hampa y a muchos de sus subalternos.

– Vi a tu mujer allí hace un mes -dijo-. Jugando a cartas. Creo que fue en el Bellagio. Tenía una buena pila de fichas delante.

Conocía a Eleanor Wish de aquel primer caso en Las Vegas. Entonces fue cuando me casé con ella.