– Ex mujer -dije-. Pero no era por eso que te lo estaba preguntando.
– Claro, ya lo sé.
Al parecer satisfecho con el examen previo, abrió la puerta y salió. Volvió a mirarme y esperó a que dijera algo. Yo asentí.
– Me quedaré tu caso, Roy.
Me saludó con la cabeza.
– Entonces llámame cuando quieras, y ten cuidado, amigo.
Me sonrió con esa sonrisa del que ríe último y cerró la puerta antes de que pudiera decir nada.
14
En las salas de las brigadas de detectives de las numerosas comisarías del Departamento de Policía de Los Ángeles el estado de Idaho se llama Cielo Azul. Es la meta, el destino final de un buen número de detectives que recorren su camino, cumplen con sus veinticinco años y se van. Oí que hay barrios enteros llenos de ex policías de Los Ángeles que viven puerta con puerta. Las inmobiliarias de Coeur d'Alene y Sandpoint ponen anuncios del tamaño de una tarjeta de visita en el boletín del sindicato de policías. En todos los números.
Por supuesto, muchos polis devuelven la placa y parten a Nevada para cocinarse en el desierto y buscar trabajos a tiempo parcial en los casinos. Otros desaparecen en el norte de California: hay más polis retirados en los campos del condado de Humboldt que cultivadores de marihuana, aunque éstos no lo saben. Y otros se dirigen a México, donde todavía quedan lugares en los que un rancho con aire acondicionado y vistas al Pacífico está al alcance de una pensión del departamento.
La cuestión es que son pocos los que se quedan en la ciudad. Pasan su vida adulta tratando de dar sentido a este lugar, tratando de darle una pequeña dosis de orden, y después no son capaces quedarse una vez que su trabajo está hecho. Es lo que la profesión hace contigo. Te roba la capacidad de disfrutar de tu logro. No hay recompensa por llegar al final del camino.
Uno de esos pocos hombres que entregan la placa pero se quedan en Los Ángeles se llamaba Burnett Biggar. Le dio a la ciudad veinticinco años -la última mitad de ellos en homicidios de South Bureau- y después se retiró para abrir un pequeño establecimiento con su hijo cerca del aeropuerto. Biggar & Biggar Professional Security estaba en Sepúlveda, cerca de La Tijera. El edificio era anodino y las oficinas sin pretensiones. El negocio de Biggar estaba consagrado a proporcionar sistemas de seguridad y patrullas a las industrias de almacenamiento próximas al aeropuerto. La última vez que había hablado con él -de lo cual probablemente hacía dos años- me había explicado que tenía más de cincuenta empleados y que el negocio le iba viento en popa.
Pero con la boca pequeña me dijo que echaba de menos lo que llamaba el trabajo de verdad. El trabajo vital, el trabajo con sentido. Proteger un almacén lleno de tejanos hechos en Taiwan podía ser rentable, pero no se parecía en nada a lo que obtenías al tirar al suelo a un asesino desalmado y colocarle las esposas. Ni siquiera se aproximaba, y eso era lo que Biggar echaba de menos. Por eso pensé que podía pedirle ayuda para lo que quería hacer por Lawton Cross.
Había una pequeña sala de espera con una cafetera, pero no me quedé allí mucho tiempo. Burnett Biggar llegó enseguida y me invitó a acompañarle a su despacho. Era un hombre grande. Tuve que seguirlo por el pasillo más que caminar a su lado. Llevaba la cabeza afeitada, lo que por lo que yo sabía era un new look.
– Bueno, Big, veo que has cambiado el look Julius por el Jordán, ¿eh?
Se pasó una mano por su cráneo pelado.
– Tenía que hacerlo, Harry. Es la moda. Y se me estaba poniendo gris.
– Nos pasa a todos.
Me invitó a pasar a su despacho. No era pequeño ni tampoco grande. Podría definirlo como funcional, con paneles de madera y cuadros que enmarcaban artículos de noticias y fotos de sus días en el departamento. Probablemente todo resultaba muy impresionante para los clientes.
Biggar se colocó detrás de un escritorio repleto y me señaló una silla situada enfrente. Se inclinó hacia adelante y plegó los brazos sobre la mesa.
– Bueno, Harry Bosch, no esperaba volver a verte. Me alegro de que estés aquí.
– Yo también me alegro de verte. Y tampoco lo esperaba.
– ¿Has venido a buscar trabajo? Oí que lo dejaste el año pasado. Eras la última persona que pensé que podía dejarlo.
– Nadie llega hasta el final, Big. Y aprecio la oferta, pero ya tengo un trabajo. Sólo he venido a pedirte una pequeña ayuda.
Biggar sonrió y la piel se le tensó en las comisuras de los ojos. Estaba intrigado. Sabía que yo nunca iba a dedicarme a la seguridad industrial o corporativa.
– Joder, nunca te había oído pedir ayuda en nada. ¿ Qué necesitas?
– Necesito una instalación de vigilancia electrónica. Una habitación, nadie puede saber que la cámara está ahí.
– ¿Cómo de grande es la habitación?
– Un dormitorio, de unos cuatro por cuatro.
– Ah, tío, Harry. No te metas por ese camino. Empiezas con ese tipo de fisgoneo y acabas perdiéndote de vista a ti mismo. Ven a trabajar para mí. Puedo encontrar…
– No, no es nada de eso. De hecho es a consecuencia de un caso de homicidio en el que estoy trabajando. El tío está en silla de ruedas. Está sentado y ve la tele todo el día. Sólo quería asegurarme de que está bien, ¿sabes? Algo pasa con la mujer. Al menos eso creo.
– ¿Te refieres a abuso?
– Tal vez. No lo sé. Algo.
– ¿El tipo sabe que vas a hacer esto?
– No.
– ¿Pero tienes acceso a la habitación?
– Bastante. ¿Crees que puedes ayudarme?
– Bueno, tenemos cámaras. Pero has de entender que la mayor parte de nuestro trabajo tiene aplicaciones industriales. Es material pesado. Me suena que lo que necesitas es una nanocámara que podrías comprar en Radio Shack.
Negué con la cabeza.
– No quiero ser muy obvio. El tío era poli.
Biggar asintió. Asimiló la información y se levantó.
– Bueno, vamos al taller y echaremos un vistazo a lo que tenemos. Andre está allí y podrá ayudarte.
Me condujo de nuevo al pasillo y después hacia la parte posterior del edificio. Entramos en el taller, que era aproximadamente del tamaño de un garaje de dos plazas y estaba lleno de bancos de trabajo y estantes con todo tipo de equipamiento electrónico en ellos. En torno a una de las mesas de trabajo había tres hombres mirando una pequeña pantalla de televisión donde se reproducía una cinta de vigilancia con mucho grano y en blanco y negro. Reconocí a uno de los hombres, el más grande, como Andre Biggar, el hijo de Burnett. No lo había visto nunca, pero sabía que era él por su tamaño y por el parecido con Burnett. Incluida la cabeza rapada.
Una vez hechas las presentaciones, Andre comentó que estaba revisando una cinta que mostraba el robo al almacén de un cliente. El padre explicó lo que yo estaba buscando y el hijo me condujo a otro banco de trabajo, donde me mostró cámaras instaladas en un jarrón, en una lámpara, en un marco de fotos y finalmente en un reloj. Pensando en cómo se había quejado Lawton Cross de que no podía ver la hora en la televisión, detuve a Andre en ese momento.
– Esta me valdrá. ¿Cómo funciona?
Era un reloj circular de unos veinticinco centímetros de diámetro.
– Es un reloj de aula. ¿Quiere ponerlo en la pared de un dormitorio? Llamará la atención como las tetas de…
– Andre… -le interrumpió su padre.
– No lo usan como dormitorio -dije-. Es más bien una sala de televisión. Y el tipo me dijo que no podía ver la hora en la esquina de la pantalla en la CNN. Así que esto tendrá sentido cuando lo lleve.
Andre asintió con la cabeza.
– Vale. ¿Quiere sonido? ¿Color?
– Sonido sí. El color estaría bien, pero no es necesario.
– Muy bien. ¿Quiere transmitirlo o lo quiere auto-contenido?