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El recuerdo de ella en la terraza parecía muy lejano y formaba parte de un periodo de mi vida muy diferente. Pensé en lo que Roy Lindell había dicho de cuando la había visto en Las Vegas. El sabía que yo le había estado preguntando por mi ex mujer, aunque no se lo hubiera dicho. Si no un día, al menos no pasaba una semana sin que pensara en ir allí, encontrarla y pedirle otra oportunidad. Una oportunidad aceptando sus condiciones. Yo ya no tenía ningún trabajo que me esperara en Los Ángeles, así que podía ir a donde quisiera. Esta vez podía acudir a ella y podríamos vivir juntos en la ciudad del pecado. A Eleanor le quedaría la libertad de encontrar lo que necesitaba en las mesas de fieltro azul de los casinos de la ciudad. Y cuando volviera a casa al final del día la estaría esperando. Yo podría dedicarme a lo que surgiera. Siempre habría en Las Vegas algo para una persona con mis aptitudes.

En una ocasión había llenado una caja, la había puesto en la parte trasera del Mercedes y había llegado hasta Riverside antes de que los miedos familiares empezaran a crecer en mi pecho y saliera de la autovía. Me comí una hamburguesa en un In-N-Out y di media vuelta. No me molesté en vaciar la caja cuando llegué a casa. La dejé en el suelo del dormitorio y fui sacando la ropa a medida que la fui necesitando a lo largo de las dos semanas siguientes. La caja vacía todavía continuaba en el suelo, preparada para la siguiente vez que quisiera llenarla y hacer ese recorrido.

El miedo. Siempre estaba presente. Miedo al rechazo, miedo a las esperanzas y el amor no correspondidos, miedo a sensaciones que seguían bajo la superficie. Todo había sido mezclado en la batidora y vertido suavemente en mi vaso hasta que éste se llenó hasta el borde. Estaba tan lleno que si tenía que dar un paso se derramaría por los costados. Por consiguiente no podía moverme. Me quedé paralizado en casa, viviendo de lo que sacaba de una caja.

Creo en la teoría de la bala única. Puedes enamorarte y hacer el amor muchas veces, pero sólo hay una bala con tu nombre grabado en el costado. Y si tienes la suerte suficiente de que te alcancen con esa bala, la herida no se cura nunca.

Puede que Roy Lindell tuviera el nombre de Martha Gessler grabado en el costado de esa bala. No lo sé. Lo que sí sabía era que mi bala era Eleanor Wish. Me había atravesado por completo. Hubo otras mujeres antes y otras mujeres después, pero la herida que ella dejó estaba siempre presente. No se curaría fácilmente. Continuaba sangrando y sabía que siempre sangraría por ella. No podía ser de otro modo. Las cosas del corazón no tienen fin.

16

De camino a Woodland Hills hice una breve parada en Vendóme Liquors y después me dirigí a la casa de Melba Avenue. No llamé para avisar. Con Lawton Cross sabía que las posibilidades de que estuviera en casa eran muy altas.

Danielle Cross abrió la puerta después de que llamara tres veces y su cara tensa adoptó una expresión aún más severa al ver que era yo.

– Está durmiendo -dijo, entreabriendo la puerta-. Todavía se está recuperando de lo de ayer.

– Pues despiértalo, Danny; necesito hablar con él.

– Mira, no puedes presentarte sin avisar. Ya no eres un poli. No tienes ningún derecho.

– ¿Tú tienes el derecho de decidir a quién ve y a quién no ve?

Eso pareció calmarla un momento. Miró a la caja de herramientas que llevaba en una mano y al paquete que llevaba bajo el brazo.

– ¿Qué es todo eso?

– Le he traído un regalo. Mira, Danny, necesito hablar con él. Va a venir gente a verle. Tengo que avisarle para que esté preparado.

Ella transigió. Sin decir una palabra más, retrocedió levemente y abrió la puerta. Extendió el brazo para invitarme a pasar y yo traspuse el umbral. Fui solo hasta el dormitorio.

Lawton Cross estaba dormido en su silla, con la boca abierta. Una baba medicamentosa le resbalaba por la mejilla. No quería mirarlo. Era un recordatorio demasiado claro de lo que podía ocurrir. Puse la caja de herramientas y el paquete que contenía el reloj en la cama. Volví a la puerta y la cerré, asegurándome de que sonaba contra el marco con la suficiente fuerza como para que, con un poco de suerte, Cross se despertara sin que tuviera que tocarlo.

Cuando volví a la silla me fijé en que pestañeaba, pero después sus párpados se detuvieron a media asta.

– Eh, Law. Soy yo, Harry Bosch. Advertí la luz verde en el monitor de la cómoda y rodeé la silla para apagarlo.

– ¿Harry? -dijo-. ¿Dónde?

Volví a rodear la silla y lo miré con una sonrisa congelada en el rostro.

– Aquí, tío. ¿Ahora estás despierto?

– Sí, eh…, estoy despierto.

– Bien. Tengo que contarte unas cosas. Y te he traído algo.

Fui a la cama y empecé a sacar el reloj del paquete que Andre Biggar me había preparado.

– ¿Black Bush?

Su voz ya estaba alerta. Una vez más lamenté la elección de mis palabras. Volví a colocarme en su campo de visión con el reloj en la mano.

– Te he traído este reloj para la pared. Así podrás saber la hora siempre que te haga falta.

Dejó escapar el aire a través de sus labios.

– Ella lo quitará.

– Le pediré que no lo haga. No te preocupes.

Abrí la caja de herramientas y saqué el martillo y un clavo para manipostería de un paquete de plástico que contenía diversos clavos para diferentes superficies. Examiné la pared que estaba a la izquierda de la televisión y elegí un punto en el centro. Había un enchufe justo debajo. Sostuve el clavo en alto y lo clavé hasta la mitad con el martillo. Estaba colgando el reloj cuando se abrió la puerta y se asomó Danny.

– ¿Qué estás haciendo? Él no quiere ningún reloj aquí.

Terminé de colgar el reloj, bajé los brazos y la miré.

– Me dijo que quería uno.

Ambos miramos a Law en busca de apoyo. Los ojos del hombre pasearon de los de su esposa a los míos.

– Probemos un tiempo -dijo-. Me gusta saber qué hora es para no perderme los programas.

– Muy bien -dijo ella con tono cortante-. Lo que tú quieras.

Danny salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Me incliné y enchufé el reloj a la corriente. Después miré mi reloj y me estiré para poner la hora y conectar la cámara. Cuando hube terminado volví a guardar el martillo en la caja de herramientas.

– ¿Harry?

– ¿Qué? -pregunté, aunque ya sabía lo que quería.

– ¿Me has traído un poco?

– Un poco.

Abrí otra vez la caja de herramientas y saqué de ella la petaca que había llenado en el aparcamiento del Vendóme.

– Danny me ha dicho que estás de resaca. ¿Seguro que quieres?

– Claro que estoy seguro. Déjamelo probar, Harry, lo necesito.

Volví a repetir la misma rutina del día anterior y esperé a ver si era capaz de darse cuenta de que había aguado el whisky.

– Ah, esto sí que es bueno, Harry. Dame un poco más, ¿quieres?

Lo hice y después cerré la petaca, sintiéndome en cierto modo culpable de darle a ese hombre roto el único consuelo que parecía tener en la vida.

– Escucha, Law, he venido para avisarte. Creo que he levantado la liebre con esta historia.

– ¿Qué ha pasado?

– Traté de localizar a esa agente que dijiste que llamó a Jack Dorsey por el problema con un número de serie, ¿recuerdas?

– Sí, recuerdo. ¿La encontraste?

– No, Law, no la encontré. La agente era Martha Gessler. ¿Te suena de algo?

Su mirada se movió por el techo como si fuera allí donde guardaba su base de datos.