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– Finales de febrero, principios de marzo. Fue mi último juicio, Harry. Un mes después me comí la bala en ese bar de mierda y ya fui historia. Recuerdo la cara de aquel Penjeda cuando oyó el veredicto y supo que le había caído perpetua sin condicional. El hijoputa tuvo lo que se merecía.

La risa surgió otra vez, pero vi que su mirada se apagaba.

– ¿Qué pasa, Law?

– Está allí en Corcoran, jugando a balonmano en el patio o alquilándole el culo por horas a la mafia mexicana. Y yo estoy aquí. Supongo que a mí también me ha caído perpetua sin condicional.

Me miró a los ojos. Asentí con la cabeza, porque era la única cosa que se me ocurrió.

– No es justo, Harry. La vida no es justa.

17

La biblioteca del centro estaba en Flower y Figueroa. Era uno de los edificios más antiguos de la ciudad y quedaba empequeñecida por las modernas estructuras de cristal y acero que la rodeaban. La extraordinaria belleza interior se centraba en torno a una rotonda en cuya cúpula de mosaicos se representaba la fundación de la ciudad por los padres. El lugar había sido quemado en dos ocasiones por pirómanos y había permanecido cerrado durante años, pero una vez restaurado había recuperado su belleza original. Yo había ido por primera vez desde que era niño una vez concluida la restauración. Y continuaba yendo. La biblioteca me acercaba al Los Ángeles que yo recordaba, a la ciudad donde me sentía a gusto. Comía en las salas de lectura de los patios de la planta superior mientras leía los archivos de los casos y tomaba notas. Había llegado a conocer a los vigilantes de seguridad y a unos pocos bibliotecarios. Tenía un carnet de biblioteca, aunque rara vez sacaba un libro.

Fui a la biblioteca después de salir de la casa de Law-ton Cross porque no quería volver a recurrir a Keisha Russell para que me ayudara con las búsquedas de artículos. Su llamada a Sacramento para investigarme cuando simplemente le había pedido que buscara artículos de Martha Gessler había sido advertencia suficiente. Su curiosidad periodística la llevaría más lejos que mis preguntas, a lugares a los que yo no quería que se acercara.

La hemeroteca estaba en la segunda planta. Reconocí a la mujer que había detrás del mostrador, aunque nunca había hablado con ella antes. Supe que me reconoció cuando me acerqué a ella. Utilicé una tarjeta de biblioteca donde normalmente bastaba con una placa policial. Ella la leyó y reconoció el nombre.

– ¿Sabe que se llama igual que un pintor famoso? -preguntó.

– Sí, lo sé.

Se ruborizó. Estaba en mitad de la treintena y lucía un corte de pelo poco atractivo. La tarjeta la identificaba como la señora Molloy.

– Claro que lo sabe -dijo-. Tenía que saberlo. ¿En qué puedo ayudarle?

– Necesito buscar artículos del Times de hace unos tres años.

– ¿Quiere hacer una búsqueda por palabra clave?

– Supongo. ¿Qué es eso? La bibliotecaria sonrió.

– Tenemos el Los Ángeles Times en ordenador desde mil novecientos ochenta y siete. Si lo que está buscando se publicó después de esa fecha, lo único que tiene que hacer es conectarse desde uno de nuestros equipos y escribir la palabra o frase clave, como por ejemplo un nombre que cree que saldrá en el artículo que busca. La cuota por hora para acceder a los archivos del periódico es de cinco dólares.

– Perfecto, eso es lo que quiero.

La mujer sonrió y buscó debajo del mostrador. Me tendió un dispositivo de plástico blanco que medía aproximadamente treinta centímetros. No se parecía a ningún ordenador que hubiera visto antes.

– ¿Cómo lo uso?

Casi se le escapó la risa.

– Es un busca. Ahora todos nuestros ordenadores están utilizándose. Le avisaré por el busca en cuanto haya uno disponible.

– Ah.

– El busca no funciona fuera del edificio. Además no emite un sonido, sino que vibra. Así que no se separe de él.

– No lo haré. ¿Tiene idea de si hay para rato?

– Ponemos límites de una hora. Según eso no habría ninguno disponible hasta dentro de media hora, pero muchas veces la gente no necesita la hora completa.

– Muy bien, gracias. Me quedaré por aquí.

Encontré una mesa vacía en una de las salas de lectura y decidí trabajar en la cronología del caso. Saqué mi bloc de notas y en una página en blanco escribí las tres fechas clave y los acontecimientos que conocía.

Angella Benton. Asesinada. 16-5-1999

Golpe del rodaje. 19-5-1999

Martha Gessler. Desaparecida. 19-3-2000

A continuación empecé a añadir la información que me faltaba.

Gessler-Dorsey. Llamada telefónica.¿?

Y al cabo de un momento pensé en algo más que ayudaría a explicar una cuestión que me inquietaba.

Dorsey y Cross. Asesinato/tiroteo. ¿?

Miré en torno a mí para ver si había alguien utilizando un teléfono móvil. Quería hacer una llamada, pero no estaba seguro de que estuviera permitido en una biblioteca. Cuando me volví, vi a un hombre de pie junto a un expositor de revistas, del que rápidamente cogió una sin aparentemente mirar cuál era. Iba vestido con téjanos azules y camisa de franela. Nada en él indicaba que fuera del FBI, pero aun así me pareció que había estado mirándome directamente hasta que yo me fijé en él. Su reacción había sido demasiado rápida, casi furtiva. No se había establecido contacto visual, nada que sugiriera ningún tipo de insinuación. Estaba claro que el hombre no quería que supiera que me estaba observando.

Aparté mi bloc, me levanté y fui hacia el expositor de revistas. Pasé junto al hombre y me di cuenta de que había cogido un número de Parenting Today. Era otro punto contra él. No me parecía un padre primerizo. Estaba convencido de que me estaban vigilando.

Me acerqué de nuevo al mostrador y le susurré a la señora Molloy:

– ¿Me permite una pregunta? ¿Se puede usar un teléfono móvil en la biblioteca?

– No, no se puede. ¿Alguien le está molestando usando un móvil?

– No, sólo quería saber cuál era la norma. Gracias.

Antes de que pudiera volverme me dijo que estaba a punto de llamarme al busca porque había quedado libre un ordenador. Le devolví el busca y ella me condujo a un cubículo donde me aguardaba el brillo de una pantalla de ordenador.

– Buena suerte -dijo mientras se dirigía de nuevo a su sitio.

– Disculpe -dije, haciéndole señas para que regresara-. Eh, no sé cómo conseguir el material del Times con esto.

– Hay un icono en el escritorio.

Me volví y miré la superficie de la mesa. No había nada en ella salvo el ordenador, el teclado y el ratón. La bibliotecaria empezó a reír detrás de mí, pero se tapó la boca.

– Lo siento -dijo-. Es que… No tiene ni idea de cómo hacer esto, ¿verdad?

– Ni la más remota. ¿Puede ayudarme a empezar?

– Un momento. Deje que vaya a la mesa para asegurarme de que no me está esperando nadie.

– Bien. Gracias.

Ella se alejó durante treinta segundos y después volvió y se inclinó sobre mí para trabajar con el ratón e ir cambiando de pantallas hasta que estuvo en los archivos del Times y en lo que llamó el formulario de búsqueda.

– Ahora escriba la palabra clave del artículo que está buscando.

Escribí el nombre «Alejandro Penjeda». La señora Molloy se inclinó y pulsó el botón RETORNO. Al cabo de cinco segundos había otros tantos resultados en la pantalla. Los dos primeros eran de 1991 y 1994 y los tres últimos eran de artículos publicados en 2000. Descarté los dos primeros porque no estaban relacionados con el Penjeda que a mime interesaba. Los otros tres eran de marzo de 2000. Coloqué el ratón sobre el primero (1 de marzo de 2000) y pulsé en el botón LEER. El artículo ocupó la mitad superior de la pantalla. Era un breve acerca de la apertura del juicio a Alejandro Penjeda, quien había sido acusado del asesinato de un joyero coreano llamado Kyungwon Park.