La víctima yacía de costado sobre las baldosas marrones que estaban teñidas del color de la sangre seca. Los ojos abiertos y casi fuera de sus órbitas distorsionaban lo que había sido un rostro bonito. Presentaba hemorragias en las córneas. Su busto, expuesto, era prácticamente plano. Parecía casi infantil y pensé que tal vez eso la había cohibido en una ciudad donde con frecuencia se concedía más importancia a los atributos físicos que al interior y convertía el hecho de abrirle la blusa y arrancarle el sujetador en una agresión añadida; como si no le bastara con arrebatarle la vida, el asesino también quiso exponer su vulnerabilidad más íntima.
Pero lo que más recordaba de ella eran las manos. De algún modo, cuando su cuerpo sin vida cayó al suelo, sus manos quedaron unidas en el lado izquierdo. Se dirigían hacia arriba desde la cabeza, como si trataran de alcanzar a alguien, suplicantes. Me recordaron las manos de un lienzo renacentista, las manos de los condenados que se estiraban hacia el cielo en demanda de perdón. En mi vida he trabajado en casi mil homicidios y nunca la posición de un cadáver me impresionó tanto.
Quizá interpretaba demasiado en el modo caprichoso en que había caído Angella Benton. Pero cada caso es una batalla de una guerra interminable. Y, créanme, siempre es preciso llevar algo cuando entras en combate, algo a lo que aferrarte, algo que te guía o te empuja. Y para mi ese algo eran sus manos. No podía olvidarlas. Creía que las había estirado hacia mí, y todavía lo creo.
La investigación experimentó un salto inmediato porque Kizmin Rider reconoció a la víctima. Rider la conocía por su nombre de pila del gimnasio de El Centro, donde ambas entrenaban. A causa del horario irregular que implicaba su trabajo en la brigada de homicidios, Rider no podía mantener un programa de entrenamiento uniforme. Hacía ejercicio en días y horas diferentes, según el tiempo de que disponía y el caso que estaba investigando. Se había encontrado con frecuencia a Benton en el gimnasio y habían trabado conversación mientras sudaban una al lado de la otra en la máquina de steps.
Rider sabía que Benton estaba tratando de labrarse una carrera en la industria del cine. Era ayudante de producción en Eidolon Productions, la empresa de Alexander Taylor. Allí se trabajaba las veinticuatro horas, en función de la disponibilidad de localizaciones y personal. Eso suponía que Benton, igual que Rider, acudía al gimnasio a distintas horas, y también suponía que tenía poco tiempo para establecer relaciones. La víctima le contó en una ocasión a Rider que sólo había tenido dos citas el año anterior y que no había ningún hombre en su vida.
La de las dos mujeres era sólo una amistad superficial y Rider nunca había visto a Benton fuera del gimnasio Ambas eran dos jóvenes negras que trataban de mantenerse en forma para que su cuerpo no las traicionase mientras sacaban adelante sus ajetreadas vidas profesionales y trataban de subir peldaños en sus diferentes mundos.
Sin embargo, el hecho de que Kiz la conociera nos dio una ventaja. Supimos de inmediato que estábamos tratando con una mujer joven, responsable y segura de sí misma, una mujer que se preocupaba tanto por su salud como por su carrera. Esta información eliminaba diversos estilos de vida que podríamos haber investigado erróneamente. El aspecto negativo era que, por primera vez, Rider se encontraba con una persona a la que conocía como la víctima de un homicidio cuya investigación le habían asignado. Desde el primer momento me di cuenta de que eso frenó su paso. Normalmente ella era muy expresiva para analizar la escena de un crimen y desarrollar una teoría de investigación. En aquella ocasión se quedó en silencio hasta que le pregunté.
No había testigos del asesinato. El vestíbulo no se veía desde la calle y ofrecía un escudo perfecto al asesino. Este habría podido entrar en el reducido espacio y atacar sin miedo a ser visto desde el exterior. Aun así, el crimen implicaba cierto riesgo. En cualquier momento un residente podía haber entrado o salido del edificio y encontrado a Benton y su asesino. Si el vecino que sacó a pasear a su perro lo hubiera hecho una hora antes probablemente se habría topado con el asalto. Podría haberla salvado o, posiblemente, se habría convertido a su vez en una víctima.
Anomalías. Gran parte del trabajo se basaba en el estudio de las anomalías. El crimen tenía la apariencia de una agresión oportunista. El asesino había seguido a Benton y aguardado el momento en que nadie los viera. Aun así había aspectos de la escena -su intimidad, por ejemplo- que sugerían que el asesino ya conocía el vestíbulo y podía haber estado esperándola, como un cazador que observa la trampa que ha tendido.
Anomalías. Angella Benton no medía más de metro sesenta y cinco, pero era una mujer fuerte. Rider había sido testigo de sus rutinas en el gimnasio y conocía su fuerza y vitalidad. Sin embargo, no había signos de lucha. No se halló piel ni sangre perteneciente a otra persona en el examen de las uñas de la víctima. ¿Conocía a su asesino? ¿Por qué no había peleado? La masturbación y el hecho de que le rasgaran la blusa apuntaban a un móvil psicosexual, a un crimen perpetrado en solitario. No obstante, la ausencia de todo signo de lucha indicaba que Benton había sido dominada rápidamente y de manera total. ¿Había más de un asesino?
En las primeras veinticuatro horas nos dedicamos a recopilar todas las pruebas, realizar las notificaciones y conducir los primeros interrogatorios de todos aquellos directamente relacionados con la escena del crimen. Fue en las siguientes veinticuatro horas cuando empezaron los cambios y nosotros comenzamos a examinar las anomalías, tratando de abrirlas como nueces. Y hacia el final de ese segundo día habíamos llegado a la conclusión de que se trataba de una escena del crimen falsa, es decir, un escenario preparado por el asesino para que llegáramos a conclusiones erradas acerca del asesinato. Nos enfrentábamos a un asesino que nos estaba guiando por la senda del depredador psicosexual cuando la naturaleza del crimen era completamente distinta.
Lo que nos orientó en esa dirección fue el semen hallado en el cadáver. Al examinar las fotografías de la escena del crimen, advertí gotas de semen que se extendían por el cuerpo de la víctima en una línea que insinuaba una trayectoria. En cambio, las gotas examinadas una a una eran circulares. Los investigadores saben, sobre todo a partir del examen de la sangre, que las gotas son redondas cuando caen en vertical a una superficie. Las gotas de forma elíptica se producen cuando la sangre salpica en una trayectoria o cae en ángulo sobre la superficie. Consultamos con el experto del departamento para saber si las normas aplicables a la sangre podían extenderse a otros fluidos corporales. Nos dijeron que, efectivamente, así era, y la explicación dejó al descubierto una anomalía. Cobró forma la hipótesis de que el asesino o asesinos habían puesto intencionadamente el semen en la escena del crimen. Probablemente lo habían llevado a la escena del crimen y después lo habían hecho gotear sobre el cadáver como parte de una maniobra destinada a desviar la atención.
Cambiamos el foco de la investigación. Nos olvidamos de examinar a la víctima como alguien que vagaba por el área de acción del depredador. El área de acción era Angella Benton. Había algo en su vida o en sus circunstancias que habían atraído al asesino.
Nos concentramos en su vida y su trabajo, buscando algo oculto que hubiera puesto en marcha un plan para asesinarla. Alguien había deseado su muerte y pensado que era lo bastante listo para camuflar el asesinato como la obra de un psicópata. Mientras que públicamente desarrollamos la hipótesis del asesino violador ante los medios, de puertas adentro empezamos a mirar en otras direcciones.