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Siempre que podía miraba por el retrovisor en busca de un perseguidor. Las luces de los faros formaban halos al reflejarse en las paredes redondeadas del túnel. Los realizadores de cine se lo alquilaban constantemente al ayuntamiento por esa razón. Cualquier coche que quisiera mantener mi ritmo se anunciaría, a no ser que llevara las luces apagadas, y eso resultaría igual de obvio en el espejo.

Estaba sonriendo. No estaba seguro del porqué. Tener un posible perseguidor del FBI no es necesariamente un motivo de alegría. Y el FBI no se caracteriza por su sentido del humor. Aun así, sentía que había hecho bien al comprar el Mercedes. El coche volaba. Yo iba alto -más alto que en ninguno de los vehículos de policía que había conducido-, de manera que disponía de una buena vista del retrovisor. Era como si lo hubiera planeado y el plan estuviera funcionando. Y eso propició la sonrisa.

Al salir del túnel pisé a fondo el freno y giré con fuerza a la derecha. Los gruesos neumáticos se agarraron al asfalto, y cuando estuve lejos de la boca del túnel me detuve por completo. Esperé con la mirada puesta en el retrovisor. De los coches que salieron del túnel, ninguno dobló a la derecha detrás de mí y ninguno frenó siquiera al llegar al cruce. Si me estaban siguiendo, o bien había despistado a mi perseguidor o el que me seguía era lo bastante experto en el juego para preferir perder al objetivo a evitar quedar expuesto. Esto último no encajaba con la forma obvia en que Parenting Today se había comportado en la biblioteca.

La tercera posibilidad que tenía que considerar era la vigilancia electrónica. El FBI podría haber puesto un dispositivo en mi coche en casi cualquier momento del día. En el garaje de la biblioteca un técnico podría haberse deslizado debajo del Mercedes para hacer el trabajo. El mismo técnico podría haber estado esperando a que apareciera en el edificio federal, lo cual por supuesto significaría que ya estaban al corriente de mi pequeño paseo por la ciudad con Roy Lindell. Estuve tentado de llamar al agente para advertirle, pero decidí que no debería usar mi móvil para contactar con él.

Sacudí la cabeza. Tal vez la paranoia no era algo tan bueno al fin y al cabo. Podía darte una pequeña ventaja, pero también podía paralizarte. Volví a mezclarme en el tráfico y busqué mi camino por la autovía de Hollywood, manteniendo la mirada alejada del retrovisor todo lo posible.

La autovía, que discurre elevada cuando atraviesa Hollywood para adentrarse en el paso de Cahuenga, ofrece una buena perspectiva del lugar donde pasé los años más significativos de mi tiempo como detective de policía. De un vistazo podía distinguir algunos de los edificios en los que había trabajado en casos. El edificio de Capítol Records, proyectado para semejar una pila de discos. El hotel Usher, que estaban transformando en apartamentos lujosos como parte del nuevo diseño del corazón de Hollywood. Distinguía las casas iluminadas que se levantaban en las oscuras colinas de Beechwood Canyon y Whitley Heights. Vi la imagen de una leyenda local del baloncesto que ocupaba diez pisos en el lateral de un edificio por lo demás anodino. Más pequeño en estatura, pero cubriendo igualmente el lateral de un edificio estaba el Hombre Marlboro, con un cigarrillo inclinado en la boca y su mirada dura convertida en símbolo de impotencia.

Hollywood siempre lucía mejor de noche. Sólo podía mantener su mística en la oscuridad. A la luz del sol el telón se levantaba y la intriga desaparecía, sustituida por un sentido de peligro oculto. Era un lugar de apostadores y adictos, de aceras y sueños rotos. Construyes una ciudad en el desierto, la riegas con falsas ilusiones y falsos ídolos y en última instancia esto es lo que ocurre. El desierto la reclama, la torna árida, la deja yerma. Plantas rodadoras humanas van a la deriva por sus calles y los depredadores se ocultan en las rocas.

Tomé la salida de Mulholland y crucé por encima de la autovía, tomé después Woodrow Wilson en la encrucijada y subí por la ladera de la montaña. Mi casa estaba oscura. La única luz que vi cuando entré por la puerta de la cochera era el brillo rojo del contestador automático en la encimera de la cocina. Pulsé un interruptor y después el botón de reproducción de mensajes. Había dos. El primero era de Kiz Rider y ya me había hablado de él. El segundo era de Lawton Cross. Otra Vez se había reservado información. Decía que tenía algo y su voz crepitaba en el teléfono como la electricidad estática. Me imaginé a su mujer sosteniéndole el teléfono junto a la boca.

El mensaje lo había dejado dos horas antes. Se estaba haciendo tarde, pero le devolví la llamada. El hombre vivía en una silla. Yo no tenía ni idea de qué era tarde para él.

Contestó Danny Cross. Debía de tener identificador de llamadas porque su hola fue cortante y con un filo de malicia. O tal vez yo estaba interpretando demasiado.

– Danny, soy Harry. Me ha llamado tu marido.

– Está durmiendo.

– ¿Puedes despertarle, por favor? Sonaba importante.

– Puedo decírtelo yo.

– Vale.

– Quería decirte que cuando trabajaba tenía la costumbre de guardar copias de sus archivos activos. Los guardaba aquí en su oficina de casa.

No recordaba haber visto una oficina en la casa.

– ¿Copias completas?

– No lo sé. Tenía un armario archivador y estaba lleno.

– ¿Tenía?

– El despacho estaba donde está ahora su silla. Tuve que moverlo todo. Ahora está en el garaje.

Me di cuenta de que necesitaba detener el flujo de información. Ya se había dicho demasiado por teléfono. La paranoia volvía a asomar su espantosa cabeza.

– Voy a ir esta noche -dije.

– No, es demasiado tarde. Yo me acuesto temprano.

– Estaré allí dentro de media hora, Danny. Espérame levantada.

Colgué el teléfono antes de que pudiera oponerse. Sin haber entrado en la casa más allá de la cocina, me volví y me fui, esta vez dejando la luz encendida.

Había empezado a caer una lluvia fina en el valle de San Fernando. El aceite formaba una capa resbaladiza en la autovía y hacía más lenta la circulación. Tardé algo más de media hora en llegar a Melba y al poco de aparcar en el sendero de entrada, la puerta del garaje empezó a abrirse. Danny Cross me había estado observando. Salí del Mercedes y me metí en el garaje.

Era un garaje de dos plazas y estaba repleto de cajas y muebles. Había un viejo Chevy Malibu con el capó levantado, como si alguien hubiera estado trabajando en el motor y acabara de bajarlo sin cerrarlo del todo mientras se tomaba un descanso. Creo que recordé una imagen de Lawton Cross conduciendo un coche clásico de los sesenta como vehículo privado. Había una gruesa capa de polvo en el coche y cajas apiladas encima del techo. Una cosa estaba clara, él nunca más iba a volver a trabajar en él ni a conducirlo.

Se abrió una puerta que conectaba con la casa y apareció Danny. Llevaba una bata larga con un cinturón bien apretado en torno a su delgada cintura. Tenía la misma expresión desaprobatoria de siempre y a la que ya me había acostumbrado. Toda una lástima. Era una mujer hermosa, o al menos lo había sido.

– Danny -dije-. No tardaré mucho. Si puedes decirme dónde…

– Está todo allí, al lado de la lavadora, en los archivadores.

Señaló a un lugar situado delante del Malibu donde había un lavadero. Rodeé el coche y encontré dos armarios archivadores de dos cajones junto a la lavadora-secadora. Los armarios habían tenido llave, pero en ambos faltaban las cerraduras. Cross probablemente los había comprado de segunda mano en una venta de garaje.