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Caí de bruces en el asiento de atrás. El cerró de golpe y estuvo a punto de pillarme el tobillo. Casi pude oír un lamento a través del cristal.

El agente golpeó con el puño el techo del coche y el conductor puso la marcha atrás y aceleró. El Crown Victoria brincó hacia atrás y el movimiento repentino me hizo caer al suelo desde el asiento. No pude frenar mi caída y mi mejilla impactó en el suelo pegajoso. Con las manos a la espalda intenté volver a colocarme en el asiento. Lo hice con rapidez, impulsado por la rabia y la vergüenza. Quedé sentado cuando el coche brincó hacia adelante y fui propulsado al asiento. El coche se alejó acelerando de la casa y por la ventanilla de atrás vi a Parenting Today de pie en el garaje y mirándome. Sostenía el informe de Lawton Cross en un costado.

Respiré pesadamente y observé al agente que empequeñecía en la ventana. Sentía en el rostro la porquería de la alfombrilla, pero no podía hacer nada al respecto. Me ardía la cara. No era dolor ni tampoco rabia ni vergüenza. Lo que me quemaba era pura impotencia.

19

A mitad de camino de Westwood dejé de hablar con ellos. Era inútil y lo sabía, pero había pasado veinte minutos azuzándolos primero con preguntas y luego con amenazas veladas. Dijera lo que dijera no había respuesta. Cuando finalmente llegamos al edificio federal, aparcaron en el garaje subterráneo y a mí me sacaron del coche y me metieron en un ascensor en el que ponía «Exclusivo Transporte de Seguridad». Uno de los agentes puso una tarjeta en la ranura del panel de control y pulsó el botón número 9. Cuando el cubo de acero inoxidable se elevó, pensé en lo bajo que había caído desde el momento en que llevaba una placa. No tenía ningún derecho para esos hombres. Ellos eran agentes y yo no era nada. Podían hacer conmigo lo que quisieran y todos lo sabíamos.

– No siento los dedos -me quejé-. Las esposas están demasiado apretadas.

– ¡Qué bien! -dijo uno de los agentes, sus primeras palabras de la tarde para mí.

Las puertas se abrieron y cada uno de ellos me agarró por un brazo antes de empujarme por el pasillo. Llegamos a una puerta que un agente abrió con la tarjeta magnética, y después recorrimos un pasillo hasta otra puerta, ésta con una cerradura de combinación.

– Date la vuelta -dijo un agente.

– ¿Qué?

– De espaldas a la puerta.

Seguí las instrucciones y me dieron la vuelta mientras otro agente tecleaba la combinación. Pasamos y me condujeron a un pasillo escasamente iluminado lleno de puertas con pequeñas ventanas cuadradas a la altura de la cabeza. Primero pensé que eran salas de interrogatorios, pero entonces me di cuenta de que había demasiadas. Eran celdas. Volví la cabeza para mirar por algunas de esas ventanas mientras pasábamos y en dos de ellas vi a hombres que me devolvían la mirada. Tenían la piel oscura y parecían originarios de Oriente Próximo. Llevaban barbas descuidadas. En una tercera ventana vi a un hombre pequeño, cuyos ojos apenas llegaban a la parte inferior de la ventanilla. Tenía el pelo rubio decolorado con medio centímetro negro en las raíces. Lo reconocí por la foto que había visto en el ordenador de la biblioteca: Mousouwa Aziz.

Nos detuvimos delante de una puerta con el número 29 y alguien que quedaba fuera de mi campo de visión la abrió electrónicamente. Uno de los agentes entró detrás de mí y oí que movía una llave en las esposas. Ya no era capaz de sentirlo. Enseguida mis muñecas estuvieron libres y yo coloqué las manos delante para poder frotarlas y recuperar la circulación sanguínea. Estaban blancas como el jabón, y tenía una circunferencia de color rojo intenso en cada una de las muñecas. Siempre había creído que esposar a un sospechoso demasiado fuerte era una estupidez. Lo mismo que golpear la cabeza de un custodiado en el marco de la puerta del coche. Fácil de hacer, fácil de escapar impune, pero no dejaba de ser un movimiento estúpido, un acto de matón propio de un chico al que le complace meterse con los niños más pequeños en el patio de la escuela.

Mientras la sensación de cosquilleo empezaba a abrirse camino en mis manos, una sensación ardiente de ira se levantaba detrás de mis ojos, nublando mi visión con una negrura aterciopelada. En esa oscuridad había una voz que me urgía a vengarme. Conseguí no escucharla. Todo es una cuestión de poder y de cuándo usarlo. Esos tipos todavía no lo sabían.

Una mano me empujó al interior de la celda y yo involuntariamente me resistí. No quería entrar ahí. Entonces recibí una fuerte patada debajo de mi rodilla izquierda que me dobló la pierna y fui impulsado por un brazo rígido en mi espalda. Atravesé la pequeña celda cuadrada hasta la pared opuesta y tuve que poner las manos para frenarme.

– Ponte cómodo, gilipollas -dijo el agente a mi espalda.

La puerta se cerró antes de que yo pudiera decir nada. Me quedé allí de pie, mirando al cuadrado de cristal y dándome cuenta de que los otros prisioneros que había visto en el pasillo se estaban mirando a sí mismos. El cristal era de espejo.

Instintivamente supe que el agente que me había dado una patada y me había empujado estaba en el otro lado, mirándome. Le saludé con la cabeza, enviándole el mensaje de que no lo olvidaría. Probablemente él se estaba riendo en el otro lado.

La luz de la habitación permanecía encendida. Finalmente me alejé de la puerta y miré en torno a mí. Había un colchón de dos centímetros de grosor en lo que parecía un estante que sobresalía de la pared. En la pared opuesta había una combinación de lavabo e inodoro. Nada más, salvo una caja de acero en una de las esquinas superiores con un cuadrado de cinco centímetros, detrás de la cual vi la lente de una cámara. Me estaban observando. Aunque usara el inodoro me iban a estar observando.

Miré mi reloj, pero no había reloj. De algún modo me lo habían quitado, probablemente cuando me quitaron las esposas, y tenía las muñecas tan entumecidas que no me di cuenta del robo.

Ocupé lo que creí que fue la primera hora de mi encarcelamiento paseando por el reducido espacio y tratando de mantener mi rabia aguda, pero bajo control. Caminaba sin seguir otra pauta que la de usar todo el espacio, y cuando llegaba a la esquina donde estaba la cámara levantaba el dedo corazón de la mano izquierda. Cada vez.

En la segunda hora me senté en el colchón, decidido a no agotarme con el paseo y tratando de no perder la noción del tiempo. Ocasionalmente todavía alzaba el dedo a la cámara, normalmente sin siquiera molestarme en mirar mientras lo hacía. Empecé a pensar en historias de salas de interrogatorios para pasar el rato. Recordé a un tipo al que habíamos llevado como sospechoso en un caso que incluía un robo de droga. Nuestro plan era que sudara un poco antes de entrar en la sala para tratar de que confesara. Pero al poco de que lo metimos en la sala se quitó los pantalones, se anudó las perneras en el cuello y trató de colgarse del aplique de luz del techo. Llegaron a tiempo de salvarlo. Protestó diciendo que prefería ahorcarse a quedarse una hora más en la sala. Sólo llevaba allí veinte minutos.

Empecé a reírme para mis adentros y entonces recordé otra historia que no tenía ninguna gracia. Un hombre que era un testigo periférico de un asalto a mano armada fue puesto en la sala e interrogado acerca de lo que había visto. Era un viernes muy tarde. El testigo era un ilegal y estaba aterrorizado, pero no era un sospechoso y enviarlo de vuelta a México habría supuesto demasiadas llamadas de teléfono y demasiada burocracia. Lo único que quería el detective era información. Sin embargo, antes de obtenerla llamaron al detective y éste salió de la sala. Le dijo al hombre que se quedara allí que enseguida volvía. Pero nunca volvió. Nuevos acontecimientos del caso lo llevaron a la calle y no tardó en olvidarse del testigo. El domingo por la mañana otro detective que había entrado para ponerse al día con la burocracia oyó un ruido y al abrir la sala de interrogatorios se encontró con que el testigo seguía allí. Había sacado vasos vacíos de plástico de la papelera y los había llenado con orina durante el fin de semana. Pero tal y como le habían dicho nunca salió de la sala de interrogatorios.