Me recosté en el colchón hasta que tuve la espalda apoyada en la pared. Si yo hubiera tenido una taza de café no me habría olvidado de ella de la forma en que Peoples se olvidaba de la suya.
– Yo no voy a decirle nada. Cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer.
– Maravilloso -dijo con sarcasmo-. Palabras de sabiduría. Voy a pedirme una placa para mi despacho y pediré que graben esas palabras.
– ¿Sabe? Una vez estaba en un juicio y la abogada de la parte contraria dijo algo que siempre trato de recordar. Citó a un filósofo cuyo nombre he olvidado ahora. Lo tengo escrito en casa. Pero este tipo dijo que quien combate a los monstruos de nuestra sociedad debería asegurarse de que no se convierte él mismo en un monstruo. Porque si es así entonces está todo perdido. Ya no tendríamos sociedad. Siempre pensé que era una buena frase.
– Nietzsche, y casi lo ha citado bien.
– Conocer bien la cita no es lo importante. Lo importe es recordar lo que significa.
Peoples buscó en el bolsillo de su abrigo. Sacó mi reloj. Me lo lanzó y yo empecé a ponérmelo. Miré la esfera. Las manecillas del reloj estaban sobre una placa dorada de detective con la imagen del ayuntamiento en ella. Me fijé en la hora y vi que había estado en la jaula más tiempo del que pensaba. No tardaría en amanecer.
– Salga de aquí, Bosch -dijo-. Si vuelve a cruzarse en nuestro camino, volverá aquí más deprisa de lo que cree posible. Y nadie sabrá que está aquí.
La amenaza era obvia.
– Entonces estaré entre los desaparecidos, ¿eh?
– Como quiera llamarlo.
Peoples levantó la mano por encima de la cabeza para que la cámara lo viera. Giró un dedo en el aire y el cierre electrónico hizo clac y la puerta se abrió unos centímetros. Me levanté.
– Vamos -dijo Peoples-. Alguien le verá fuera. Le estoy dando una oportunidad, Bosch. Recuérdelo.
Me dirigí a la puerta, pero dudé cuando la estaba cruzando. Lo miré a él y al expediente que todavía sostenía.
– Supongo que me ha desplumado, se lleva mis expedientes. Y los de Lawton Cross.
– No los recuperará.
– Sí, lo entiendo. Seguridad nacional. Lo que iba a decirle era que mirara las fotos. Busque una de las fotos de Angella Benton en el suelo. Mire sus manos.
Me dirigí a la puerta abierta.
– ¿ Qué pasa con sus manos? -dijo desde detrás de mí. -Sólo mírele las manos. Entonces sabrá de qué estoy hablando.
En el pasillo, Parenting Today me estaba esperando.
– Por ahí-dijo de manera cortante y supe que estaba decepcionado por el hecho de que me dejaran libre.
Por el pasillo busqué a Mousouwa Aziz en una de las ventanitas cuadradas, pero no lo vi. Me pregunté si por casualidad había mirado a la cara del asesino al que estaba buscando y si ése sería mi único atisbo, lo más cerca que estaría de él. Sabía que mientras permaneciera encerrado allí nunca llegaría hasta él, literal o legalmente. Había escapado de mí. Estaba entre los desaparecidos. El callejón sin salida definitivo.
Pasamos por dos puertas con dispositivo de cierre electrónico y después nos acercamos al ascensor. No había ningún botón que pulsar. Parenting Today miró a la cámara situada en la esquina del techo y giró un dedo extendido en el aire. Oí que el ascensor subía.
Cuando las puertas se abrieron, Parenting Today me escoltó al interior. Bajamos al sótano, pero no a un coche. Me hizo subir por la rampa después de gritarle a un empleado del garaje que abriera la puerta. Cuando ésta se abrió, el sol me dio en los ojos y me hizo bizquear.
– Supongo que no me va a acercar hasta mi coche.
– Suponga lo que quiera. Que pase un buen día.
Me dejó allí en lo alto de la rampa y se volvió para meterse por debajo de la puerta antes de que ésta volviera a cerrarse. Observé su desaparición mientras la cortina de acero caía. Traté de pensar en una pulla, pero estaba demasiado cansado y lo dejé estar.
20
El FBI había estado en mi domicilio. Eso era de esperar. Pero los agentes habían actuado con sutileza. La casa no estaba patas arriba. Lo habían registrado metódicamente y la mayoría de las cosas las habían dejado exactamente en el mismo sitio. La mesa del comedor, donde había dejado los archivos del asesinato de Angella Benton, estaba limpia. Hasta me pareció que la habían abrillantado. No me habían dejado nada. Mis notas, mis archivos, mis informes, todo había desaparecido y con ello el caso. No me torturé demasiado con eso. Miré mi reflejo en la superficie pulida de la mesa durante unos segundos y decidí que necesitaba dormir antes de dar el siguiente paso.
Cogí una botella de agua de la nevera y salí a la terraza a través de la puerta corredera para observar el sol que se alzaba por encima de la colina. El cojín del sofá tenía rocío de la mañana, así que le di la vuelta y me senté. Puse las piernas en alto y me acomodé. El aire era frío, pero todavía llevaba la cazadora puesta. Dejé la botella de agua en el brazo del sofá y hundí las manos en los bolsillos. Era agradable sentirse en casa después de una noche en la jaula.
El sol empezaba a auparse por las colinas al otro lado del paso de Cahuenga y sus rayos, al refractarse en los millones de partículas microscópicas que flotaban en el aire, salpicaban el cielo de luces difusas. Pronto iba a necesitar gafas de sol, pero estaba demasiado atrincherado para levantarme a buscarlas. Cerré los ojos y no tardé en quedarme dormido. Soñé con Angella Benton, con sus manos, las manos de una mujer a la que nunca había conocido con vida pero que salía viva en mis sueños y me imploraba.
Me desperté al cabo de un par de horas, con el sol quemándome a través de las pestañas. Enseguida me di cuenta de que el latido que creía que estaba en mi cabeza en realidad provenía de la puerta de entrada. Al levantarme derribé la botella de agua sin abrir del brazo del sofá. Intenté cogerla al vuelo, pero fallé. Rodó por el suelo de la terraza y cayó a los matorrales que había debajo. Me acerqué a la barandilla y miré hacia abajo. Los pilares de hierro sostenían mi casa en voladizo sobre el cañón. No vi la botella.
Volvieron a golpear en la puerta y a continuación oí una versión amortiguada de mi nombre. Entré en la vivienda y llegué hasta el recibidor después de cruzar la sala. Estaban llamando a la puerta otra vez cuando finalmente abrí. Era Roy Lindell y no estaba sonriendo.
– ¡Vamos, a espabilarse, Bosch!
Empezó a meterse en el recibidor, pero yo le puse una mano en el pecho para detenerlo. Negué con la cabeza, y él captó la idea. Señaló hacia la casa y puso un signo de interrogación en la mirada. Yo asentí con un gesto. Salí y cerré la puerta.
– Vamos en mi coche -dijo en voz baja.
– Bien, porque el mío está en Woodland Hills.
Su coche del FBI estaba aparcado en zona prohibida. Subimos a él y ascendimos por Woodrow Wilson hasta que esta avenida gira hacia Mulholland. No creía que me estuviera llevando a ninguna parte. Simplemente conducía.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó-. He oído que anoche te pescaron.
– Eso es. Los de tu brigada TV. Son muy amables.
Lindell me miró y después volvió a concentrarse en la carretera.
– No tienes tan mal aspecto. Hasta te queda un poco de color en las mejillas.
– Gracias por fijarte, Roy. ¿Qué quieres ahora?