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– Maldición, no he tenido ocasión de irme a comprar ese regalo que me prometiste.

Sonreí. Estaba bromeando y lo sabía.

– No pasa nada, todavía puedes hacerlo.

– ¿Va todo bien, Harry?

– Sí, bien.

– ¿Quieres hablar de eso?

«No en esta línea», pensé, pero no lo dije.

– Tal vez cuando vuelva a verte. Ahora mismo estoy demasiado cansado.

– Vale, entonces te dejo. ¿Qué quieres que haga con tus tarjetas? Y sabes que te dejaste la bolsa en el asiento de atrás de mi coche.

Lo soltó como si supiera que lo había hecho a propósito.

– Um, ¿por qué no me la guardas por ahora y cuando termine con este asunto vuelvo y me la das?

Pasaron unos segundos antes de que contestara.

– Pero avísame con un poco más de tiempo que hoy -dijo al fin-, para prepararme.

– Desde luego. Lo haré.

– Vale, Harry, he de volver a entrar. Tal vez haber hablado contigo me haya cambiado la suerte.

– Eso espero, Eleanor. Gracias por hacer esto por mí.

– De nada. Buenas noches.

– Buenas noches.

Ella colgó.

– Y buena suerte -dije a la línea desconectada.

Colgué el teléfono y traté de pensar en la conversación y en lo que ella quería decir. «Avísame con un poco más de tiempo que hoy, para prepararme.» Era como si quisiera que la avisara antes de ir. ¿Para que pudiera hacer qué? ¿Para qué tenía que prepararse?

Me di cuenta de que podría devanarme los sesos preocupándome con cada frase. Dejé a Eleanor y mis dudas a un lado y me llevé una cerveza de la nevera a la terraza de atrás. Era una noche fría y clara y las luces de la autovía parecían titilar como un collar de diamantes. El viento trajo la risa de una mujer colina arriba. Empecé a pensar en Danny Cross y en la canción que ella tan dulcemente le había cantado a su marido. En el amor y en la pérdida, la noche siempre es sagrada. El mundo es maravilloso sólo si puedes hacer que sea así. No hay carteles en las calles que señalen a Paradise Road.

Decidí que cuando todo lo que tenía entre manos hubiera concluido iría a Las Vegas y no volvería. Echaría los dados, iría a ver a Eleanor y jugaría mis cartas.

27

A la mañana siguiente extendí sobre la mesa los documentos que había rescatado del motor del Chevrolet de Lawton Cross. Fui a la cocina para prepararme una taza de café, pero se me había acabado. Podía bajar la colina para ir a comprar a la tienda, pero no quería separarme del teléfono. Estaba esperando que Janis Langwiser llamara temprano, así que me senté en la mesa con una botella de agua y empecé a estudiar los informes que Cross había copiado y se había llevado a su casa casi cuatro años antes.

Lo que tenía era una copia del informe de los números de serie preparado por el banco que había prestado el dinero a la productora, y las hojas de tiempo y localización que Lawton Cross y Jack Dorsey habían preparado antes de que sus horarios pudieran llenarse con otros casos.

El informe bancario, cuatro páginas de números de serie tomados al azar de los billetes de cien dólares contenidos en el envío para el rodaje, lo habían preparado dos personas llamadas Linus Simonson y Jocelyn Jones. Llevaba asimismo la firma del supervisor, un vicepresidente del banco llamado Gordon Scraggs.

Simonson era un nombre que conocía. Había sido uno de los empleados del banco que acudieron al escenario del rodaje el día del golpe. Resultó herido en el tiroteo. Ahora sabía por qué estaba allí; había ayudado a preparar el envío de dinero y probablemente estaba encargado de cuidar de él durante la filmación.

Scaggs también era un apellido familiar. Figuraba entre los nombres que me había dado Alexander Taylor cuando le había preguntado al productor de cine quién estaba al corriente de la entrega de efectivo en el escenario del rodaje. Aunque ya no tenía la lista de nueve nombres que había obtenido de Taylor porque el FBI se la había llevado durante el registro de mi casa, recordaba el nombre de Scaggs.

Consagrado al estudio de todo lo relativo al caso que pudiera tocar, examiné la lista de números de serie, pensando que tal vez algo llamaría mi atención. Pero nada me atrapó. Los números eran como un código indescifrable que encerraba el secreto del caso, simplemente cuatro páginas de cifras sin ningún orden concreto.

Finalmente, aparté el informe y cogí las hojas de coartadas. Primero busqué los nombres de Scaggs, Simonson y Jones y vi que Dorsey y Cross ya habían efectuado comprobaciones T &L de los tres empleados bancarios. Cross se había ocupado de Scaggs y Jones mientras que Dorsey se encargó de Simonson. Sus localizaciones se contrastaron con horas clave en el asesinato de Angella Benton y el posterior golpe en el rodaje.

Los tres contaban con coartadas que descartaban su implicación física en los crímenes. Simonson, por supuesto, estaba en la escena del golpe, pero se encontraba allí en representación del banco. El hecho de haber recibido el disparo de uno de los atracadores también tendía a añadir peso a su exculpación, aunque, por supuesto, no lo excluía de una posible implicación tangencial. Cualquiera de ellos podía haber sido el cerebro que había permanecido en la sombra mientras se desarrollaba el plan. O, al menos, cualquiera de ellos podía haber sido la fuente de información de la entrega del dinero en el rodaje.

Lo mismo ocurría con los otros ocho nombres del informe T &L. Todos habían sido excluidos mediante coartadas de su participación física en los crímenes. No obstante, yo no disponía de otros informes o archivos que indicaran qué se había hecho para determinar si tenían una relación de fondo con el crimen.

Me di cuenta de que me patinaban las ruedas. Estaba tratando de jugar un solitario con una baraja incompleta. Faltaban los ases y no había forma de que pudiera ganar. Tenía que conseguir todas las cartas. Tomé un trago de agua y lamenté que no fuera café. Empecé a pensar en lo importante que era mi jugada con Peoples. Si no funcionaba, estaba perdido. Las manos extendidas de Angella Benton me atormentarían durante el resto de mi vida, pero no habría nada que pudiera hacer al respecto.

Como si acabara de darle el pie, sonó el teléfono. Entré en la cocina y lo descolgué. Era Janis Langwiser, aunque no se identificó.

– Soy yo -dijo-. Tenemos que hablar.

– Vale, estoy metido en algo. Te llamo ahora mismo.

– Vale.

Ella colgó sin protestar. Lo tomé como una señal de que creía lo que le había contado de mi casa y de que tenía el teléfono pinchado. También lo tomé como una señal de que Peoples estaba actuando de la forma que yo había previsto. Cogí las llaves de la encimera y salí a la calle.

Conduje colina abajo. En el punto donde Mulholland se enrosca por el otro lado de la colina y se encuentra con Woodrow Wilson y Cahuenga vi un Corvette esperando a que cambiara el semáforo. Conocía al conductor, más o menos. De cuando en cuando lo había visto corriendo, o conduciendo su Corvette, por mi casa. En alguna ocasión también había hablado con él en la comisaría. Era un detective privado que vivía al otro lado de la colina. Saqué el brazo por la ventana y lo saludé con la palma hacia abajo. El me devolvió el saludo. Que navegues bien, hermano. Iba a necesitarlo. El semáforo se puso verde y él se dirigió a Cahuenga mientras yo seguía hacia el norte.

Compré café en una tienda abierta las veinticuatro horas y recurrí a un teléfono público situado junto a Poquito Más para llamar a Langwiser al móvil. Contestó enseguida.

– Entraron anoche -dijo-. Como habías predicho.

– ¿Los grabaste?

– Sí. Es perfecto. Claro como el día. Era el mismo tipo de la primera vigilancia, Milton.

Asentí para mí. La llamada a mi casa la noche anterior -en la que Janis había dicho que había guardado la tarjeta de memoria en la caja de seguridad- había sido el anzuelo y Milton lo había mordido. Antes de irme de su oficina había instalado otra de las cámaras de Biggar & Biggar -la radio- en su escritorio y la había orientado hacia la estantería en la que se hallaba la caja fuerte.