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Lo siguiente que había en la libreta era el nombre de Sandor Szatmari. Él o ella -no lo sabía- constaba como el investigador del caso para Global Underwriters. Él o ella era alguien con quien necesitaba hablar. Abrí el expediente del caso por la primera página, donde los investigadores suelen guardar una página con los teléfonos más útiles. No aparecía el nombre de Szatmari, pero sí el de Global. Fui a la cocina para coger el teléfono, bajé el volumen del equipo de música e hice la llamada. Me transfirieron dos veces hasta que finalmente hablé con una mujer de «investigaciones».

Tuve problemas con el apellido de Szatmari y ella me corrigió y me pidió que esperara. En menos de un minuto contestó Szatmari. El nombre era masculino. Le expliqué mi situación y le pregunté si podíamos reunimos. Él me pareció escéptico, pero tal vez fuera porque tenía un acento centroeuropeo que me costaba interpretar. Declinó discutir el caso por teléfono con un desconocido, pero en última instancia accedió a reunirse en persona conmigo en su oficina de Santa Mónica. Le dije que acudiría y colgué.

Miré a la última línea que había escrito en la libreta. Era sólo el recordatorio de un viejo adagio válido para casi cualquier investigación. Sigue el dinero, idiota. El dinero siempre te conduce a la verdad. En este caso el dinero se había ido y la pista -al margen de las señales en el radar en Phoenix y la que implicaba a Mousouwa Aziz y Martha Gessler- había desaparecido. Sabía que eso me dejaba una alternativa. Seguir el dinero hacia atrás y ver qué surgía.

Para ello necesitaba empezar en el banco. Volví a buscar en la página de números de teléfono del expediente del caso y llamé a Gordon Scaggs, el vicepresidente de BankL A que había preparado el préstamo de un día de dos millones de dólares a la productora cinematográfica de Alexander Taylor.

Scaggs era un hombre ocupado, según me dijo. Quería posponer su reunión conmigo hasta la semana siguiente, pero insistí y logré que me hiciera un hueco de quince minutos la tarde siguiente a las tres. Me pidió un número al que llamarme para que su secretaria pudiera confirmarlo por la mañana. Yo me inventé uno y se lo di. No iba a darle la oportunidad de que su secretaria me llamara y me dijera que la reunión se había cancelado.

Colgué y sopesé mis opciones. Era casi de noche y en ese momento estaba libre hasta la mañana siguiente a las diez. Quería echar otro vistazo al expediente del caso, pero sabía que no necesitaba estar sentado en casa para hacerlo. Podía hacerlo con la misma facilidad sentado en un avión.

Llamé a Southwest Airlines y reservé un vuelo de Burbank a Las Vegas que llegaba a las 19.15 y un vuelo de regreso para la mañana siguiente que llegaba a las 8.30 a Burbank.

Eleanor contestó en su móvil al segundo tono y me dio la sensación de que hablaba en susurros.

– Soy Harry, ¿pasa algo?

– No.

– ¿Por qué estás susurrando?

Subió el tono de voz.

– Lo siento, no me había dado cuenta. ¿Qué pasa?

– Estaba pensando en pasarme esta noche para recoger mi bolsa y mis tarjetas de crédito. -Al ver que no respondía enseguida, añadí-: ¿Vas a estar ahí?

– Bueno, voy a ir a jugar esta noche. Más tarde.

– Mi avión llega a las siete y cuarto. Podría pasarme a eso de las ocho. Quizá podríamos cenar juntos antes de que vayas a jugar.

Esperé y de nuevo me pareció que tardaba demasiado en responder.

– Sí, me apetece esa cena. ¿Te quedas a dormir?

– Sí, vuelvo mañana temprano. Tengo cosas que hacer aquí por la mañana.

– ¿Dónde vas a quedarte?

Era una señal tan clara como el agua.

– No lo sé, todavía no he reservado nada.

– Harry, no creo que sea bueno para ti quedarte aquí.

– Vale.

La línea quedó tan silenciosa como los quinientos kilómetros de desierto que nos separaban.

– Ya sé, puedo ponerte como un jugador en el Bellagio. Lo harán por mí.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– Gracias, Eleanor. ¿Quieres que vaya a tu casa cuando llegue?

– No, te pasaré a recoger. ¿Vas a facturar equipaje?

– No, tú ya tienes mi bolsa.

– Entonces estaré enfrente de la terminal a las siete y cuarto. Te veo entonces.

Me di cuenta de que estaba susurrando otra vez, pero esta vez no le dije nada.

– Gracias, Eleanor.

– Vale, Harry, tengo que hacer algunos malabarismos para estar libre esta noche, así que he de colgar. Te veré en el aeropuerto. A las siete y cuarto. Chao.

Le dije adiós, pero ella ya había colgado. Sonó como si hubiera otra voz de fondo justo cuando desconectó la llamada.

Mientras pensaba en eso, Louis Armstrong empezó a cantar What a Wonderful World y subí el volumen.

30

A las 19.15 Eleanor y yo repetimos la misma escena del aeropuerto, incluido el beso cuando me metí en el coche. Después, me volví con torpeza y levanté la pesada carpeta del expediente del caso por encima del asiento para dejarla atrás, junto con mi maletín.

– Parece el expediente de un caso, Harry.

– Lo es. Pensaba que podría leerlo en el avión.

– ¿Y?

– Tenía a un niño gritón en el asiento de atrás. No podía concentrarme. ¿Por cierto, a quién se le ocurre traer a un niño a Las Vegas?

– En realidad no creo que sea un mal sitio para criar a un hijo.

– No estoy hablando de criarlo. Me refiero a ¿por qué traer a un niño tan pequeño de vacaciones a la ciudad del pecado? Llévalo a Disneylandia, ¿no?

– Creo que necesitas un trago.

– Y algo de comer. ¿Dónde quieres cenar?

– Bueno, ¿te acuerdas de cuando íbamos a Valentino en Los Ángeles?

– No me lo digas.

Ella se rió y el simple hecho de poder mirarla de nuevo me estremeció. Me encantaba la forma en que el pelo le realzaba su maravilloso cuello.

– Sí, tienen uno aquí. He hecho una reserva.

– En Las Vegas tienen una copia de todo.

– Salvo de ti. No hay ningún duplicado de Harry Bosch.

La sonrisa permaneció en su rostro cuando lo dijo y eso también me gustó. Pronto caímos en un silencio que probablemente era lo más cómodo que puede serlo entre dos personas que han estado casadas. Eleanor maniobró con pericia a través de un tráfico que podía rivalizar con el que uno se encuentra en las calles y autovías atascadas de Los Ángeles.

Hacía tres años desde mi última visita al Strip, pero Las Vegas era un lugar que me enseñaba que el tiempo era relativo. En tres años todo parecía haber cambiado de nuevo. Vi nuevos hoteles y atracciones, taxis con anuncios electrónicos en el techo, monorraíles que conectaban los casinos.

La versión de Las Vegas de Valentino estaba en el Venetian, una de las joyas más nuevas en la corona de casinos de lujo del Strip. Era un lugar que ni siquiera existía la última vez que había estado en la ciudad. Cuando Eleanor se detuvo en la rotonda donde se hallaban los aparcacoches le pedí que abriera el maletero para guardar allí mi maletín y el expediente del caso.

– No puedo. Está lleno.

– No quiero dejar esto fuera, sobre todo el expediente.

– Bueno, mételo en la bolsa y déjala en el suelo. No pasará nada.

– ¿No tienes sitio ahí dentro aunque sólo sea para el expediente?

– No, todo está metido a presión y si lo abro, se caerá algo. No quiero que me pase eso aquí.

– ¿Qué llevas?

– Sólo ropa y cosas que quiero llevar al Ejército de Salvación, pero no he tenido tiempo.

Dos aparcacoches nos abrieron las dos puertas simultáneamente y nos dieron la bienvenida al hotel. Yo bajé del Lexus, abrí la puerta de atrás, guardé el expediente en mi bolsa y coloqué ésta debajo del asiento de Eleanor.

– ¿Vienes, Harry? -preguntó Eleanor desde detrás de mí.