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– Sí, ya voy.

Mientras el aparcacoches se llevaba el Lexus, me fijé en el maletero. La parte posterior no parecía particularmente hundida. Leí la matrícula y me la repetí tres veces en silencio.

Valentino era Valentino. En mi opinión, el restaurante de Los Ángeles había sido clonado a la perfección. Era como intentar determinar la diferencia entre un McDonald's y otro; a un nivel culinario muy diferente, claro.

No forcé la conversación durante la cena. Me sentía cómodo y feliz de estar con ella. Al principio la charla, aunque escasa, estuvo centrada en mí y en mi retiro o ausencia de él. Le hablé del caso en el que estaba trabajando, sin olvidar la relación con su vieja amiga y colega Marty Gessler. En otra vida, Eleanor había sido agente del FBI y todavía conservaba la mente analítica de un investigador. Cuando vivimos juntos en Los Ángeles ella había sido con frecuencia una tabla de salvación para mí y en más de una ocasión me había ayudado con sugerencias o ideas.

Esta vez sólo tenía un consejo que darme y era que me alejara de Peoples y Milton, e incluso de Lindell. No porque los conociera personalmente. Sólo conocía la cultura del FBI y conocía a los de su clase. Por supuesto, su consejo me llegaba demasiado tarde.

– Me esfuerzo todo lo posible por evitarlos -dije-. No me importaría en absoluto no verlos nunca más.

– Pero no es muy probable.

De repente pensé en algo.

– No llevas el móvil encima, ¿no?

– Sí, pero no creo que les guste que uses el móvil en un sitio como éste.

– Ya lo sé. Saldré un momento. Acabo de acordarme de que tengo que hacer una llamada o todo se irá al traste.

Ella sacó el móvil del bolso y me lo dio. Yo salí del restaurante y me quedé de pie en un centro comercial cerrado que había sido construido para que pareciera un canal veneciano en el que no faltaban ni las góndolas. El cielo de cemento estaba pintado de azul con toques de nubes blancas. Era una engañifa, pero al menos tenía aire acondicionado. Llamé al móvil de Janis Langwiser y le dije que no había problema.

– Estaba empezando a preocuparme porque no había tenido noticias tuyas. Te he llamado dos veces a casa.

– No pasa nada. Estoy en Las Vegas y volveré mañana.

– ¿Cómo sé que no te están presionando?

– ¿Tienes identificador de llamada?

– Ah, sí. Vi que era un número setecientos dos. Vale, Harry. No olvides llamarme mañana. Y no pierdas mucho dinero.

– No lo haré.

Cuando volví a la mesa, Eleanor había desaparecido. Me senté y estaba ansioso por ella, pero volvió del lavabo en unos minutos. Mientras la veía acercarse sentí que estaba diferente, aunque no podía saber en qué. Era algo más que el pelo y un bronceado más intenso. Era como si tuviera más seguridad de la que yo le recordaba. Quizá había encontrado lo que necesitaba en las mesas de póquer de fieltro azul del Strip.

Le devolví el móvil y ella lo dejó caer en el bolso.

– Bueno, ¿qué tal por aquí? -pregunté-. Hemos estado hablando de mi caso. Hablemos de tu caso durante un rato.

– Yo no tengo caso.

– Ya me entiendes.

Eleanor se encogió de hombros.

– Este año las cosas me están yendo bien. Gané un satélite y conseguí un botón. Voy a jugar en las series.

Sabía que se estaba refiriendo a ganar un torneo de clasificación para las series mundiales de póquer. La última vez que habíamos hablado de póquer, me había confesado que su objetivo secreto era ser la primera mujer en ganar las series. El ganador de un torneo de clasificación podía llevarse el premio en metálico o el llamado botón, que suponía el acceso a las series.

– Será la primera vez que llegas a las series, ¿no?

Ella asintió con la cabeza y sonrió. Me di cuenta de que estaba nerviosa y orgullosa.

– Empieza enseguida.

– Buena suerte. Tal vez venga a verte.

– Tráeme suerte.

– De todos modos tiene que ser duro ganarse la vida según salen las cartas.

– Soy buena, Harry. Además, ahora hay gente que me respalda. Reparto el riesgo.

– ¿Qué quieres decir?

– Ahora funciona así. Tengo capitalistas. Juego con su dinero. Ellos se llevan el setenta y cinco por ciento de lo que gano. Si pierdo ellos asumen la pérdida, pero no suelo perder, Harry. Asentí.

– ¿Quién es esa gente? Son… ya sabes.

– ¿Legales? Sí, Harry, mucho. Son hombres de negocios. De Microsoft. De Seattle. Los conocí cuando estaban aquí jugando. De momento les he hecho ganar dinero. Tal como está la bolsa es mejor que inviertan en mí. Ellos están contentos y yo también.

– Bien.

Pensé en el dinero que me había ofrecido Alexander Taylor. Y después estaba la recompensa por resolver el caso. Si lo resolvía, recuperaba parte del dinero y encontraba a alguien cualificado para cobrar la recompensa, podía ser su capitalista. Era como el cuento de la lechera. Puede que ni siquiera aceptara mi dinero.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó-. Pareces preocupado.

– En nada. Sólo estaba pensando en el caso por un segundo. En algo que quiero preguntarle mañana al investigador del seguro.

El camarero trajo la cuenta y pagué después de que Eleanor me devolviera mi American Express. Salimos y en el coche yo comprobé que el maletín continuaba en la parte de atrás. Fuimos en el Lexus hasta el Bellagio, una distancia corta, pero que nos llevó lo suyo por el intenso tráfico. Yo me puse cada vez más nervioso a medida que nos acercábamos, porque no sabía lo que iba a ocurrir cuando llegáramos allí. Miré el reloj. Eran casi las diez.

– ¿A qué hora juegas?

– Me gusta empezar alrededor de la medianoche. -¿Por qué te gusta jugar por la noche? ¿ Qué tiene de malo el día?

– Los jugadores de verdad vienen por la noche. Los turistas se van a dormir. Hay más dinero encima de la mesa.

Circulamos en silencio un poco más y después ella continuó como si no se hubiera producido ninguna pausa.

– Además, me gusta salir al final de la noche y ver amanecer. Es como la felicidad de haber sobrevivido un día más.

En el Bellagio fuimos al mostrador VIP y cogimos una llave magnética que habían dejado a nombre de Eleanor. Así de sencillo. Ella me acompañó al ascensor como si hubiera estado allí un centenar de veces y subimos a una suite de la planta doce. Era la habitación de hotel más bonita que había visto nunca y tenía una sala de estar y un dormitorio con vistas a las fuentes iluminadas que eran el sello identificativo del hotel.

– Es bonito. Veo que conoces a gente importante.

– Me estoy ganando una reputación. Juego aquí tres o cuatro veces por semana y estoy empezando a atraer jugadores importantes que quieren enfrentarse conmigo aquí.

Asentí y me volví hacia ella.

– Supongo que las cosas te están yendo bien.

– No me quejo.

– Supongo que…

No terminé. Ella se me acercó y se plantó delante de mí.

– ¿Qué supones?

– No sé lo que iba a preguntarte. Supongo que quería saber lo que falta. ¿Estás con alguien, Eleanor?

Ella se me acercó más. Podía sentir su respiración.

– ¿Te refieres a si estoy enamorada de alguien? No, Harry, no lo estoy.

Asentí y ella volvió a hablar antes de que lo hiciera yo.

– ¿Todavía crees en eso que me contaste? Eso de la teoría de la bala única.

Asentí sin dudar ni un segundo y la miré a los ojos. Ella se inclinó hacia mí y apoyó la frente en mi barbilla.

– ¿Y tú? -pregunté-. ¿Todavía crees lo que dijo el poeta, que las cosas del corazón no tienen fin?

– Sí, lo creeré siempre.

Le levanté la barbilla con la mano y la besé. Enseguida estuvimos abrazados y sentí su mano en mi nuca, atrayéndome hacia ella. Sabía que íbamos a hacer el amor. Y por un momento supe lo que significaba ser el hombre más afortunado en Las Vegas. Separé mis labios de los suyos y me limité a apretarla contra mi pecho.