– El dinero se puede olvidar -dije-, pero ella no. Yo no puedo, ni tampoco aquellos que la conocieron.
– ¿Usted la conocía?
– La conocí ese día.
Asintió de nuevo. Al parecer entendía lo que quería decirle. Ajustó las esquinas de una pila de carpetas de su escritorio.
– ¿Llegaron a alguna parte? -pregunté-. ¿Se acercaron a algo?
Se tomó un momento antes de contestar.
– No, en realidad no. Sólo callejones sin salida.
– ¿Cuándo se rindió?
– No lo recuerdo. Fue hace mucho tiempo.
– ¿Dónde está su archivo?
– No puedo darle mi archivo, va contra la política de la compañía.
– Por el asunto de la recompensa, ¿no? La compañía no permite que coopere con investigaciones no oficiales si hay por medio una recompensa.
– Podría llevar a conflictos -dijo-. Además, está el riesgo legal. Yo no cuento con las mismas protecciones que la policía. Si mis notas de la investigación se hicieran públicas, quedaría expuesto a posibles pleitos.
Traté de pensar por un momento en cómo jugar mis cartas. Szatmari parecía estar guardándose algo y fuera lo que fuese podría estar en el expediente. Creo que quería dármelo, pero no sabía cómo hacerlo.
– Vuelva a mirar la fotocopia -dije-. Mire las manos. ¿Es usted un hombre religioso, señor Szatmari?
Szatmari miró la foto de Angella Benton.
– A veces soy religioso -dijo-. ¿Y usted?
– No mucho. O sea, ¿qué es la religión? No voy a la iglesia, si se trata de eso. Pero pienso en la religión y creo que tengo algo parecido dentro. Un código es como una religión. Hay que creer en él, hay que ponerlo en práctica. La cuestión es… Mire las manos, señor Szatmari. Recuerdo que cuando la vi en el suelo y vi cómo estaban sus manos… Lo tomé como una especie de señal.
– ¿Una señal de qué?
– No lo sé. Una señal de algo. Como la religión. Por eso es uno de esos casos que no te sueltan. -Entiendo.
– Entonces saque el fichero y déjelo en esta mesa -dije como si le estuviera dando una instrucción a alguien en trance hipnótico-. Después vaya a tomarse un café o a fumar un cigarrillo. Y tómese su tiempo. Yo le esperaré aquí.
Szatmari me miró durante un buen rato y después se agachó para sacar lo que supuse que era un cajón del escritorio. Al final apartó los ojos de mí para elegir el informe correcto. Lo sacó -era grueso- y lo dejó en la superficie de la mesa. Después apartó la silla y se levantó.
– Voy a buscar una taza de café -dijo-. ¿Quiere algo?
– No, pero gracias.
Asintió y salió, cerrando la puerta tras de sí. En cuanto ésta hizo clic yo me levanté de la silla y me coloqué detrás del escritorio. Me senté y me zambullí en el informe.
En su mayor parte, el archivo de Szatmari estaba lleno de documentos que ya había visto. Había también copias de contratos y directrices para la relación entre Global y su cliente BankLA que eran nuevos, así como resúmenes de entrevistas con varios empleados del banco y de la productora cinematográfica. Szatmari había conducido entrevistas con cada uno de los transportistas de seguridad que habían estado en la escena el día del golpe.
Pero no había entrevista conmigo. Como de costumbre el departamento lo había impedido. Yo ni siquiera llegué a recibir la solicitud de Szatmari de entrevistarme. Aunque tampoco habría aceptado. Entonces tenía una arrogancia que esperaba haber perdido.
Miré por encima las entrevistas y los resúmenes lo más deprisa posible, poniendo particular atención en los informes correspondientes a los tres empleados de banco con los que esperaba poder hablar ese mismo día: Gordon Scaggs, Linus Simonson y Jocelyn Jones. Los sujetos no aportaron mucho a Szatmari. Scaggs era el único que había manejado todo y fue muy específico en los pasos que había que dar y en la planificación del préstamo de un día de dos millones de dólares en efectivo. Las entrevistas con Simonson y Jones los mostraban como abejas obreras que hicieron lo que se les pidió. Lo mismo podrían haberse ocupado de poner etiquetas en latas que de contar veinte mil billetes de cien dólares y anotar ochocientos números de serie mientras lo hacían.
Mi curiosómetro se disparó cuando finalmente llegué a los historiales financieros de Jack Dorsey, Lawton Cross y yo mismo. Szatmari había sacado informes bancarios de cada uno de nosotros. Aparentemente llamó a nuestros bancos y compañías de crédito y redactó breves informes. Mi historial era el más limpio, mientras que los de Cross y Dorsey no pintaban tan bien. Según Szatmari, ambos hombres tenían importantes deudas de tarjetas de crédito, sobre todo Dorsey, que estaba divorciado y tenía que pasar pensión por cuatro hijos, dos de los cuales estaban en la universidad.
La puerta del despacho se abrió y la secretaria se asomó para decir algo a Szatmari cuando me vio sentado en su silla.
– ¿Qué está haciendo?
– Espero al señor Szatmari. Ha ido a buscar un café.
Puso las manos en sus anchas caderas: el signo internacional de indignación.
– ¿Le dijo que ocupara su silla y empezara a leer ese archivo?
Me correspondía no dejar a Szatmari en una situación potencialmente comprometido.
– Me dijo que lo esperara y estoy esperando.
– Bueno, vuelva ahora mismo al otro lado de la mesa. Voy a informar al señor Szatmari de lo que he visto.
Cerré la carpeta, me levanté y rodeé el escritorio como me habían pedido.
– ¿Sabe?, le estaría muy agradecido si no lo hiciera -dije.
– Ya lo creo que voy a decírselo.
Entonces desapareció, dejando la puerta abierta tras de sí. Pasaron unos minutos y Szatmari entró y cerró la puerta violentamente. Enseguida perdió su enfado cuando se volvió a mirarme. Llevaba una taza de café humeante.
– Gracias por actuar así -dijo-. Espero que haya conseguido lo que necesitaba porque ahora para continuar con mi rapto de ira voy a tener que echarle.
– No hay problema -dije, al tiempo que me levantaba-. Pero tengo una pregunta.
– Adelante.
– ¿Era sólo rutina estudiar los informes financieros de los polis del caso? Jack Dorsey, Lawton Cross y yo. Szatmari puso ceño mientras trataba de recordar la razón de las comprobaciones financieras. Entonces se encogió de hombros.
– Lo había olvidado. Supongo que pensé que con el dinero que había en juego tenía que comprobar a todos. Especialmente a usted, Bosch, con la coincidencia de que estuviera allí en el momento oportuno.
Asentí. Me parecía una medida sensata de la investigación.
– ¿Está enfadado por eso?
– ¿Yo? No. Sólo tenía curiosidad por saber de dónde salió.
– ¿Algo más útil?
– Tal vez, nunca se sabe.
– Buena suerte, entonces. Si no le importa, manténgame informado de sus progresos.
– Lo haré, descuide.
No estrechamos las manos. Al salir pasé junto a la indignada secretaria y le dije que pasara un buen día. Ella no respondió.
33
La entrevista con Gordon Scaggs transcurrió de manera rápida y agradable. Se reunió conmigo a la hora convenida en el rascacielos de BankLA del centro de la ciudad. Su despacho del piso veintidós estaba orientado al este y gozaba de una de las mejores vistas de la nube de contaminación de la ciudad. El relato de su implicación en el malhadado préstamo de dos millones de dólares a Eidolon Productions no se desviaba de manera perceptible de la declaración que constaba en el expediente del caso. Negoció una tarifa de cincuenta mil dólares para el banco, incluidos los costes de seguridad. El dinero tenía que entregarse la mañana del día del rodaje y volver al banco antes de las seis de la tarde, la hora de cierre.
– Sabía que había un riesgo -me explicó Scaggs-, pero también veía un beneficio rápido para el banco. Supongo que podría decirse que eso me nubló la visión.