Localicé a Langwiser en el móvil, pero ella seguía en el despacho.
– ¿Qué has conseguido de Foreman? -le pregunté, yendo al grano.
– Esto tiene que mantenerse altamente confidencial, Harry. Hablé con Jim y, cuando le expliqué las circunstancias, no le importó hablar de ello. Con la salvedad de que esta información no va a ir a ningún informe y que nunca revelarás tu fuente.
– No hay problema. De todos modos, ya no escribo informes.
– No seas tan rápido y caballeroso. Ya no eres poli ni tampoco abogado. No tienes ninguna protección legal.
– Tengo una licencia de detective privado.
– Eso no te sirve. Si un juez te ordena que reveles tu fuente tendrás que hacerlo o enfrentarte al desacato. Podría suponer ir a prisión. Y a los ex polis no les va muy bien en la cárcel.
– Dímelo a mí.
– Acabo de hacerlo.
– Vale, entendido. Sigue sin haber problema.
La verdad era que no se me ocurría cómo la información podría acabar alguna vez en el tribunal ante un juez. No me preocupaba la posibilidad de la cárcel.
– Vale, mientras estemos a salvo. Jim me dijo que Simonson pactó por cincuenta mil dólares.
– ¿Nada más?
– Nada más, y no era demasiado. Su abogado se lleva un treinta y cinco por ciento. También tuvo que pagar las costas.
Había tenido un abogado que se llevaba el treinta y cinco por ciento de cualquier pacto a cambio de no cobrarle lloras, lo cual significaba que Simonson probablemente sacó en limpio algo más de treinta de los grandes. No era mucho si se trataba de dejar tu trabajo y empezar un imperio de la noche.
El sentido de la ansiedad que había sentido cosquillear cambió de marcha. Había sospechado que el acuerdo habría sido bajo, pero no tanto. Estaba empezando a convencerme a mí mismo.
– ¿Foreman dijo algo más del caso?
– Sólo otra cosa. Dijo que fue Simonson quien insistió en el acuerdo de confidencialidad y además los términos eran inusuales. No sólo requirió que no hubiera un anuncio público, sino también que no hubiera un registro público.
– Bueno, de todos modos no fue a juicio.
– Ya lo sé, pero BankLA es una corporación con participación pública. Así que lo que conllevaba el acuerdo de confidencialidad era que Simonson apareciera con un seudónimo en todos los registros financieros relacionados con el pago. Aparece, otra vez según su petición, como el señor King.
No respondí, mientras sopesaba la nueva información.
– Dime, ¿cómo lo he hecho, Harry?
– Francamente bien, Janis. Lo que me recuerda que has estado trabajando un montón en esto. ¿Estás segura de que no quieres cobrarme?
– Sí, estoy segura. Sigo en deuda contigo.
– Bueno, ahora estaré yo en deuda. Quiero que hagas una última cosa por mí. Acabo de decidir que mañana le daré lo que tengo a las autoridades. Sería bueno que estuvieras ahí. Sólo para asegurarme de que no cruzo ninguna línea con esta gente.
– Estaré. ¿Dónde?
– ¿Quieres comprobar tu agenda antes?
– Ya sé que tengo la mañana libre. ¿Quieres hacerlo aquí o vas a ir a una comisaría?
– No, tengo problemas con las jurisdicciones. Me gustaría hacerlo en tu despacho. ¿Tienes una sala en la que podamos meter a seis o siete personas?
– Reservaré la sala de reuniones. ¿A qué hora?
– ¿Qué te parece a las nueve y media?
– Bien. Yo estaré aquí antes por si quieres venir y hablar.
– Eso estaría bien. Te veré a eso de las ocho y media.
– Aquí estaré. ¿Crees que lo tienes?
Sabía a qué se refería. Me preguntaba si tenía la historia, aunque no tuviera pruebas reales que empujaran al Departamento de Policía de Los Ángeles y al FBI a implicarse de nuevo en el caso.
– Todo está cerrando. Tal vez hay una cosa más que puedo hacer antes de dárselo a alguien que pueda conseguir órdenes de registro y echar abajo puertas.
– Entendido. Te veo mañana. Me alegro de que hayas podido resolverlo. De verdad que me alegro.
– Sí, yo también. Gracias, Janis.
Después de colgar me di cuenta de que me había olvidado del parquímetro. Salí a echar monedas, pero ya era demasiado tarde. La policía de tráfico de West Hollywood había sido más rápida que yo. Dejé la multa en el parabrisas y volví a entrar. Encontré a Lindell en su oficina; estaba a punto de irse a casa. -¿Qué tienes?
– Herpes simplex. ¿Qué tienes tú?
– Vamos, tío.
– Eres un capullo, Bosch, pidiéndome que te lave la ropa sucia.
Comprendí por qué estaba cabreado.
– ¿La matrícula?
– Sí, la matrícula. Como si no lo supieras. Pertenece a tu ex esposa, tío, y de verdad que no me hace ninguna gracia que me arrastres a tu mierda. O la matas o te olvidas de ella, joder.
Sin duda alguna lo había sacado de sus casillas con la comprobación de matrícula.
– Roy, todo lo que puedo decirte es que no lo sabía. Lo siento. Tienes razón. No debería haberte arrastrado a esto y lamento haberlo hecho.
Hubo un silencio y pensé que lo había aplacado.
– ¿Roy?
– ¿Qué?
– ¿Anotaste la dirección del registro?
– Eres un capullo integral.
Estuvo echando pestes durante otro minuto, pero al final, a regañadientes, me dio la dirección en la que estaba registrado el coche de Eleanor. No había número de apartamento. Al parecer no sólo tenía un coche mejor, sino que ahora vivía en una casa.
– Gracias, Roy. Es la última vez. Te lo prometo. ¿Ha surgido algo en la otra cosa que te pedí?
– Nada bueno, nada útil. El historial del tipo está bastante limpio. Hay algunas cuestiones juveniles, pero han prescrito. No fui muy a fondo con eso.
– Vale.
Me pregunté si sus problemas cuando era menor implicaban a sus antiguos compañeros del instituto de Beverly Hills y actuales socios.
– Lo único es que hay otro Linus Simonson en el ordenador. Por la edad diría que es su padre.
– ¿Qué hizo?
– Tiene una acusación del fisco y bancarrota. Es material viejo.
– ¿Cuánto?
– Primero vino lo del fisco, como de costumbre. Eso fue en el noventa y cuatro. El viejo se declaró en quiebra dos años después. ¿Quién es este Linus y por qué querías que lo investigara?
No respondí, me quedé absorto mirando una foto de los más buscados en la pared de la oficina de correos. Un violador múltiple. Pero en realidad no lo estaba mirando a él, sino a Linus. Estaba viendo cómo encajaba otra pieza. Linus dijo que no iba a cometer los mismos errores que su padre, que había acabado en la ruina, con un collar del fisco en el cuello. La cuestión que asomaba a través de la nueva información era: ¿cómo un hombre sin trabajo ni respaldo de papá invirtió los treinta mil dólares que se embolsó en la compra y renovación a fondo de un bar? Y después otro, y otro.
Préstamos, tal vez, si disponía de avales. O quizá una retirada de fondos de dos millones de dólares.
– Bosch, ¿estás ahí?
Salí del ensueño.
– Sí, estoy aquí.
– Te he hecho una pregunta. ¿Quién es este tío? ¿Está en la movida de la peli?
– Eso parece, Roy. ¿Qué haces mañana por la mañana?
– Hago lo que hago siempre. ¿Por qué?
– Si quieres una parte de esto, acude al despacho de mi abogada a las nueve. Y no te retrases.
– ¿Está este tío relacionado con Marty? Si es él, no quiero una parte. Lo quiero todo.
– Todavía no lo sé. Pero seguro que nos lleva cerca.
Lindell quería plantear más preguntas, pero le corté. Tenía que hacer más llamadas. Le di el nombre y la dirección de Langwiser y finalmente le dije que estaría en el bufete a las nueve. Colgué y llamé a Sandor Szatmari y le dejé un mensaje invitándolo a la misma reunión.
Por último llamé a Kiz Rider a su oficina del Parker Center y le extendí la invitación a ella también. Kiz pasó de cero a cien en la escala de rabia en cinco segundos.