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– Harry, te avisé sobre esto. Te vas a encontrar en un montón de problemas. No puedes trabajar un caso y después convocar una reunión en la cumbre cuando crees que es el momento de informarnos de tus investigaciones privadas.

– Kiz, ya lo he hecho. Sólo tienes que decidir si quieres estar allí o no. Habrá una buena parte de esto para alguien del Departamento de Policía de Los Ángeles. Por lo que yo estoy pensando podrías ser tú. Pero si no estás interesada llamaré a robos y homicidios.

– Maldita sea, Harry.

– ¿Juegas o no?

Hubo una larga pausa.

– Juego, pero, Harry, no voy a protegerte.

– No lo esperaba.

– ¿Quién es tu abogado?

Le di la información y estaba a punto de colgar. Sentí una sensación de terror por el daño a nuestra relación que parecía irreparable.

– Vale, nos vemos -dije finalmente.

– Sí -replicó abruptamente.

Me acordé de algo que necesitaba.

– Oh, y Kiz, mira si puedes encontrar el original del informe de los números de serie. Debería estar en el expediente del caso.

– ¿Qué informe?

Se lo expliqué y le dije que lo buscara. Le di las gracias y colgué. Salí a la calle y cogí la multa del parabrisas del coche. Entré en el Mercedes y tiré la multa por encima de mi hombro al asiento de atrás para que me diera buena suerte.

Eran casi las siete en el reloj del salpicadero. Sabía que nada se ponía en marcha en los clubes de Hollywood hasta las diez o más tarde. Pero tenía impulso y no quería perderlo mientras me quedaba en casa esperando. Me senté a pensar, con los dedos tamborileando en el volante. Pronto estaban siguiendo el ritmo del fraseo que me había enseñado Quentin McKinzie, y al caer en la cuenta de eso, supe cómo podía pasar las próximas horas. Abrí el móvil y volví a llamar.

37

Sugar Ray McK me estaba esperando en la silla de la habitación que ocupaba en Splendid Age. La única indicación de que sabía que iba a salir era el sombrero porkpie que llevaba. En una ocasión me contó que sólo se lo ponía cuando salía a escuchar música, lo que significaba que ya apenas lo lucía. Bajo el ala, sus ojos estaban más afilados de lo que yo se los había visto en mucho tiempo.

– Esto va a ser divertido, colega -dijo, y me pregunté si no estaría viendo demasiado MTV.

– Espero que tengan un buen grupo para la primera sesión. Ni siquiera lo he mirado.

– No te preocupes. Estará bien. -Estiró la última palabra.

– ¿Antes de que nos vayamos puedo pedirte esa lupa fantástica que usas para leer la programación de la tele?

– Claro. ¿Qué necesitas?

Sacó la lupa de un bolsillo que había en el brazo de su silla mientras yo sacaba la última página del informe de los números de serie del bolsillo de la camisa y lo desdoblaba. Sugar Ray me pasó la lupa y yo me acerqué a la mesita de noche y encendí la lámpara. Coloqué la hoja encima de la pantalla y examiné la firma de Jocelyn Jones a través de la lente. Fue la confirmación de lo que había visto antes en la oficina bancaria.

– ¿Qué es eso, Harry? -preguntó Sugar Ray.

Le devolví la lupa y empecé a doblar de nuevo el papel.

– Sólo es algo en lo que he estado trabajando. Algo llamado temblor del falsificador.

– Uh, tío, yo tengo temblores en todas partes.

Le sonreí.

– Todos temblamos, de una forma u otra. Venga, vamos a escuchar música.

– Pero apaga esa lámpara, cuesta dinero.

Nos dirigimos hacia la salida. Mientras recorríamos el pasillo pensé en Melissa Royal y me pregunté si estaría visitando a su madre. Lo dudaba. Por un instante me aguijoneó el pánico porque sabía que se aproximaba el día en que tendría que sentarme con Melissa y decirle que yo no era el hombre que estaba buscando.

Un portero del centro me ayudó a subir a Sugar Ray al coche. El Mercedes probablemente era demasiado alto para él. Tendría que pensar en ello si volvía a sacarlo a pasear.

Fuimos al Baked Potato y cenamos mientras veíamos la primera parte del concierto, un cuarteto de músicos de oficio llamado Four Squared. Eran pasables, aunque transmitían una sensación de cansancio. Tenían inclinación por los temas de Billy Strayhorn, pero yo también, de modo que no me molestaba.

A Sugar Ray tampoco le importaba. Su cara se encendió y mantuvo el ritmo con los hombros al tiempo que escuchaba. No habló en ningún momento mientras la banda tocaba y aplaudió con entusiasmo después de cada tema. Lo que veía en sus ojos era reverencia. Reverencia por el sonido y por la forma.

Los músicos no lo reconocieron. Poca gente lo reconocería ahora que era sólo piel y huesos. Pero a Sugar Ray no le importaba. No menoscabó nuestra velada ni un ápice.

Después de la primera parte empezó a flaquear. Eran más de las nueve y hora de que se fuera a dormir. Me había dicho que todavía podía tocar en sueños. Yo pensé que todos deberíamos ser igual de afortunados.

También era hora de que yo mirara a la cara al hombre que se había llevado de este mundo a Angella Benton. No tenía placa ni respaldo oficial, pero sabía algunas cosas y creía que todavía representaba a la víctima. Hablaba por ella. Por la mañana tal vez me lo quitaran todo, seguramente me obligarían a sentarme y verlo desde la banda, pero hasta entonces el caso era mío. Y sabía que no iba a irme a dormir todavía. Iba a ir a confrontar a Linus Simonson y tomarle la medida. Quería que supiera quién le había echado el anzuelo. E iba a darle la oportunidad de responder por Angella Benton.

Cuando volvimos a Splendid Age dejé a Sugar Ray adormilado en el asiento delantero mientras iba a buscar al portero. Meterlo yo solo en el Mercedes había sido un trabajazo.

Lo desperté con suavidad y después lo bajamos a la acera. Lo llevamos adentro y después lo acompañamos por el pasillo hasta su habitación. Sentado en su cama, tratando de sacudirse el sueño, me preguntó dónde habíamos estado.

– He estado aquí contigo, Sugar Ray.

– ¿Has estado ensayando?

– Siempre que he podido.

Me di cuenta de que probablemente había olvidado nuestra salida vespertina. Podría pensar que estaba allí para tomar una clase. Me sentí mal por el hecho de que lo hubiera olvidado tan pronto.

– Sugar Ray, he de irme, tengo trabajo.

– Vale, Henry.

– Me llamo Harry.

– Eso he dicho.

– Ah. ¿Quieres que encienda la tele o vas a dormir?

– No, enciéndeme la tele, si no te importa.

Encendí la tele que estaba instalada en la pared. Estaba sintonizada la CNN y Sugar Ray me pidió que la dejara así. Yo me acerqué y le pellizqué el hombro antes de dirigirme a la puerta.

– Lush Life -dijo a mi espalda.

Me volví para mirarlo. Estaba sonriendo. Lush Life había sido la última canción que habíamos oído. Se acordaba.

– Me encanta esa canción -añadió.

– Sí, a mí también.

Lo dejé con sus recuerdos de una vida fastuosa mientras me adentraba en la noche para pedir cuentas a un rey de una vida robada. Estaba desarmado, pero no tenía miedo. Estaba en estado de gracia. Llevaba conmigo la última plegaria de Angella Benton.

38

Poco después de las diez de la noche estaba acercándoMe a la puerta de Nat's en Cherokee, media manzana al sur de Hollywood Boulevard. Todavía era temprano, pero no había cola para entrar. No había cuerda de terciopelo, ni portero que seleccionara quién podía pasar y quién no. No había nadie cobrando entrada. Una vez en el local, vi que de hecho casi no había clientes.

Había estado en Nat's en numerosas ocasiones en su anterior encarnación, cuando era un antro poblado por una clientela tan devota al alcohol como a cualquier otro aspecto de la vida. No era un lugar para ligar, a no ser que se contara a las prostitutas que esperaban clientes. Tampoco era un sitio para ver famosos. Era un bar de copas sin más pretensiones, y como tal tenía un carácter honesto. Al entrar esta vez y ver todo el cobre pulido y la lujosa madera me di cuenta de que lo que el local renovado tenía era glamour, y eso nunca es lo mismo que el carácter, ni algo tan duradero. No importaba cuánta gente hubiera hecho cola en la noche de inauguración. El bar no iba a perdurar. Eso lo supe a los quince segundos. Era un lugar condenado antes de que sirvieran el primer martini, agitado y no revuelto, en una copa helada colocada sobre una servilleta negra.